Mientras desayunaba la mañana siguiente, Bäckström leyó el Smålandsposten por primera vez en su vida. El principal diario local dedicaba buena parte del espacio a la recién creada asociación Hombres de Växjö contra la Violencia Machista, y lo que había llamado la atención de Bäckström era la foto de la junta de la asociación, que ocupaba la mitad de la primera página. En el centro estaba la presidenta, Lo Olsson; a su derecha y a su izquierda, Moa Hjärtén y el comisario Bengt Olsson, respectivamente. Todos miraban muy serios a la cámara, cogidos de la mano.
Menudos majaderos, pensó Bäckström encantado.
En el diario, sin embargo, no parecían compartir su opinión. Describían la asociación de forma muy positiva e incluso le habían dedicado un editorial donde, en términos muy poéticos, comenzaban comparando a la policía con una «valla de estacas demasiado separadas contra un mundo cada vez más malvado». Según el mismo periodista, no solo hacían falta iniciativas privadas en política sobre la violencia, sino que además era preciso que se tomaran dichas iniciativas con toda la seriedad necesaria. «Incluso los habitantes de esta ciudad de Växjö, por lo general tan pacífica, debemos tomar conciencia de que la lucha contra la criminalidad creciente es, en realidad, “responsabilidad de todos nosotros”», concluía el artículo.
¿De dónde cojones se sacarán todas esas sandeces?, pensó Bäckström, y se guardó el periódico en el bolsillo para poder partirse de risa tranquilamente una vez se hubiera encerrado en su despacho.
Como en tantas otras ocasiones, Lewin había pasado la noche en la cama de Eva Svanström. Después de que ella se durmiera, él se quedó despierto más de una hora cavilando sobre la actitud del joven Löfgren. En cuanto llegó al trabajo, cogió unos documentos de la investigación, los leyó detenidamente y, tras otros minutos de reflexión, dedujo cómo debió de ser la cosa. Puesto que ya se había equivocado otras veces, llamó a Von Essen y a Adolfsson y les pidió que le comprobaran un dato.
—Tengo un soplo de hace algunos días del que quisiera que hicierais un seguimiento. Lo cierto es que lo mencioné en la reunión matutina del seis de julio y supongo que no causó gran impresión pero, de todos modos, me gustaría que hablarais con el informante. Se llama Göran Bengtsson. Ahí tenéis todos los datos —dijo Lewin, y le dio la nota a Von Essen.
—Gurra Amarillo y Azul, sí, a ese lo conocemos —aseguró Von Essen.
—¿Perdona? —dijo Lewin—. ¿Cómo lo has llamado?
—Gurra Amarillo y Azul, o solo Amarillo y Azul, así lo llaman aquí —aclaró Adolfsson.
—Por un lado, es un tanto sesgado políticamente, como se suele decir eufemísticamente —prosiguió Adolfsson—, y por otro…
—… de los tonos marrones de la paleta política, por así decirlo —aclaró Von Essen.
—… y por otro, le dieron una buena tunda hace un par de años, cuando iba a celebrar con sus compañeros el día de la bandera sueca —prosiguió Adolfsson—. Vinieron un montón de gamberros de la AFA y otras asociaciones antifascistas, y Gurra y sus compañeros se llevaron una buena paliza. Antes de que tuviéramos la situación bajo control, le habían pintado en el cuerpo un mapa tan amarillo y azul como su amada bandera —remató, y sonrió con satisfacción inexplicable.
—Según él, vio a Linda con un negra… con un robusto hombre negro —se corrigió Lewin—. Hacia las cuatro de la mañana del día de autos.
—Pues sí, pero no es una observación inusitada, viniendo de él. Y el aspirante Löfgren no es, desde luego, el único hombre negro de la ciudad de Camomila —dijo Von Essen—. Por lo menos, no hoy en día.
—Aun así, quiero que vayáis a su casa y lo interroguéis. Además, quiero que le enseñéis unas fotos y que la primera sea la de Löfgren —dijo Lewin, al tiempo que les entregaba una funda de plástico transparente con fotos de nueve jóvenes negros, uno de los cuales era Löfgren—. Luego, le mostráis la de Linda, y es importante que lo hagáis en ese orden —subrayó Lewin, y les dio otra funda con nueve fotos de jóvenes rubias, una de las cuales correspondía a la víctima, Linda Wallin.
Al mismo tiempo que Von Essen y Adolfsson llamaban al timbre del triste estudio que Azul y Amarillo tenía en Araby, en el centro de Växjö, el aspirante a policía Erik Roland Löfgren se acercaba a la recepción de la comisaría de policía. Iba acompañado de un abogado de Kalmar que, además, era antiguo amigo de la familia, y llegó de lo más oportuno, puesto que la fiscal acababa de decidir arrestarlo en su ausencia.
Gurra Azul y Amarillo estaba sentado delante del ordenador inmerso en un juego que se había descargado del sitio web de la organización americana White Aryan Resistance, resistencia blanca aria. Alguno de los frikis informáticos de WAR había ideado una variante algo más étnica de los viejos clásicos Desert Storm I-III, y Azul y Amarillo iba a toda pastilla cuando Von Essen y Adolfsson llamaron a la puerta.
—Nuevo récord —dijo Gurra con las mejillas encendidas de emoción—. Joder, me he cepillado trescientas ochenta y nueve narices ganchudas en media hora.
—¿Tienes un momento? Queríamos hablar contigo —dijo Adolfsson.
—Naturalmente, siempre dispuesto a ayudar a la poli —contestó Gurra—. Es el deber de todo ciudadano sueco. Estamos en guerra. Tenemos que cerrar filas si no queremos que ganen las cucarachas —explicó.
Löfgren no mostró el mismo entusiasmo cuando se vio en la sala de interrogatorios, con Rogersson al frente de las preguntas y con Lewin como testigo, sino que en un primer momento se comportó de un modo tan formal como su representante legal, que le doblaba la edad con creces.
—Dinos, Löfgren, ¿por qué crees que queremos hablar contigo? —comenzó Rogersson una vez registradas las formalidades en la grabadora.
—Pues esperaba que me lo dijerais vosotros —respondió Löfgren asintiendo educadamente.
—Vamos, que a ti no se te ha ocurrido la razón —insistió Rogersson.
—No —dijo Löfgren.
—Bueno, pues te lo voy a contar —dijo Rogersson—. Comprendo que tendrás curiosidad.
Löfgren se limitó a asentir una vez más, aunque parecía más alerta que curioso.
—Joooder, pero si he llamado varias veces para preguntar qué coooño pasa con mi soplo. Por supuesto que fue el negro quien lo hizo —aseguró Gurra—. Será que algún colega vuestro lo está protegiendo. De repente hay una invasión de cucarachas trabajando en la policía. Buscad entre ellos y tendréis al asesino.
—¿Y qué hiciste cuando los viste? —preguntó Von Essen.
—Saludé a Linda, porque la reconocí. La he visto varias veces en lo de la pasma.
—Pero ¿qué le dijiste exactamente? —insistió Von Essen.
—Le pregunté si no tenía nada mejor que hacer que meterse en la piltra a chuparle la estaca a un negro —dijo Gurra sonriendo complacido—. Bueno, y también le dije algo del riesgo de VIH. Joder, esos Papá Noel de regaliz son bombas biológicas ambulantes, teniendo en cuenta toda la mierda que traen consigo.
—¿Y qué pasó luego? —intervino Adolfsson.
—Al negro se le fue la olla, se puso nervioso, joder, tenía la jeta azul, así que pensé que «mierda, a ese tío no se atreve uno ni a rozarlo, porque te mata de un herpes». En el mejor de los casos. Así que me largué.
—Y entonces eran las cuatro de la mañana más o menos y todo eso sucedió en Norra Esplanaden, a unos quinientos metros del Stadshotell —concluyó Von Essen.
—Exacto —convino Gurra—. Como a las cuatro, por encima de la rotonda donde está el centro de salud.
—Bueno, queremos que veas unas fotos —dijo Von Essen—. ¿Reconoces a alguna de estas personas? —preguntó mostrándole las fotografías de Löfgren y los ocho restantes.
—En los interrogatorios que te hizo uno de mis colegas niegas rotundamente haber mantenido relaciones sexuales con Linda Wallin —dijo Rogersson—. Según tus palabras, era una simple compañera de clase.
—Estábamos en la misma clase, sí. Pero eso ya lo sabéis.
—Sí —dijo Rogersson—. Pero además, sabemos que mantuviste con ella relaciones sexuales. ¿Por qué no lo mencionaste?
—No sé de qué me hablas —respondió Löfgren tozudo—. No tuve con ella ninguna relación.
—A ver, una pregunta muy sencilla —suspiró Rogersson—. ¿Te acostaste con Linda sí o no?
—No comprendo qué tiene que ver eso con el caso —respondió Löfgren—. Además, yo no hablo de esas cosas. No soy de esos.
—En opinión de tus compañeros, parece que eres de esos, precisamente —replicó Rogersson—. Hemos estado hablando con varios de ellos y, según dicen, te pasaste meses jactándote de todas las veces que follaste con Linda.
—Mentira podrida —dijo Löfgren—. Yo nunca hablo de esas cosas, así que es mentira pura y dura.
—Mentira pura y dura, ¿verdad? —repitió Rogersson—. Pero, si no te has acostado con ella, no tienes más que responder que no.
—Me parece que no entiendes lo que digo —replicó Löfgren.
—Lo entiendo perfectamente —aseguró Rogersson—. Además, sé que has mentido en un interrogatorio policial, y ahora soy testigo directo de que te niegas a responder a una pregunta sencilla y directa.
—Que no tiene nada que ver con el asunto. Yo no he matado a Linda. Y estáis locos si creéis lo contrario.
—Bueno, si eres inocente, no tendrás nada en contra de que te tomemos una muestra de ADN, para poder descartarte de la investigación —dijo Rogersson señalando con aire elocuente la probeta con el bastoncillo que había junto a la grabadora.
—No pienso hacerlo —dijo Löfgren—. Puesto que soy inocente y no tenéis ni la sombra de una sospecha. De lo que se trata, porque no se trata de otra cosa, es de que queréis libraros de un futuro colega negro —añadió indignado—. Eso es, ni más ni menos. Y todo lo demás es mentira.
—Y yo digo que estás mintiendo y que el hecho de que le mientas a la policía en una investigación de asesinato cuya víctima, además, es antigua compañera tuya, nos induce a mí y a mis colegas a sospechar de ti —argumentó Rogersson—. Para nosotros no hay más.
—Bueno, eso es cosa vuestra —dijo Löfgren impetuoso—. Si ni siquiera escucháis lo que…
—No solo nuestra —lo cortó Rogersson—. La fiscal opina lo mismo.
—Siento interrumpir —intervino el abogado—, pero sería interesante oír cuál es la postura de la fiscal.
—Muy sencillo —respondió Rogersson—. Si Löfgren continúa mintiendo y se niega a hablar de lo que ha estado haciendo, considera que habrá indicios suficientes de sospecha y lo mandará detener. —Rogersson intercambió una mirada con Lewin, que asintió.
—Bien, pues quiero que conste en el informe que yo no comparto su punto de vista —dijo el abogado.
—Anotado —aseguró Rogersson—. Doy por hecho que sabe usted que no es con la policía con quien tiene que hablar para protestar por esa resolución.
»Una última pregunta, Roland, antes de que te detengan…
—Tengo una coartada —lo interrumpió Löfgren—. ¿Sabéis algo de eso los policías de tu generación? ¿Sabéis lo que significa una coartada?
—Fue él —afirmó Gurra Azul y Amarillo, señalando con una sonrisa triunfal la fotografía de Erik Roland Löfgren.
—No hay prisa, Gurra —dijo Von Essen—. Tómate el tiempo necesario.
—Pues a mí me parecen todos iguales —observó Adolfsson—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Estáis hablando con un experto —dijo Gurra satisfecho—. Soy tan bueno en cuestión de negros como los putos esquimales en cuestión de nieve y los lapones en cosa de renos.
»Mira este, por ejemplo —continuó blandiendo una foto—. Típico negro azulado. De África, si quieres saber mi opinión. Pero no de cualquier puto rincón de África, porque esto no es Eritrea, ni Sudán, ni Namibia ni Zimbabue, y desde luego, no son bosquimanos ni masái. Ni siquiera son kikuyos, ni uhuru, ni watusi, ni wambesi, ni zulúes, ni…
—Para, para —lo detuvo Adolfsson con las manos en alto—. ¿De qué parte de África estamos hablando? Olvídate de los otros negros.
—Pues si quieres saber mi opinión, esto es África Occidental, tío, Costa de Marfil o por ahí, tío, te oriento, la vieja colonia francesa, los negros de los franchutes —dijo Gurra asintiendo como si supiera de lo que hablaba.
—Gracias por la información —dijo Von Essen—. Pues ya solo nos queda una pregunta. Si miras también las fotos de estas chicas…
—Venga ya, Conde —dijo Gurra—. A ver si te enteras, que hablé con la chica cuando estuve en la comisaría. Que era ella. Estoy seguro al cien por cien.
—Entonces, ¿cuál de ellas es? —preguntó Adolfsson señalando las fotos de Linda y las otras ocho jóvenes.
—Habla —dijo Rogersson—. Dinos cuál es tu coartada.
—Me fui del hotel con una persona. Me fui con una persona que me acompañó a mi casa —dijo Löfgren—. Y estuve con esa persona hasta las diez de la mañana, más o menos.
—En el interrogatorio dices que te fuiste a casa solo —observó Rogersson—. Entonces, eso también es falso, ¿no? A ver, dame un nombre. ¿Cómo se llama la persona que estuvo contigo en casa?
—Tal y como ya he explicado, no doy nombres —dijo Löfgren.
—Pues vaya birria de coartada —suspiró Rogersson—. Al menos, por lo que yo sé de coartadas. Según lo poco que tuve ocasión de aprender sobre el tema, los profesores insistían siempre en que era imprescindible saber quién era la persona que respondía de la coartada.
—Bueno, pues yo no pienso dar nombres —insistió Löfgren—. ¿Es tan difícil de entender?
—¿Qué me decís ahora, chicos? —dijo Gurra sosteniendo la foto que había elegido.
—Y estás completamente seguro de que es ella —dijo Von Essen intercambiando una mirada con Adolfsson.
—¿Cómo que completamente seguro? Al ciento diez por cien, ya digo. Si he hablado con ella las veces que he visitado vuestra comisaría. Por cierto, que es una verdadera arpía, si queréis saber mi opinión.
—Aquí hay algo muy raro —dijo Rogersson mirando a Löfgren con suspicacia.
—¿Qué es lo que tiene de raro? —preguntó Löfgren—. Yo no veo nada raro.
—Tus compañeros dicen que has estado alardeando de todas las veces que follaste con Linda. Son tus propias palabras. Follaste con Linda y con otras, eso, y expresiones aún peores que he pensado ahorraros a ti y a tu representante legal.
—Pues allá ellos —dijo Löfgren—. Yo no he dicho nada.
—En lo que se refiere a tu regreso a casa desde el Stadshotell, en cambio, se supone que les dijiste que te ibas solo. Incluso hay una persona que te vio irte solo. Dijiste que te ibas a casa a dormir.
—Pues sí, ¿y qué? ¿Por qué iba yo a tener que responder de lo que digan otros? Por lo demás, ahí parece que hay alguien que quiere hablar con vosotros —dijo Löfgren señalando la puerta, que acababan de abrir tras unos toquecitos discretos.
—¿Tienes unos minutos, Lewin? —preguntó Von Essen, que asomó por la puerta.
—Ese truco es más viejo que el mundo —le dijo Löfgren al abogado—. Uno de los profesores de la escuela nos contó…
—Dos minutos —lo interrumpió Lewin, que se levantó, salió de la habitación y cerró la puerta cuidadosamente.
—Yo creo que tenemos un problemilla —le dijo Von Essen a Lewin.
—Yo llevo creyendo lo mismo desde esta mañana —respondió Lewin.
—¿Qué te decía yo? —exclamó Löfgren triunfal, dándole una palmada en el brazo al abogado—. Cinco minutos, nada de dos. ¿Qué te decía yo?
—Perdonen la interrupción, señores —dijo Lewin mirando a Rogersson—. Vamos a ver si lo he entendido —prosiguió, dirigiéndose a Löfgren—, te niegas a decirnos el nombre de la persona que se supone que podría confirmar tu coartada, ¿no es eso?
—Estupendo, por fin lo has comprendido —dijo Löfgren—. Exacto. Ese no es mi trabajo, sino el vuestro.
—Bueno, es un alivio comprobar que hay algo en lo que estamos de acuerdo —dijo Lewin—. En ese caso, debo comunicarte, a las catorce cero cinco del viernes dieciocho de julio, que la fiscal ha decidido ordenar tu arresto. Desde este momento se interrumpe el interrogatorio, que se reanudará más adelante. Asimismo, la fiscal ha determinado que tomemos tus huellas dactilares y una muestra de ADN.
—Un momento —se apresuró a decir el abogado—. ¿No será mejor que me dejéis hablar tranquilamente con mi cliente? Seguro que encontramos una solución más práctica a este problema.
—Sugiero que el señor abogado aborde esa cuestión directamente con la fiscal —dijo Lewin.
—Joder, Lewin, qué prisa te ha entrado, ¿no? —dijo Rogersson con acritud, cinco minutos más tarde y una vez que se hubieron quedado solos en la sala.
—Tú habrías hecho lo mismo —respondió Lewin.
—¿Y por qué? —preguntó Rogersson—. Si me hubieras dado una hora más, le habría sacado el nombre de su coartada, si es que la tiene, y lo habría convencido para que se metiera el bastoncillo en la boca.
—Sí, eso era lo que me preocupaba —dijo Lewin—. Otro montón más de papeles que gestionar.
—La verdad, no te entiendo —dijo Rogersson.
—Pensaba explicártelo ahora mismo —repuso Lewin.
—Te escucho expectante —aseguró Rogersson con una sonrisa reservada, y se acomodó en la silla.
—Anda la hostia —dijo Rogersson con una sonrisa cinco minutos después—. ¿Y cuándo tenías pensado contárselo a Bäckström?
—Ahora —respondió Lewin—. En cuanto lo vea.
—Vale, pues iré contigo —decidió Rogersson—. Así seremos dos para sujetar a ese gordo enano cuando se le vaya la cabeza y empiece a pagarlo con el mobiliario.
Va a ser un día fantástico, pensó Bäckström. Hacía tan solo diez minutos había visto a Adolfsson y a Von Essen, que iban pasillo arriba custodiando a Löfgren, que parecía más que abatido, y en dirección inequívoca al calabozo. Por si eso no fuera más que suficiente, Thorén se había presentado en su despacho para informarlo de los resultados de sus averiguaciones acerca de Bengt Karlsson, el miembro de la junta de la asociación Hombres de Växjö contra la Violencia Machista.
—El tal Karlsson parece haber sido una verdadera perla. No era un buen hombre, precisamente —declaró Thorén.
—A ver, ¿a qué te refieres? —preguntó Bäckström. Aunque no sé para qué lo quiero, si ya tenemos al negro en el calabozo, pensó.
—En total tiene once entradas en el registro de delitos —sintetizó Thorén—. Y parece especialista en maltratar a las mujeres con las que mantenía una relación.
—El hombre adecuado en el lugar adecuado —constató Bäckström satisfecho. Definitivamente, el hombre adecuado para espabilar a latigazos a la buena de Lo, y también al pánfilo de Olsson, pensó.
—El único problema es que la última entrada es de hace nueve años —explicó Thorén.
—Bueno, habrá aprendido la lección —dijo Bäckström—. Y habrá empezado a poner una toalla de por medio cuando las apalea.
»Desentierra toda la mierda que puedas —añadió para terminar, porque Lewin y Rogersson estaban en la puerta como dos gallinas a punto de poner—. Adelante, muchachos, adelante. El joven Thorén ya se iba.
—Venga, contadme —los animó ansioso en cuanto Thorén hubo cerrado la puerta tras de sí—. ¿Habéis conseguido que el negro se pille los dedos largando? He visto a Adolfsson y al impedido ese, el noble amariconado que lo acompaña a todas partes, y lo llevaban al calabozo.
—Siento decepcionarte, Bäckström —dijo Lewin—. Pero tanto Rogersson como yo estamos bastante seguros de que Löfgren no es el tipo al que buscamos.
—Esa sí que es buena —exclamó Bäckström con una risita de entusiasmo—. Y entonces, ¿qué coño hace en el calabozo?
—Ahora te lo cuento —dijo Lewin—, pero vete reconciliando con la idea de que es inocente.
—¿Y eso por qué? —dijo Bäckström retrepándose en la silla.
—Tiene una coartada —intervino Rogersson.
—Una coartada —repitió Bäckström con desprecio—. ¿Y quién cojones se la ha dado? ¿Martin Luther King?
—No quería decirlo —respondió Lewin—. Así que aprovechamos para meterlo en el calabozo antes de que se arrepintiera.
—Pero aquí Lewin lo averiguó de todos modos —sonrió Rogersson.
—¿De quién estamos hablando? —preguntó Bäckström. Se inclinó hacia ellos y les clavó una mirada suspicaz.
—Creemos que la cosa fue así —comenzó Lewin—. El joven Löfgren abandonó el Stadshotell hacia las cuatro menos cuarto de la mañana. Monta un número para hacer creer a todo el mundo que se va a su casa a dormir. Varias calles más allá, se para a esperar a la mujer con la que, en el mayor de los secretos, acaba de concertar una cita en el pub. La mujer en cuestión aparece poco después de las cuatro, y se van juntos a casa de Löfgren, donde, con toda probabilidad, se dedican a lo que, teniendo en cuenta las circunstancias ya conocidas, suele dedicarse la gente en ese tipo de situaciones —concluyó Lewin con un suspiro.
—¿Y quién es ella? —preguntó Bäckström, pese a que ya intuía la respuesta.
—La colega Anna Sandberg, según un testigo con el que hemos hablado —dijo Lewin.
—La mato, voy a matar a esa cochina —rugió Bäckström levantándose de golpe—. Voy a cogerla ahora mismo…
—De ninguna manera —atajó Rogersson meneando la cabeza—. Te vas a sentar y a tomártelo con calma y tranquilidad, antes de que te dé un derrame cerebral o algo peor.
¿Qué iba a ser peor?, se preguntó Bäckström dejándose caer en la silla. Esa tía tiene que morir, pensó.
El aspirante a policía Löfgren dejó el calabozo de la comisaría de Växjö antes de que la puerta de la celda se hubiese cerrado a sus espaldas. Poco más de una hora después, estaba en el coche con el abogado, camino de la casa de sus padres en Öland. Por supuesto, le juró y le perjuró al abogado que no se movería de allí en los próximos días y, además, que respondería al teléfono si la policía de Växjö necesitaba hablar con él por algún motivo. La fiscal también le había dicho unas palabras, de pasada. Sin profundizar en los detalles, le aconsejó que meditara serenamente sobre la elección de oficio para el futuro. Löfgren había dejado tras de sí tanto las huellas dactilares como el bastoncillo con el ADN y, además, como una bonificación extra, un par de pelos, todo lo cual era, con toda probabilidad, completamente inútil para el caso de asesinato que se investigaba.
Mientras que el colega de Växjö responsable de la recogida de muestras se hacía cargo de los aspectos prácticos de las huellas y el ADN de Löfgren, Lewin se dedicó a hacer limpieza. En primer lugar, pidió el voto de silencio a los principales implicados en las operaciones secretas de Bäckström, y después se sentó a mantener una seria conversación con la inspectora de policía Sandberg.
Bäckström terminó por serenarse. El primer arranque de ira se había ido apagando, pese a que aún se arrastraba entre los vestigios de aquella línea de investigación tan prometedora que los paletos de sus colegas habían hecho añicos. Por una vez, sentía un profundo desaliento, y estaba molesto por lo mal que lo habían tratado. Asimismo, se veía rodeado de idiotas y ya era hora de mejorar la situación, pensaba cinco minutos después, cuando salía de la comisaría para enfrentarse al calor infernal y dirigirse al blando colchón de la habitación climatizada del hotel, no sin antes haber pasado por el Systembolaget más próximo.
Bäckström empezó por liquidarse las dos cervezas frías que tenía en el minibar, más que nada con idea de ir preparando el terreno para las que había comprado en el Systembolaget, aunque sin conseguir que la benéfica calma esperada tuviera a bien extenderse a la cabeza ni al cuerpo. En el peor de los casos, tendría la mala suerte de que la cochina de Sandberg no solo le hubiera arruinado la investigación, sino también su vida espiritual, pensó Bäckström. A falta de otra distracción, puso la tele y se tumbó a ver sin ganas un programa cultural en el que, según la programación, hablarían del asesinato de Linda Wallin, pero que en realidad no eran más que los maricas de siempre haciéndose la pelota unos a otros.
Micke, el de Robinson, conocido tanto por el Robinson normal como por el Robinson de los Famosos, a la sazón alumno de segundo curso del Instituto Dramático de Malmö, había solicitado una ayuda para la elaboración de un drama documental sobre el asesinato de Linda. La administración municipal de cultura de Växjö le había dado un no rotundo por respuesta, pero Micke había encontrado un patrocinador privado que le había prometido su apoyo. El guión estaba prácticamente listo y la joven Carina Lundberg, más conocida entre el pueblo sueco como Nina la de Gran Hermano, representaría el papel de Linda. Había colaborado tanto en Gran Hermano como en Jóvenes Empresarios, en el nuevo canal de economía; había cursado unos años en una escuela de teatro, y recientemente había tenido ocasión de hacer una incursión en la oferta cultural de la televisión estatal. Ella y Micke se conocían además desde hacía tiempo, y la joven abrigaba una confianza incondicional por su futuro director, pese a que el papel de víctima estaba lejos de ser fácil. Lo que más la angustiaba eran las escenas lésbicas y, sobre todo, aquella en la que ella y su compañera de rodaje debían aparecer con el uniforme policial.
¿De qué coño está hablando?, pensó Bäckström. Subió el volumen y se sentó en la cama.
—Pues sí, muchas de las policías jóvenes son lesbianas —explicó Nina—. La verdad, casi todas. Yo tengo una amiga que es policía, ella me lo ha contado.
—Lo he montado como el clásico triángulo —explicaba Micke—. Tenemos a Linda, la mujer a la que ella quiere, que también es policía y que se llama Paula, y luego al hombre, el autor de los hechos, el asesino, con todo ese odio, todos esos celos, el sentimiento de abandono. La angustia ante la castración. Es Strindberg, es Norén, es… el clásico drama masculino, sencillamente.
—En efecto, ese es el problema del asesino —afirmó el presentador del programa con entusiasmo—. Y de eso se trata, exactamente. Otro caso de hombre castrado.
Hacer jabón de esos idiotas sería quedarse corto, sería demasiado suave, pensó Bäckström apagando la tele, justo cuando sonaba el teléfono de la habitación, a pesar de que había sido muy claro al respecto en recepción diciéndoles que no quería que le pasaran una sola llamada.
—Sí —gruñó Bäckström.
Hay que joderse, pensó después de colgar el teléfono.
Bengt Karlsson, miembro de la junta de la asociación Hombres de Växjö contra la Violencia Machista, había despertado el interés del inspector Peter Thorén hasta el punto de que, a pesar del voto de silencio prestado para con Bäckström, se sintió impulsado a iniciar a Knutsson en el asunto. Aunque me figuro que ha perdido vigencia, teniendo en cuenta lo que Bäckis le ha organizado al pobre aspirante a policía, pensó Thorén.
Bengt Karlsson tenía cuarenta y dos años. De los veinte a los treinta y tres, había acumulado un total de once condenas por violencia contra siete mujeres de su entorno, de edades comprendidas entre los trece y los cuarenta y siete años cuando se cometieron los delitos. Las condenas, que abarcaban agresión violenta, malos tratos, amenazas, coerción, coerción sexual, abuso sexual y acoso sexual, le habían valido a Karlsson otras siete condenas de prisión por un total de cuatro años y seis meses, de los cuales había cumplido aproximadamente la mitad.
—Un tipo interesante —convino Knutsson después de haber leído someramente el informe que Thorén había elaborado utilizando todas las bases de datos de la policía, todos los ordenadores y toda la habilidad electrónica que la actividad de investigador le había obligado a adquirir.
—Pero ¿qué lo hace desistir? —preguntó Thorén—. La última condena es de hace nueve años. A partir de ahí no hay absolutamente nada sobre él.
—Un cambio en el modus operandi —propuso Knutsson—. ¿Te acuerdas de aquel ladrón que teníamos que se pasó a poner bombas en los cajeros? Le dio tiempo de chamuscar casi una docena hasta que caímos en que era él. El tío iba por las escuelas dando conferencias sobre cómo había conseguido acabar con su anterior vida delictiva.
—¿Crees que puede haber pasado de mujeres a las que conoce muy bien, las mujeres con las que ha vivido, a mujeres que no conoce? —preguntó Thorén como pensando en voz alta.
—Es muy posible —respondió Knutsson—. Más que verosímil, incluso. Aunque estaba pensando también en otra cosa. ¿Te acuerdas de la conferencia que dio el colega del FBI en la escuela de policía la primavera pasada?
—Sí, la recuerdo —dijo Thorén—. Cómo no, si trataba de nuestros amiguitos de los delitos sexuales. Si no lo entendí mal, era la especialidad del tío del FBI. Por la impresión que me dio, no tenía otra cosa en la cabeza, los chiflados que cometen delitos sexuales.
—Entonces quizá recuerdes lo que explicó de ese tipo de asesino en serie que juega al gato y al ratón con los investigadores. Que se lleva un subidón tremendo por el simple hecho de estar cerca de aquellos que lo persiguen.
—Sí, lo recuerdo muy bien —dijo Thorén. ¿Será así de sencillo?, pensó en el mismo momento en que notaba el mismo tipo de vibraciones que el joven Erik Roland Löfgren causaba en su colega de más edad, el comisario Bäckström.
—ADN —dijo Knutsson—. A ese hombre hay que recogerle una muestra como sea. Aunque a ver cómo lo hacemos sin que al resto de la junta, incluido el colega Olsson, les dé un ataque.
—Eso ya está resuelto —dijo Thorén con cierto orgullo—. Resulta que había un viejo análisis de ADN de Karlsson en la comisaría de Malmö. Lo pillaron en una ronda rutinaria que hicieron por lo del caso Jeanette hará unos cinco o seis años. Aunque todavía está sin resolver, así que estaría limpio.
—Pero entonces, ¿por qué no se deshicieron de su ADN? —preguntó Knutsson.
—Bueno, no creo que sea de esas cosas que se tiran sin más —dijo Thorén indignado—. El laboratorio sí se había deshecho de él, porque los obliga la ley, pero los colegas de Malmö habían dejado una copia de los resultados del análisis en el acta de la investigación. Ya me lo han enviado, y lo he remitido por fax al laboratorio.
Bäckström estaba tumbado en la cama, se había limitado a recostar un poco la espalda en un par de cojines extra y se parecía muchísimo a un enfermo de corazón con obesidad. Pues sí, que se tome una esa cochina, pensó mientras señalaba con la mano gorda y fláccida en dirección al minibar.
—Si quieres una cerveza fría, Anna, las tienes en el minibar —dijo. Chúpate esa, so cochina, criminal, pensó.
—No tendrás nada más fuerte, ¿verdad? —le pidió Anna Sandberg—. Había pensado dar la jornada por concluida y quedarme a dormir en el centro. Necesito algo contundente.
—Whisky, vodka… hay de todo en el estante de ahí —dijo Bäckström señalando las botellas. ¿Qué coño está pasando?, se preguntó.
—Gracias —dijo Anna Sandberg, y se sirvió una dosis generosa de Rogersson—. Y tú, ¿no te tomas uno? —preguntó alzando la botella de whisky, invitando a Bäckström con un gesto.
Pero ¿qué coño es lo que está pasando?, se repitió Bäckström. Primero sabotea mi investigación particular, luego irrumpe en mi habitación y, un minuto después, me invita a mi propio whisky, pensó.
—Bueno, pero uno pequeño —dijo Bäckström.
La inspectora Anna Sandberg quería pedirle perdón a Bäckström. Había hecho el ridículo como una mierda —esas fueron sus palabras—, y Bäckström era la primera parada en su particular paseo de Canossa. Si pudiera decirse que existía algún argumento que aducir en su defensa, sería en todo caso que Löfgren le había prometido por teléfono que se portaría como un caballero de verdad, lo arreglaría todo y dejaría enseguida una muestra de ADN. De forma totalmente voluntaria, lo que, en rigor, era del todo innecesario, pero pensando en que era la salida más sencilla para ambos.
La razón de que no hubiese llamado a Bäckström para poner las cartas sobre la mesa cuando Löfgren rompió su promesa y se negó a dejar la muestra no fue sino una expresión más de debilidad humana. Por un lado, confiaba hasta el último momento en que Löfgren entrase en razón o, al menos, se aviniera a ayudarle a salir de una situación muy delicada; por otro, no tenía ni idea de a qué se habían estado dedicando Bäckström y sus colegas. Aunque, tras la conversación con Lewin, comprendió perfectamente que lo hubieran hecho.
—Así que hay un montón de personas con las que tengo que hablar. Contigo, Bäckström, con Olsson y con mi marido. Sobre todo con mi marido —dijo Sandberg. Meneó la cabeza y tomó un buen trago de whisky.
¿Qué coño está diciendo?, pensó Bäckström. Las tías no están bien de la cabeza.
—Pero ¿tú eres tonta? —preguntó Bäckström—. No estarás pensando en contárselo a Olsson, ¿verdad?
Al parecer, eso era lo que pensaba hacer. Más valía coger el toro por los cuernos, tragarse la vergüenza y, en el peor de los casos, tendría que dejar el Cuerpo y dedicarse a otra cosa.
—En eso no me voy a meter —dijo Bäckström—. Lo que no comprendo es por qué se lo tienes que contar a Olsson.
—Antes de que lo averigüe él solo —repuso Sandberg tranquilamente—. No pienso darle esa satisfacción. Ni a él ni a nadie.
—Corrígeme si me equivoco —dijo Bäckström—, pero me refiero al comisario Olsson. Al investigador de asesinatos rituales, natural de lo más recóndito de los bosques de Småland que se entrega a complejas cavilaciones cada vez que se levanta del váter y se encuentra con el papel en la mano.
—O sea, que a ti no te parece que deba contárselo a Olsson —dijo Sandberg que, de repente, parecía encantada.
—Pues no —respondió Bäckström—. Ni a ninguno de los demás que ya sepan algo, porque Lewin y Rogersson ya han hablado con ellos y, si lo intentas, lo único que harán será menear las cabecitas. Olvídalo —dijo. Las tías no están bien de la cabeza, pensó.
—¿Y a mi marido? —dijo Sandberg—. Es colega, pero eso ya lo sabes, claro.
—¿Le pone oír esas cosas? —preguntó Bäckström con cierta aversión. Teniendo en cuenta que el marido trabajaba en la policía local, cabía temer lo peor, pensó.
—No lo creo, no —respondió Sandberg.
—Pues entonces —dijo Bäckström encogiéndose de hombros—. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Anna Sandberg asintió pensativa.
—¿Puedo tomarme otro? —preguntó entonces señalando el vaso vacío.
—Claro —dijo Bäckström generoso, alargando el brazo con el suyo—. Ponme otro a mí. Poquito.
Lástima que Lo no estuviera allí, habría aprendido alguna que otra cosa de un curandero a la antigua, de los de verdad, pensó Bäckström. La colega Sandberg, por ejemplo, ya tenía pinta de ser otra y mejor persona. Incluso se le habían alegrado las domingas, que ya parecían haber recuperado la buena forma de antes. Solo con dos lingotazos y unos sabios consejos, pensó.
—Pasa de todo eso, Sandberg —dijo Bäckström levantando el vaso—. Uno no se convierte en policía. Uno es policía. Y un buen policía no se la juega nunca a un colega.
Aunque sea una tía que no debería haber tenido la oportunidad de meterse a policía, pensó.
Aquella noche, tras la ya obligatoria cena en el hotel, Bäckström y Rogersson volvieron a la habitación del primero para hablar tranquilamente sobre su asuntillo y decidir el mejor modo de seguir adelante con la desaparición del joven Löfgren de los entresijos de la investigación. Mientras hablaban, fueron cayendo cervezas y materiales pesados, hasta que se les terminaron las existencias, y Bäckström estaba tan perjudicado que no fue capaz de acompañar a Rogersson al bar para rematar la noche. Se pasó el sábado durmiendo y, naturalmente, el personal del hotel, vagos recalcitrantes y nada de fiar, aprovechó su indisposición para librarse de arreglarle la habitación y de cambiarle las toallas sucias.