La actividad de recogida voluntaria de muestras de ADN en Växjö y alrededores parecía desarrollarse con éxito total. Tenían ya casi cuatrocientas muestras. En el laboratorio habían incorporado personal extraordinario para el caso Linda y ya habían descartado a cerca de la mitad de los donantes.
—¿Y qué tal va la cosa con los colegas y los futuros colegas? —preguntó Olsson, inexplicablemente.
—Pues va bien —dijo Knutsson mirando sus papeles—. Tenemos ocho muestras. Todas voluntarias. Los cuatro primeros ya están descartados. Y hay dos que no han dejado la muestra.
—Bueno, yo me he comprometido a encargarme de uno de ellos, así que pronto la tendremos —intervino Olsson—. De eso no tenéis que preocuparos. Yo me encargo personalmente —insistió.
—Vale, y luego tenemos a un aspirante que tampoco ha dejado ninguna muestra —apuntó Knutsson—. Veamos —dijo fingiendo leer los documentos—. Estaba en el mismo curso que Linda y se supone que se hallaba en el pub la noche de autos. Erik Roland Löfgren se llama, según el registro de la escuela de policía.
—Pues yo lo he estado llamando por teléfono. Un montón de veces —dijo Sandberg.
—¿Y cómo te ha ido? —preguntó Bäckström. Venga, cuenta qué coño estás haciendo, pensó.
—Bueno, es verano y los estudiantes tienen vacaciones, así de sencillo, pero a finales de la semana pasada logré dar con él por fin —dijo Sandberg—. Estaba en casa de sus padres, en la cabaña de Öland, pero me aseguró que me llamaría en cuanto volviera a Växjö.
—Vaya, pues qué generoso por su parte —gruñó Bäckström—. ¿Y cuándo tendremos el placer de verlo? ¿Quizá este otoño, cuando empiecen las clases? Lo más sencillo será pedirle a los colegas de Kalmar que vayan a Öland y le tomen una muestra.
—Prometo que volveré a insistirle —dijo Sandberg—. Lo prometo. No podemos olvidar que se trata de que la gente se ofrezca voluntariamente. Quiero decir que no es sospechoso de nada.
—Procura conseguir esa muestra —dijo Bäckström—. Explícale al joven alumno lo que hay. De lo contrario, yo personalmente iré a buscarlo. Y entonces habrá derramamiento de sangre, no bastoncillos de algodón.
—Seguro que lo solucionamos —intervino Olsson—. Se solucionará, ya verás, no nos pongamos nerviosos por un detalle como ese.
—Yo no estoy para nada nervioso —aseguró Bäckström—. Dile a ese tío que si de verdad quiere ser policía, que deje ya de comportarse como un vulgar delincuente sospechoso de alguna mierda. Es un consejo que le doy con toda mi buena intención. Y si no hay nada más, yo tengo unas cuantas cosas que hacer —dijo poniéndose de pie.
A primera hora de la tarde, Olsson solicitó una charla con Bäckström.
—¿Podría intercambiar unas palabras contigo, Bäckström? —preguntó Olsson—. Necesitaría los buenos consejos de un colega con experiencia.
El Pichabrava, pensó Bäckström. Le has pedido que te deje una muestra, se ha ahorcado en el desván de su casa y ahora quieres llorar en el hombro del bueno de Bäckström.
El problema resultó ser uno muy diferente. En Växjö reinaba una intensa preocupación a raíz del asesinato de Linda, sobre todo entre las jóvenes, y, desde un punto de vista sociológico, aquello había reducido la calidad de vida de un grupo muy numeroso de personas.
—¿Pueden atreverse a salir a divertirse sin arriesgarse a que las agredan? —resumió Olsson.
—Interesante pregunta —dijo Bäckström. Esto es mejor de lo que yo esperaba, pensó.
—Hace ya muchos años que la policía no puede garantizar algo así —prosiguió Olsson—. Nuestros recursos no bastan para lo imprescindible.
A saber qué será lo imprescindible en este nido de paletos, pensó Bäckström. ¿Coches mal aparcados y perros extraviados?
—Sí, está muy mal la cosa —convino Bäckström con un suspiro.
—Algunos de nosotros hemos estado pensando en cómo encontrar soluciones alternativas y, la verdad, fue a Lo a quien se le encendió la bombilla —reconoció Olsson.
—Soy todo oídos —respondió Bäckström asintiendo con expresión grave, al tiempo que se inclinaba hacia delante. Vaya, nuestra gallina ponedora, me mata la curiosidad, pensó.
—La asociación Hombres de Växjö contra la Violencia Machista —dijo Olsson—. Hombres normales, hombres buenos, seres humanos, aunque masculinos, por así decirlo. La verdad es que fue un miembro de la asociación el que sugirió usar la expresión «hombre igualitario», un hombre que también sale por las noches y que con su sola presencia en la ciudad incrementa la sensación de seguridad. Por ejemplo, pueden ofrecerse a escoltar a mujeres solas que se dirijan a casa desde algún pub —aclaró Olsson.
Qué truco más cojonudo para ligar, pensó Bäckström. Hasta la pobre Lo encontraría a algún hombre igualitario corto de vista al que poder engañar y llevarse al dormitorio para ofrecerle un espectáculo lamentable, se dijo.
—¿Qué opinas, Bäckström? —repitió Olsson.
—Me parece una idea fantástica —dijo Bäckström. La estupidez no conoce límites, pensó.
—¿No crees que existe el riesgo de que se interprete como una especie de guardia ciudadana? —preguntó Olsson, que de repente se mostró un tanto inseguro—. O peor aún, que algún grupo poco serio lo utilice para satisfacer sus intereses.
—No creo que exista ese riesgo —afirmó Bäckström—. Siempre y cuando se tenga perfectamente controlados a los que se presten a participar. —Y procurar que no se cuele ninguno como Karl el Cachondo o el Pichabrava, pensó.
—Vaya, ¿de verdad? —dijo Olsson, aliviado y contento a un tiempo—. ¿Y no te importaría exponer tus reflexiones al respecto en la próxima reunión del grupo?
—Por supuesto que daré mi opinión. Faltaría más —dijo Bäckström—. Si consideráis que mi contribución puede ser de utilidad —añadió tímidamente. No voy a poder aguantarme, pensó.
Al parecer, la investigación que Adolfsson y Von Essen iniciaron acerca del aspirante a policía Löfgren había continuado el fin de semana con la misma intensidad. Una serie de circunstancias enojosas empezaba a acumularse en torno a Löfgren. Según lo que él mismo contó supuestamente a sus amigos, se había pasado la primavera acostándose con Linda, hasta el final del semestre, a mediados de junio.
Puesto que, además, era un hombre joven que apreciaba la libertad, optó por poner fin a aquella relación secreta. Según Löfgren, Linda se había vuelto demasiado dependiente y exigente para su gusto. Nada de dramas, eso sí, ni por asomo, como afirmaba él mismo. Simplemente, le explicó a Linda que, en lo sucesivo, debería ocupar su lugar en la larga lista de jóvenes interesadas. Se desconocía cuál fue la reacción de Linda. Al parecer, no dijo una palabra sobre el asunto a sus amigas, y tampoco parecía haberse buscado otro novio o amante, en caso de que él lo hubiera sido.
—O sea, que lo que dice en el interrogatorio de Sandberg no es verdad —concluyó Bäckström.
—No —respondió Adolfsson—. Y lo otro tampoco es vulgar fanfarroneo, ese muchacho ha ido pasando por entre las damas de la ciudad como una segadora. Hemos estado hablando con varias de ellas. Parece haber compartido cama con media Småland —declaró Adolfsson, y acompañó las últimas palabras con un hondo suspiro.
—Su último amante —dijo Von Essen—. ¿No suele ser ese un buen indicador de quién es el asesino en estos casos?
—¡Bien! —exclamó Bäckström—. Mejor que bien, se cae por su propio peso —aseguró.
Ese príncipe mariquita no anda tan en las nubes, pensó.
—Buen trabajo, muchachos —prosiguió Bäckström—. Con un poco de suerte, es así de sencillo. ¿Y qué dicen las tías? ¿Suele darles caña?
—Ese aroma tan familiar a piel, látex y cadenas —aseguró Von Essen, aunque él había nacido y se había criado en un pueblo de Småland—. No —dijo—. No es algo que uno vaya pregonando por ahí. No parece que salga a divertirse con el equipo recomendado, por así decirlo.
Löfgren era joven, con buen tipo, estaba en forma, tenía encanto y era muy guapo. Teniendo en cuenta que solo contaba veinticinco años, parecía tener, además, una amplia experiencia práctica y un talento considerable en el campo sexual. Según una informante, estaba tan bien dotado como dice el mito del hombre negro. Y el protagonismo dado en las pesadillas del hombre blanco.
—Ronaldo es una verdadera sex machine —dijo la joven sonriendo encantada—. Si quieres perder la cabeza follando, no encontrarás nada mejor. Es grande. Y gorda de verdad.
Lo mismo que para disparar, pensó Adolfsson mientras hablaba con ella. Hace falta práctica, talento y una buena pipa.
—Más o menos como tú, Patrik —añadió de pronto la informante—. Aunque tu problema es que una se encariña contigo. ¿Recuerdas aquella vez que ibas a enseñarme el puesto de caza donde estabas cuando capturaste tu primer alce?
—¿Y si nos ceñimos al tema? —dijo Adolfsson. Sobre todo, a cosas que pueda escribir en el informe, pensó.
¿Sexo raro? ¿Sexo desviado? ¿Sexo pervertido? ¿Dominación? ¿Sadismo?
—Conmigo no, desde luego —aseguró la informante encogiéndose de hombros—. Claro que me entró curiosidad cuando todas mis amigas hablaban de él sin parar, y yo no pensaba casarme con él de todos modos. Solo sexo. Y el tío era un crac en eso.
»Aunque, claro —añadió la joven—. Si yo le hubiera pedido algún jueguecito, estoy segura de que me habría dado el gusto. No se habría rajado. No creo que hubiera tenido que pedírselo siquiera. Lo habría pensado él solito. Es un máquina en eso, vamos.
Pero más no consiguieron averiguar.
—Apuesto el cuello a que es un puto enfermo sanguinario —dijo Bäckström con ansia. Lo cual se demostrará cuando le rebusquemos el armario, pensó, y sintió la intensidad de las viejas vibraciones.
Bäckström había empezado a reconciliarse con su nueva existencia en el Stadshotell de Växjö. La peor versión de la añoranza de Egon había remitido y los últimos días no le había dedicado un solo pensamiento. Acababan de limpiarle la habitación y de cambiarle las sábanas cuando volvió de la larga y dura jornada en la comisaría. Lo único en lo que tenía que pensar cuando se marchaba por las mañanas era en dejar las toallas en el suelo del baño para que los fundamentalistas medioambientales del hotel no aprovechasen para colgarlas de nuevo en el toallero, sino que se las pusieran limpias. Además, ya era hora de llevar otra vez toda la ropa sucia a la lavandería. En esta ocasión, según el reglamento al pie de la letra, puesto que la había sudado estando de servicio.
No tardó en asimilar las rutinas básicas. Primero, una cerveza fría tan pronto como salía a la calle. Luego, una siestecita, otra cerveza en la habitación y después, algo de comer. Antes de irse a la cama y de reunirse con Morfeo, una conversación edificante con el colega Rogersson, otras cuantas cervezas, algún que otro lingotazo discreto. Y, como la miel sobre las hojuelas de su vida cotidiana, las conversaciones, bastante frecuentes a aquellas alturas, con su periodista de cabecera en la radio local. Para que ella tuviera oportunidad de quejarse de que él nunca tenía tiempo de verla a pesar de que ella le juraba y perjuraba que no era necesario que hablaran de trabajo.
Como aquella noche, por ejemplo.
—Es que estamos un poco desbordados en estos momentos —dijo Bäckström.
—Se te pasa la vida haciendo promesas —suspiró Carin.
Tiene que haber oído hablar del supersalami, puesto que demuestra tanto interés, pensó Bäckström en el preciso instante en que oía unos familiares toquecitos en la puerta.
—Tengo que dejarte —dijo—. Hay un asunto del que debo ocuparme enseguida. Hablamos otro día.
Rogersson traía una caja de media docena de cervezas frías y, además, parecía estar de un humor excelente.
—Acabo de hablar con los colegas de Estocolmo —dijo Rogersson sonriendo con toda la cara enjuta y llena de cicatrices—. Me han contado una historia increíble sobre el Jeta, que creo que hará las delicias del comisario y colega Åström —aseguró.
—Cuenta —dijo Bäckström. Y ten cuidado, Rogersson el Borrachín, pensó.
La historia de Rogersson contenía todos los añadidos que suelen incluir las historias en cuanto se han transmitido un par de veces de un hocico al siguiente. Y aquella, precisamente, había pasado por varios hocicos desde el espejo del baño del Grand Hotel hasta los oídos atentos de Rogersson.
—Como la masacre de Stureplan, dicen que se cargó a balazos medio hotel —aseguró Rogersson cinco minutos más tarde para concluir, satisfecho y sonriente.
—Se le atascaría la barbilla en el guardamonte mientras la limpiaba —sugirió Bäckström—. Si hubiéramos sido tú o yo, estaríamos en el calabozo de los colegas de Malmö a estas alturas.
—Ya, ¿es justa esta vida? —dijo Rogersson meneando la cabeza, y vertió en su vaso las últimas gotas de la primera lata.
—Ya, ¿duerme boca abajo Dolly Parton? —convino Bäckström.
—Qué raro que no hayan escrito un solo renglón al respecto en los periódicos —dijo Rogersson.
—Bueno, eso podemos arreglarlo —dijo Bäckström sonriendo también—. Tendré una charla con nuestro colega Åström, y él tratará el asunto con el más amable de nuestros carroñeros.