La misma mañana que el debate cultural encendía las columnas del Smålandsposten, el grupo de análisis de conducta envió por correo electrónico el resultado del análisis del asesinato de Linda Wallin, con el perfil del asesino. Además, el comisario Per Jönsson, el jefe del grupo, dio aviso de que aterrizaría en Växjö con uno de sus colaboradores poco después del almuerzo para poder efectuar sus investigaciones sobre el terreno junto con los integrantes de la unidad de investigación.
Bäckström había pasado la mañana leyendo las veinte páginas del informe y alternando suspiros y lamentos. Aunque en lo que al delito en sí se refería, parecían haber concluido todo lo que cualquier policía pensante podría concluir por sí mismo, pensó Bäckström.
Que el asesino no había entrado en el apartamento recurriendo a la violencia; que conocía a la víctima; que el contacto parecía haberse iniciado de un modo relativamente pacífico, sobre todo teniendo en cuenta lo que sucedió después. Que el asunto empezó cuando la víctima y el asesino mantuvieron relaciones sexuales en el sofá del salón, pero que no se trató de sexo involuntario ni obligado. Que después se trasladaron al dormitorio, donde se incrementaron tanto la violencia como las maniobras sexuales; que el asesino la estranguló durante la última violación anal o inmediatamente después; que se metió en la ducha, se masturbó y se duchó; que, finalmente, abandonó el lugar del crimen por la ventana del dormitorio.
Después figuraban las reservas habituales, de utilidad nula para cualquier investigador digno de tal nombre, si no era para alimentar sus pesadillas nocturnas. De modo que, al mismo tiempo, no se podía descartar que Linda hubiese olvidado echar la llave de la puerta, que el asesino hubiese entrado a hurtadillas o la hubiese engañado para que ella lo dejase entrar. Que desde el principio y amenazándola con un cúter —por ejemplo, con el cúter que habían encontrado en el lugar del crimen— la hubiese obligado a quitarse las joyas, el reloj y la ropa, y bajo graves amenazas, a prestarse a diversas actividades sexuales todo el camino desde el sofá hasta el dormitorio donde la estrangularon, y que el asesino, en el peor de los casos, podía ser alguien a quien la víctima no hubiese visto jamás.
Teniendo en cuenta el perfil que adjuntaban y la identidad de la víctima, esta última posibilidad se presentaba como la más verosímil. Según el perfil, el asesino era un hombre de veinticinco a treinta años. Vivía cerca del lugar del crimen, había vivido allí con anterioridad o tenía algún tipo de relación con la zona. Probablemente vivía solo, sus anteriores relaciones habían sido complicadas, en su entorno lo consideraban un tipo raro, le costaba mantener relaciones sociales o incluso contactos prolongados con individuos concretos, estaba desempleado o desempeñaba temporalmente algún trabajo sencillo.
Además, estaba psicológicamente perturbado. Tenía una personalidad con rasgos claramente caóticos e irracionales. Su relación con las mujeres era muy problemática. Como consecuencia de experiencias traumáticas vividas en la infancia, en el fondo odiaba a las mujeres, aunque ni él ni su entorno tenían por qué ser conscientes de ello. Y no se trataba, desde luego, de un sádico sexual habitual, con fantasías sexuales bien definidas.
Tenía un humor explosivo. A la menor contrariedad, era capaz de perder el control sobre sí mismo y era propenso a la violencia. Cualidades que, seguramente, habían salido a la luz con anterioridad en diversos contextos y que hacían suponer que ya constaría en los registros policiales, por diversos delitos violentos, pero también por delitos relacionados con los estupefacientes. Y por último, pero igual de importante, también era una persona físicamente bien capacitada. Lo bastante fuerte como para reducir y estrangular a una mujer de veinte años que, no en vano, era aspirante a policía, con mejor condición física que la mayoría con independencia del sexo, capaz de levantar veinte kilos más que su propio peso cuando hacía pesas en un banco. Al mismo tiempo, era un sujeto lo bastante ágil como para poder saltar por una ventana que se halla a cuatro metros del suelo.
Por otro lado, había dejado las deportivas en la zapatera de la entrada, en orden y pulcramente colocadas, y nadie parece haberlo visto cuando se marchó de allí. Y si por lo menos hubiera tenido un cincuenta y cinco de pie, pensó Bäckström con un hondo suspiro.
A pesar de todo, el comisario Per Jönsson parecía haber causado una profunda impresión en la cualificada mayoría del público cuando, más de una hora después, dio por concluida su exposición y concedió espacio a las preguntas.
—Supongo que todos los presentes tenéis preguntas que hacer —dijo Jönsson dedicando a los congregados una sonrisa amable—. Así que, adelante. Preguntad lo que queráis, lo que sea que os haya dado que pensar.
Qué bien, pensó Bäckström. En ese caso, podrías empezar por explicarnos por qué todos los policías de la judicial central, todos los que son policías de verdad, te llaman Pelle Jöns.
—Si nadie tiene ninguna duda, quizá podría empezar yo —dijo Olsson tras una rápida ojeada autoritaria alrededor de la mesa.
Guay, Olsson, pensó Bäckström. Pregúntale a este tío por qué los colegas de la judicial central llaman al archivo de perfiles psicológicos el Archivo X.
—Querría empezar dándote las gracias por que te hayas tomado el tiempo necesario para venir a contárnoslo —comenzó Olsson—. Pero sobre todo por una exposición tan interesante. Yo, y conmigo muchos de los que nos hallamos sentados a esta mesa, estamos convencidos de que los análisis de tus colegas tendrán una importancia decisiva para nuestro trabajo de investigación.
Aunque no para los que somos policías de verdad, claro, pensó Bäckström. Porque la cosa no tiene que ir tan jodidamente mal como para que nos confiemos a las simplezas y reflexiones de Pelle Jöns, se dijo.
—Hay un detalle que me llama poderosamente la atención en vuestro informe —continuó Olsson—. Esto es, vuestra descripción del asesino. No puedo evitarlo, pero veo ante mí a otro de esos jóvenes marginados con notables antecedentes delictivos.
—Sí, son muchos los indicios que apuntan a que se trata de uno de esos especímenes —convino Jönsson—. Aunque, al mismo tiempo, la información tampoco es unívoca ni mucho menos —se apresuró a añadir.
—Puesto que todo indica que Linda le abrió la puerta —dijo Enoksson.
—Sí, bueno, aunque hay que contar con que a la gente se le olvida echar la llave al llegar a casa —dijo Jönsson—. O también puede ser que la víctima fuera tan confiada que dejara entrar en su casa a alguien a quien, a la vista de los hechos, no debería haber invitado a entrar.
—Claro, pero a saber cómo podríamos determinar esa circunstancia —dijo Enoksson, como pensando en voz alta.
—Yo también tengo una pregunta —dijo Adolfsson de improviso, y pese a que estaba en el otro extremo de la sala, tan al fondo como era posible.
—Adelante —lo animó Jönsson con la sonrisa más democrática de que era capaz.
—Estaba pensando en lo que explicaron los del laboratorio. Que el ADN del asesino podría indicar que se trataba de un habitante foráneo —dijo Adolfsson.
—Un habitante foráneo —repitió Jönsson mirando con extrañeza a quien había formulado la pregunta.
—Sí, que no es un habitante natural de Småland —explicó Adolfsson—. Sino de otro sitio.
—Comprendo a qué te refieres —dijo Jönsson que, de repente, se mostró muy reservado—. A mi entender, debemos ser muy cautos con ese tipo de hipótesis. Estamos hablando de unas investigaciones que, aparte de hipótesis y lindez… bueno, que todavía se encuentran en sus comienzos, por así decirlo —aseguró Jönsson, que, en el último momento, cayó en la cuenta de lo que había estado a punto de decir.
—Ya, pero, por lo demás, el perfil coincide perfectamente bien con muchos habitantes foráneos de los que tenemos en la ciudad —insistió el joven Adolfsson—. Perfectamente bien, la verdad. Si no, preguntadme a mí, que trabajo en seguridad ciudadana.
—No creo que lleguemos a nada por este camino —dijo Jönsson—. Pero yo recomendaría mucha precaución con esas conclusiones. ¿Más preguntas?
Bastantes, según se vio. Tres horas en total.
Tres horas más a la mierda, pensó Bäckström cuando todo hubo terminado.
—Vuela con cuidado, Pelle —dijo Bäckström con la más jovial de sus sonrisas cuando Jönsson se despedía de ellos—. Y no olvides saludar a tus compañeros del archivo.
—Gracias, Bäckström. —Jönsson asintió brevemente, aunque no parecía haberle hecho ninguna gracia el comentario.
Aquella noche, después de la cena, Bäckström volvió a hablar con sus fieles en la habitación del hotel. A Rogersson ya lo había informado y, exactamente igual que Bäckström, también él había notado aquellas agradables vibraciones desde que oyó lo que su jefe tenía que contarle. Adolfsson y Von Essen también estaban invitados, puesto que habían realizado buena parte del trabajo, y siempre era ventajoso que la información viniera de las fuentes originales. En realidad, solo se trataba de iniciar en el asunto a Lewin y a la buena de Svanström, a pesar de que él ya sabía lo que Lewin opinaría al respecto.
¿No lo decía yo?, pensó Bäckström cuando Lewin llamó a la puerta diez minutos antes de la hora fijada, para poder intercambiar con él unas palabras a solas.
—¿Qué puedo hacer por ti, Lewin? —dijo Bäckström sonriendo amablemente.
—No estoy muy seguro de que puedas hacer nada, Bäckström —respondió Lewin—. Te lo he dicho antes y te lo vuelvo a decir ahora. Sencillamente, no es posible llevar investigaciones propias independientes de la investigación principal y ocultárselo a la mayoría de los colegas.
—Ya, porque tú prefieres leerlo todos los días en el periódico —dijo Bäckström.
—¿Qué bobadas estás diciendo? —preguntó Lewin—. Ya sabes que no. Me gusta tan poco como a ti o como a cualquier otro. Pero si quieres saber mi opinión y contando con las opciones que parece que tenemos, yo intentaría solucionarlo cuando ocurriera, en lugar de dedicarme a lo que tú.
—¿Sabes qué? —dijo Bäckström sonriendo afable—. Te sugiero que, antes de tomar una decisión, oigas lo que Adolfsson y su compañero y los colegas Knutsson y Thorén tienen que contarnos.
—Está bien, aunque no creo que eso cambie nada —respondió Lewin encogiéndose de hombros.
—Después, pensaba dejar que tú decidieras cómo seguir adelante con esto —dijo Bäckström.
—Ah, ¿sí? —replicó Lewin sorprendido.
—Desde luego que sí —contestó Bäckström. Chúpate esa, pensó.
En primer lugar, Adolfsson y Von Essen expusieron los resultados de sus investigaciones.
—Este es el último compañero de cama que se le conoce a Linda, el cual miente al respecto en el interrogatorio —constató Von Essen—. Según su testimonio y el de otras personas, se fue solo del hotel en algún momento entre las tres y media y las cuatro de la mañana. Caminando deprisa, podía estar en casa de Linda en cinco minutos, y no ha aportado ninguna coartada para el resto de la noche.
—Las deportivas, los calzoncillos —preguntó Lewin—. ¿Se han expresado sobre ellos sus amistades femeninas?
—Teniendo en cuenta que la dirección de la investigación no los ha puesto a nuestra disposición, no preguntamos —dijo Adolfsson—. Pero además, son unas prendas que llevan prácticamente todos los suecos en esta época del año.
Lewin se limitó a asentir.
Acto seguido, Knutsson y Thorén informaron de sus indagaciones y hasta Lewin pareció preocupado cuando hablaron de la primera conversación telefónica que la colega Sandberg había mantenido con el aspirante Löfgren.
—Teniendo en cuenta lo que dice el resumen del interrogatorio, no consigo comprender cómo le dio tiempo de hacer todas esas preguntas en tan solo cuatro minutos —comentó Knutsson.
—Una mujer tremendamente eficaz —intervino Thorén entusiasmado.
—Pero no podemos descartar que lo llamara al fijo —opinó Lewin.
—No —dijo Thorén.
—Todavía no —precisó Knutsson—. Los de Telia están con ello, porque el teléfono del domicilio está a nombre de su padre. Nuestro contacto habitual se echó atrás.
—¿Qué me dices? —preguntó Bäckström, mirando a Lewin con astucia—. ¿Cómo crees que debemos seguir adelante?
—Hombre, un poco misterioso sí es, eso es innegable. Aquí hay algo que no encaja —convino Lewin—. Pensaba proponeros lo siguiente: yo puedo hablar con la fiscal mañana temprano —prosiguió—. Parece una persona competente y honrada. Estoy convencido de que permitirá que vayamos en busca del muchacho para interrogarlo, sin necesidad de citación, y si sigue obstruyendo la investigación, tendrá que comunicarle que es sospechoso para que podamos tomarle el ADN, con independencia de lo que contemos o no con su consentimiento.
—Me parece una propuesta excelente —dijo Bäckström sonriendo—. Entonces, tú te encargas de la fiscal mientras yo me ocupo de que alguno de los muchachos vaya a mercar bebida abundante, para que podamos celebrarlo por todo lo alto cuando el cabrón ese esté por fin en el trullo.