Växjö, lunes 21 de julio-domingo 27 de julio
El comisario de la policía judicial Jan Lewin no leía ya otro diario que el Smålandsposten. Alguno tenía que leer para mantenerse informado de la visión que los medios tenían del mundo en general y de la investigación del asesinato de Linda Wallin en particular.
Naturalmente, el asesinato de Linda era lo que dominaba las noticias también en el diario local más importante de la mañana, pero lo que decía estaba prácticamente exento de especulaciones y se mostraba mucho más equilibrado y respetuoso que la mayoría de los demás medios de comunicación. A pesar de que, por su relación con Växjö y la provincia, y con las personas que allí vivían, por lógica la tragedia que les había sobrevenido a Linda y a su familia debería afectarle más que a los grandes diarios nacionales y a sus reporteros.
Además, tenían espacio para otros asuntos. Algo de consuelo en medio de tanta miseria humana y de aquella mañana de lunes, bajo la forma de un artículo sobre la que probablemente sería la fresa más grande del mundo, que compartía la primera página con las últimas novedades sobre el asesinato de Linda.
También había una foto de la fresa. Al lado de la clásica caja de cerillas, para poder comparar. Y de ello se infería que la fresa era tan grande como una coliflor mediana o como un puño humano de los grandes. En las páginas centrales venía una entrevista al responsable de aquella hazaña agrícola, Svante Forslund, de setenta y dos años, y otra más breve con su mujer, Vera, de setenta y uno.
Svante Forslund era profesor, enseñaba química y biología en el instituto de Växjö y llevaba diez años jubilado. Ahora vivía con su mujer todo el año en lo que antes era la casa de veraneo de la familia, a las afueras de Alvesta. La principal afición del matrimonio Forslund era la horticultura. Tenían una parcela de media hectárea, donde cultivaban prácticamente todo lo cultivable y apto para dar al ser humano placer y alimento. Había flores, hierbas aromáticas, plantas medicinales, frutas y cualquier tipo de verduras; patatas y todos los tubérculos imaginables, amén de otras plantas de utilidad. Naturalmente, también tenían colmenas que garantizaban la supervivencia del paraíso particular. Y por último, aunque podría haber sido lo primero, también había una serie de variantes de Fragaria ananassa, y precisamente las fresas eran la gran pasión en la vida de Svante Forslund.
La fresa en cuestión era un cruce americano tardío, Fragaria monstrum americanum, la fresa monstruo americana. Forslund se había fijado en aquel ejemplar una semana después del solsticio de verano y ya entonces era mucho más grande que las demás fresas de la hilera.
Forslund decidió enseguida poner en práctica un programa especial de crecimiento. Retiró las demás fresas de la misma planta para evitar que compitieran por los nutrientes, adoptó medidas específicas en lo relativo al riego y al abono, añadió protección adicional a la planta en cuestión contra todo tipo de ataques de insectos, larvas, aves, liebres y corzos. Catorce días después, cuando Forslund consideró que la fresa había alcanzado la talla óptima, la arrancó de la planta, la fotografió y acabó en el periódico.
Con independencia de todo lo relativo a la cuestión horticultora, Svante Forslund veía un potencial económico extraordinario en aquella fresa. El cultivo de fresa en Suecia abarcaba en la actualidad dos mil trescientas cincuenta hectáreas y, según Forslund, en tan solo un par de años de cultivo sistemático de sus fresas gigantes de Estados Unidos, podría incrementarse en un cuatro por ciento el volumen anual de fruta cultivada. En la misma superficie y con un coste de riego y abono imperceptiblemente superior al actual.
Su mujer, Vera, también tuvo la oportunidad de expresar su opinión en el artículo, pero ella se mostraba bastante menos entusiasta. Breve y sucintamente, Vera consideraba que la fresa gigante de su marido era acuosa e insípida y, sencillamente, no se le ocurriría usarla para comer en casa. Para Vera Forslund, una fresa de verdad debía saber como sabían cuando ella era niña. Su favorita era una variante local que daba un fruto pequeño y de color rojo oscuro, carnoso, muy dulce y con un sabor muy agradable a fresas silvestres. Había heredado las matas de sus padres y, pese a que su marido era un Carl von Linné algo tardío, también él había fracasado a la hora de clasificarlas. Como quiera que fuese, aquel fruto constituía el ingrediente principal de su celebérrima tarta de fresas, que solía hacer en verano para sus hijos, sus nietos y todos sus familiares y seres queridos.
Una tarta de fresa sueca normal y corriente, cuya receta ofrecía el Smålandsposten a sus lectores al final del artículo. Bases de bizcocho muy finas, un chorrito de licor de fresa casero, una buena cantidad de mermelada de la misma fresa, mucha nata montada, todo el exterior cubierto de láminas de fresa, y un ejemplar entero particularmente esplendoroso en medio de la tarta, para coronar la creación.
Parece sencillo y muy rico. Más o menos como las tartas que su madre solía hacer cuando él era niño, pensó Lewin. Y decidió recortar el artículo y añadirlo a sus notas del viaje a Växjö.