La noche del sábado, mientras Bäckström dormía en la cama sin deshacer del Stadshotell, se produjo otra agresión a una mujer en el centro de Växjö, tan solo a unos cientos de metros del hotel. La víctima era una joven de diecinueve años que volvía sola a casa después de una fiesta. Cuando, hacia las tres de la mañana, abrió la puerta de la casa de la calle Norrgatan donde vivía, un desconocido se abalanzó sobre ella por detrás, la metió en la entrada a empujones, la tumbó en el suelo e intentó violarla. La víctima gritó y pateó para defenderse. Unos vecinos se despertaron al oír el escándalo y el agresor huyó de allí a todo correr.
En un plazo de quince minutos, todo se había puesto en marcha. La víctima ya iba camino del hospital. El lugar de los hechos estaba acordonado, los investigadores y los técnicos del grupo de guardia de la judicial habían acudido al sitio para interrogar a los testigos y para buscar pruebas. Tres patrullas de seguridad ciudadana recorrían las calles del vecindario en busca de sospechosos, ya iban refuerzos en camino y los teléfonos habían empezado a sonar en los despachos de los investigadores del caso Linda. El comisario Olsson, que estaba en su lugar de veraneo con el auricular pegado a la oreja, intentaba ponerse los pantalones con la mano que le quedaba libre, mientras se preguntaba dónde coño habría dejado las llaves del coche. El comisario Bäckström continuó durmiendo tranquilamente. Escarmentado por experiencias anteriores, apagó el móvil y desenchufó el teléfono fijo de la habitación.
Aquella mañana, cuando bajó a desayunar y Rogersson le contó lo sucedido, ya había pasado todo, prácticamente, y sabían que las circunstancias eran muy poco claras.
—He estado hablando con la colega Sandberg hace un momento —dijo Rogersson.
—¿Y qué te ha dicho? —quiso saber Bäckström.
—Que había algo en la demandante que le olía a chamusquina —respondió Rogersson—. Sandberg piensa que se lo ha inventado todo.
La buena de Sandberg, qué tía, pensó Bäckström. Es mucho lo que hay que oír antes de que a uno se le caigan las orejas, se dijo.
Aquella noche, Bäckström llamó a su reportera radiofónica de cabecera, pero al igual que el fin de semana anterior, solo pudo oír el contestador automático. ¿Cómo que su pobre madre?, pensó. Y, a falta de algo mejor, pidió al servicio de habitaciones cena y cerveza, y, tumbado en la cama, se pasó media noche haciendo zapping entre los canales de televisión, hasta que se durmió por fin.
Jan Lewin había empezado a soñar otra vez.
Suecia, mediados de los cincuenta. El verano en que cumplió siete años, iba a empezar la escuela aquel otoño y le regalaron la primera bicicleta de verdad. Una Crescent Valiant roja.
La casa de verano de los abuelos paternos en Blidö, en el archipiélago de Estocolmo. Su madre, su padre y él. El sol brilla día tras día en un cielo sin nubes.
«Un verdadero veranillo indio», dice su padre, precisamente aquel verano en que sus vacaciones parecen no tener fin.
«¿Por qué se llama veranillo indio, papá?», pregunta Jan Lewin.
«Suele llamarse así —responde el padre— cuando se da un verano largo y muy caluroso».
«Pero ¿qué tiene que ver con los indios? —insiste Jan—. ¿Por qué se dice veranillo indio?».
«Supongo que ellos tienen mejor tiempo que el que solemos tener nosotros», responde el padre, y luego se echa a reír y le revuelve el pelo, y aquello vale como respuesta. El mismo verano en que su padre le enseñó a montar en bicicleta.
Caminos de grava, ortigas y maleza en las cunetas. El olor a creosota. Su padre, que corre detrás de él sujetando la bicicleta por el portabultos mientras que él se aferra al manillar con las manos pequeñas y sudorosas, y pedalea con todas sus fuerzas con las piernas flacas y morenas.
«Te voy a soltar», grita el padre, aunque sabe que si tiene que llevar la dirección y pedalear al mismo tiempo, es imposible. O pedalea o guía, y a veces a su padre no le da tiempo de sujetarlo. Rodillas desolladas, espinillas plagadas de cardenales, la quemazón de las ortigas, el pinchazo de cardos y espinas.
«Vamos a intentarlo otra vez, Jan», dice su padre revolviéndole el pelo, y él se sube otra vez.
Guía y pedalea, guía y pedalea, y su padre lo suelta y en esta ocasión no consigue alcanzarlo antes de que Jan se caiga de la bicicleta.
Pero cuando se da la vuelta, no es su padre quien se dispone a ayudarle a levantarse despeinándole los mechones rubios, sino el colega Bäckström, que lo mira sonriendo burlón.
—¿Cómo puedes ser tan imbécil, Lewin? —dice Bäckström—. Joder, no puedes dejar de pedalear solo porque yo no te esté empujando.
Y en ese punto, se despertó, se fue al cuarto de baño y dejó correr el agua fría mientras se frotaba los ojos y se daba un masaje en las sienes.