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En cuanto Rogersson informó de la masacre del Grand Hotel de Lund, el comisario «Åström» se fue a hablar en confianza y entre susurros con tres periodistas diferentes. Aun así, no apareció en los periódicos una sola línea sobre aquel terrible suceso. Esos cerdos carroñeros ni siquiera son capaces de retirar la carroña, pensó abatido el comisario Bäckström.

Por el contrario, tanto los diarios vespertinos de la mañana como los diarios normales trataban de lo de siempre. El autor del asesinato colectivo de Dalby había quedado relegado al mundo de las noticias breves, tras un rápido repaso a las lacrimosas conversaciones con los allegados de las víctimas. El caso Linda había recuperado el protagonismo y la concurrencia en torno a las mesas del desayuno en el comedor del Statt de Växjö había aumentado considerablemente.

En la reunión matutina habían sobrepasado ya las cuatrocientas muestras de ADN e iban por buen camino para conseguir el nuevo récord sueco de voluntariado para investigaciones de la Científica. Tuvieron que decartar a otros cincuenta donantes, puesto que su ADN no coincidía. Uno de ellos era el vecino de Linda, Marian Gross, cuya pérdida nadie lamentaba, y menos todavía Bäckström, que ya tenía preparado a otro candidato a asesino mucho mejor. Además, al comisario Olsson se le había ocurrido una idea muy prometedora para el trabajo que tenían por delante.

Teniendo en cuenta el perfil psicológico del grupo de análisis de conducta, Olsson realizó unos cálculos demográficos y llegó a la conclusión de que no había que recoger muestras de ADN de más de quinientas personas de Växjö y provincia para cubrir a aquellos cuyo perfil coincidía. Y después de hablar con un estadístico del ayuntamiento, comprendió que la cosa se presentaba mejor incluso.

—Me ha explicado el concepto de algo que se denomina «esperanza matemática» —aclaró Olsson—. Es un intríngulis matemático de esos, pero si no lo he entendido mal, solo necesitamos recoger ADN de la mitad de esos quinientos, aproximadamente, siempre y cuando lo hagamos de forma totalmente aleatoria.

¿De qué coño estaría hablando?, pensó Bäckström después de la reunión. A su juicio, en aquellos momentos bastaba con recoger el ADN de una sola persona.

—Si quieres un consejo normal y honrado de un viejo agente, te sugiero que te limites a los llamados habitantes foráneos —dijo Bäckström.

—No te preocupes, Bäckström —respondió Olsson, que parecía estar de un humor extraordinario—. Yo también llevo en esto una temporada y sé cómo está el patio. Ich kenne auch meine Pappenheimer —añadió ufano en su mejor alemán escolar, adquirido en clases nocturnas a las que él y su mujer habían empezado a asistir tras un viaje para catar vinos que hicieron al valle del Rin el verano anterior—. No olvides que prometiste asistir a nuestra reunión —le recordó.

—Tranquilo —dijo Bäckström. Qué coño tendrán que ver con esto los papúes, pensó.

Después de la reunión matutina, el comisario Jan Lewin habló con la fiscal y con el jefe de la investigación, el comisario Olsson. Bäckström en cambio brilló por su ausencia, lo que a Lewin le pareció perfecto.

—De modo que algo raro pasa con este joven —dijo Lewin cuando hubo terminado con lo que tenía que contar.

—¿Bastará con que vayamos a buscarlo sin citación previa? —preguntó la fiscal.

—Sí —dijo Lewin—. Pero si sigue negándose, quisiera tomarle una muestra de ADN de todos modos. Por lo menos, para poder descartarlo.

—Si continúa mintiendo y comportándose de ese modo tan infantil, lo haré detener y, mientras está en el calabozo reflexionando sobre su situación, tendrá que dejar las huellas y una muestra de sangre —dijo la fiscal—. Esto es una investigación de asesinato y no me gusta un ápice su comportamiento.

—Pero ¿creéis que será necesario? —objetó Olsson retorciéndose incómodo—. Quiero decir, es uno de nuestros aspirantes y no se parece en nada al asesino cuyo perfil describe el grupo de análisis de conducta en su informe. Yo no sería…

—En ese caso —lo interrumpió la fiscal— es perfecto que sea yo quien tome la decisión. El grupo de análisis de conducta… —resopló—. Lo suyo son puras fantasías, por lo general. Hasta donde yo sé, no han resuelto jamás un solo caso. Al menos para mí.

Aquella tarde, Bäckström cumplió su promesa y participó en la asamblea constituyente de la junta de la asociación Hombres de Växjö contra la Violencia Machista, de reciente creación. Lo invitaron a café, pastel de zanahoria y galletitas, y la presidenta de la asociación, Lilian Olsson, comenzó obsequiándolo con una calurosa bienvenida.

—Bueno, a mí y a tu colega Bengt Olsson ya nos conoces —dijo Lo—. Por cierto que Bengt ha prometido prestarse como suplente en nuestra modesta junta. Pero a los demás no tienes el placer y he pensado que, como eres nuestro invitado, podrías empezar por presentarte al resto de los miembros: Moa, nuestro segundo Bengt —dijo sonriéndole al colega larguirucho, que le devolvió la sonrisa con la misma felicidad—, y nuestro tercer Bengt, Bengt Axel —prosiguió con un gesto amable señalando a una figura menuda, oscura y escuálida que había a un extremo de la mesa.

—Gracias, Lo, por permitirme la posibilidad de estar aquí —dijo Bäckström.

Cruzó las manos sobre la oronda barriga y sonrió con particular ternura hacia las tres personas que Lo acababa de nombrar. Tres pazguatos con pantalones y una con algo que parecía un sayo rosa. Y coño, qué práctico, todos los pazguatos parecen llamarse Bengt, se dijo.

—Pueeees… —prosiguió alargando un poco las vocales, ahora que sabía cómo arrastrar la muela también en compañía de personas como aquellas—. Bueno, me llamo Evert Bäckström… Aunque todos mis amigos me llaman Eve —mintió Bäckström, que no había tenido un solo amigo de verdad en su vida, y a quien todo el mundo llamaba Bäckström desde el parvulario—. ¿Qué más puedo decir? —preguntó—. Bueeeno… Soy comisario de la comisión de homicidios de la policía judicial central… Y como en tantas ocasiones en mi vida, son muy trágicas las circunstancias que me han traído aquí. —Bäckström asintió sombrío y suspiró. Ahí, un poco de merengue, para que los pazguatos se lo chupen a gusto, pensó.

—Gracias, Eve —respondió Lo con calidez en la voz—. Bueeeno… Podríamos seguir con nuestros hombres igualitarios. Adelante, Bengt —dijo Lo dirigiéndose al tipo menudo, delgado y de pelo negro, que se había atrincherado detrás de la taza de café y el plato de pastel de zanahoria, en el otro extremo de la mesa.

—Gracias, Lo —dijo Bengt carraspeando nervioso—. Bueeeno… Pues yo me llamo Bengt Månsson y me ocupo de las cuestiones culturales en el municipio, donde soy responsable de lo que llamamos «proyectos especiales», entre los que figurará como receptor de ayudas nuestra pequeña asociación.

Una monada de maricona, y tan parecido al cantamañanas ese de la igualdad que tenemos en el gobierno. Ese cuya madre se lo hacía con el caballo, cómo se llamaba, que no me acuerdo, pensó Bäckström, que evitaba sobrecargar la memoria con nombres que no designaran a delincuentes, bandidos y colegas normales y corrientes.

—Vaya, no será tarea fácil —dijo Bäckström—. Me refiero a que son tantos los proyectos… —añadió.

—Pues no —convino Bengt Månsson, que enseguida se puso más contento—. Es mucho trabajo, la verdad, y yo trato de controlar el gasto para que no se dispare…

—Bien, pues ahora le toca el turno a nuestro segundo Bengt —lo interrumpió Lo, que por razones insondables no parecía muy interesada en abundar en ese asunto, de modo que señaló al compañero del recién chafado Bengt, un tipo rubio de ojos azules, el doble de alto que el pequeño Bengt y que, de un modo inexplicable, lograba mantenerse colgado tanto de la mesa como de la silla en la que estaba sentado, al tiempo que, literalmente, irradiaba calidez y humanidad.

—Bueno, pues yo me llamo Bengt Karlsson y soy jefe del servicio de asistencia para hombres de la ciudad —dijo el gran Bengt—. Ofrecemos consejos y apoyo y también terapia conductual para hombres maltratadores aquí, en Växjö —prosiguió—. Maltratadores, no maltratados —aclaró—. Y, como comprenderéis, tampoco a mí me falta el trabajo.

Me lo imagino, con tanta arpía malvada como hay por ahí suelta, pensó Bäckström. Además, tú eres un malo arrepentido, se dijo, porque cuando se trataba de tales diagnósticos, era tan certero como un médico rural a la hora de distinguir entre un paciente con parotiditis y otro con anginas.

—Bueno, pues ya solo queda esta pequeñita de aquí —gorjeó la mujer del sayo rosa.

Tan pequeñita no eres, coño, eres tres veces más grande que la pequeña Lo, si eso te sirve de consuelo.

—Pues yo me llamo Moa, Moa Hjertén. ¿Y qué hará alguien como yo? Seguro que te lo estás preguntando, ¿verdad, Eve? —prosiguió.

Presidenta del Servicio de Asistencia a las Mujeres, de Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos, y de las putas asistencias de todos los corazones sangrantes que existen, pensó Bäckström, y asintió alentador para que continuara.

—Pues verás, soy presidenta del Servicio de Asistencia a las Mujeres de la ciudad, y bueno, también soy presidenta del Servicio de Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos… y qué más…

¿Qué decía yo?, pensó Bäckström.

—Sí —continuó Moa—. Y también dirijo un centro privado donde ofrecemos alojamiento protegido a mujeres violadas y maltratadas. Pero eso es todo, no me da el tiempo para más, la verdad.

Enhorabuena, pensó Bäckström. Si ese hogar es privado, no eres tan pazguata como parece.

Luego, la recién nacida asociación tuvo la oportunidad de disfrutar del saber y la experiencia del comisario Bäckström, uno de los principales expertos del país en delitos verdaderamente violentos. Como el colega Olsson ya le había contado, tenían dos preocupaciones principales: que los tomaran por una guardia ciudadana y el riesgo de que atrajeran a hombres con intenciones poco serias, oscuras e incluso delictivas.

Bäckström hizo lo que pudo por tranquilizarlos.

—De modo que para concretar lo que ya he dicho, no creo que eso deba inquietaros —concluyó Bäckström que, aunque él era un hombre espiritual, terminó por sonar demasiado pomposo—. Y en cuanto al otro tema, creo que tenéis tal conocimiento del ser humano que sois capaces de distinguir la paja del trigo —añadió.

En cuanto a ti, amiguito, me encargaré personalmente de que te investiguen, pensó y le sonrió a Bengt Karlsson con un extra de amabilidad.

Después de la reunión, la junta de la asociación esperaba a los representantes de la prensa, pero Bäckström renunció a participar aduciendo la política de la policía judicial en tales cuestiones.

—Por más que me gustaría, no puedo participar —dijo Bäckström sonriendo con la misma devoción que dos horas antes, cuando todo empezó.

Lo y sus compañeros comprendieron a la perfección aquel inconveniente y Bäckström volvió a la sala de la unidad de investigación para aportar su granito de arena.

—¿Podrías comprobar a este tío? —dijo Bäckström, y le dio a Thorén una nota con el nombre y la descripción de Bengt Karlsson.

—Claro —dijo Thorén sorprendido—. Perdona la pregunta, pero ¿por qué quieres investigarlo? No es ese…

—Very hush hush —se rió Bäckström, llevándose el índice a los labios.

Una vez obtenido el permiso de la fiscal, Lewin envió a Von Essen y a Adolfsson a Öland para interrogar al aspirante a policía Löfgren. Según las últimas llamadas que había efectuado desde el móvil, aún se encontraba en la casa de veraneo de los padres, cerca de Mörbylånga. Puesto que Adolfsson era uno de los que iban a buscarlo, Bäckström les prestó su coche de servicio. Además, les dio un par de consejos para el camino.

—Teclead la dirección en el ordenador y el coche os llevará solo —dijo Bäckström—. Y si tenéis que darle caña al cabrón ese, quedaos fuera del coche, que no me lo ponga todo perdido de sangre.

—Nuevo récord —constató Adolfsson una hora y media y ciento setenta kilómetros más tarde, cuando aparcaba el coche a la entrada de la casa de la familia Löfgren. Una enorme casa amarilla de madera, clásico modelo mayorista, con senderos de grava crujiente, árboles que daban sombra y unas vistas increíbles al estrecho de Kalmar. En el césped, delante de la vivienda, estaba, además, la persona a la que iban a buscar. Con zapatillas de deporte, pantalón corto, una camiseta sin mangas y completamente concentrado en estirar aquellas piernas suyas largas y musculosas.

—¿En qué puedo ayudar a los señores? —preguntó amablemente el aspirante a policía Löfgren.

—Queremos hablar contigo —contestó Adolfsson con la misma amabilidad.

—Pues tendrá que ser mañana, porque ahora salgo a hacer mi ronda —dijo Löfgren al tiempo que los saludaba y se alejaba raudo en dirección opuesta a Växjö.

Von Essen tuvo los reflejos suficientes para echar a correr tras él, y hay que decir en su honor que estuvo viendo al aspirante Löfgren durante varios centenares de metros, hasta que el entorno engulló al joven y su perseguidor se quedó doblado, jadeando por el esfuerzo.

—Estamos a veinticinco grados a la sombra y tú tienes que echar a correr detrás de un negro —dijo Adolfsson, que estaba cómodamente sentado en una silla de jardín cuando su compañero volvió a la casa.

—¿Has hablado con los padres? —preguntó Von Essen señalando la vivienda.

—Parece que no hay nadie dentro —contestó Adolfsson.

—Vamos a llamar a Lewin —decidió Von Essen.

—Se ha escapado —dijo Lewin por teléfono poco después.

—¿Cómo que se ha escapado? —repitió Olsson diez minutos más tarde.

—Escapado. ¿Se escapó sin más? —preguntó la fiscal desde el móvil quince minutos después.

—Eso es, que se escapó, sencillamente —explicó Lewin—. ¿Y qué hacemos ahora?

—¿Qué hacemos ahora? —repitió Olsson cuando Lewin lo llamó por segunda vez en media hora.

—La fiscal ha decidido que lo consultemos con la almohada, y si no lo localizamos mañana, lo mandará detener donde esté —dijo Lewin.

—¿Por qué coño no lo perseguisteis y le disteis una paliza? —rugió Bäckström, que, aun sin haberse levantado de la silla en toda la tarde, tenía la cara tan roja como la de Von Essen hacía un par de horas.

—Es que no era momento para eso, no sé si me entiende, jefe —dijo Adolfsson.

—Claro, no podemos poner en peligro futuros interrogatorios matando a la gente sin ton ni son —convino Von Essen con aquel tono conciliador inherente a su linaje noble.

Ándate con cuidado, maricón de mierda, pensó Bäckström mirando con inquina a su señorial colega. Por lo demás, él no habría dudado ni un segundo en solicitar perros y helicópteros para cortar el dichoso puente, pensó.