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Växjö, domingo 20 de julio

Ya tarde, la noche del domingo, Knutsson y Thorén llamaron a la puerta de la habitación de Bäckström. Los colegas de Estocolmo habían terminado el primer examen del móvil del aspirante a policía Erik Roland Löfgren.

—¿Han estado trabajando con eso el fin de semana? —preguntó Bäckström sorprendido.

—Querrán tener horas extra, como todo el mundo —respondió Knutsson.

—¿Sigue aquí o se ha largado? —preguntó Bäckström. Ojalá se haya largado el tío, pensó, y notó enseguida aquellas vibraciones tan familiares.

—A juzgar por las llamadas, se encuentra en Öland desde mediados de semana —dijo Thorén—. Antes parece que estuvo en Växjö.

—El último rastreo llega a la torre de Mörbylånga —explicó Knutsson—. Los padres tienen una cabaña por allí, así que estará tomando el sol tan ricamente.

—¿Habéis sacado en claro algo interesante? —preguntó Bäckström. Imbéciles, pensó. ¿Por qué iba a tomar el sol un tío como Löfgren?

—Eso creo —dijo Thorén con entusiasmo.

—Eso parece —convino Knutsson sonriente.

—Ya, ¿el qué? —preguntó Bäckström—. ¿O es que es secreto?

—La colega Sandberg parece haberlo estado persiguiendo en más de una ocasión —explicó Thorén—. La primera vez, el mismo día que asesinaron a Linda.

—Ya —respondió Bäckström con un suspiro—. Pero eso no tiene nada de extraño, puesto que fue entonces cuando lo interrogó por teléfono. —Imbéciles redomados, pensó.

—Sí, eso pensamos nosotros al principio —dijo Thorén.

—Hasta que empezamos a considerarlo en profundidad —explicó Knutsson.

—No me digas —replicó Bäckström con acritud. ¿Quién coño se creen que son?, pensó.

Según el informe del interrogatorio que la colega Sandberg redactó y firmó, ella estuvo interrogando al aspirante a policía Roland Löfgren el viernes 4 de julio, entre las diecinueve quince y las diecinueve treinta y cinco horas.

—Lo llama al móvil. Probablemente, desde su extensión de la comisaría de Växjö, puesto que la llamada se efectuó a través de la centralita —dijo Thorén.

—No soy tan idiota —dijo Bäckström—. ¿Cuál es el problema?

—Es una conversación breve —respondió Knutsson mirando a Bäckström con expresión astuta—. Termina a los cuatro minutos. A las diecinueve y diecinueve horas.

—Ya, ¿y qué? —respondió Bäckström—. Será que él le pidió que lo llamara al fijo. Mala cobertura, la batería, que igual se estaba agotando. ¿Yo qué sé? —¿Será posible que sean tan idiotas?, pensó—. ¿Habéis comprobado su teléfono fijo? —añadió.

—Estamos en ello —dijo Thorén—. Es un contrato normal con Telia en su habitación de estudiante. Está en una casa bastante grande de la calle Doktorsgatan, en el centro de Växjö, propiedad de un médico particular de la ciudad. Probablemente, un antiguo colega de su padre, pero el contrato no está a nombre del chico, sino del padre, así que es algo más complicado conseguir el permiso.

—Bueno, pues entonces tendrán que arreglarlo —dijo Bäckström—. ¿Cuál es el otro problema?

—Pues breve y sucintamente… —dijo Knutsson.

Breve y sucintamente, el problema era el que sigue. A las diecinueve y veinte, alguien volvió a llamar al móvil de Löfgren desde la centralita, pero él no lo cogió. Después se efectuaron otras cinco llamadas del mismo número y, en todos los casos, a juzgar por la duración, saltó el contestador. La última de ellas se registró justo después de la medianoche. Durante los quince días siguientes, el móvil de Löfgren registró otras diez llamadas, efectuadas a través de la centralita de la comisaría. Todas ellas sin respuesta, seguramente.

Como si esto no fuera suficiente, la colega Sandberg lo llamó también desde su teléfono del trabajo en otras cinco ocasiones y también esas llamadas quedaron sin respuesta, al parecer. Finalmente, lo llamó otra vez desde su móvil particular.

—Eso fue el jueves por la tarde, poco después del almuerzo —dijo Knutsson—. Entonces sí hablaron. La conversación duró nueve minutos.

—Huele a chamusquina —afirmó Bäckström. ¿A qué coño está jugando Sandberg? ¿No fue entonces cuando se me acercó en el comedor?, pensó.

—Sí, un poco raro sí que es —opinó Thorén.

—Un tanto misterioso, si a alguien se le ocurriera preguntarme qué pienso —dijo Knutsson.

—Bueno, vamos a consultarlo con la almohada —decidió Bäckström. ¿Qué coño está pasando?, pensó—. Una cosa más —dijo antes de que salieran por la puerta—. Ni una palabra de esto a nadie.

—Por supuesto que no —dijo Knutsson.

—Very hush hush —abundó Thorén guiñando el ojo derecho mientras se ponía el índice en la boca.

—¿Cómo? —preguntó Bäckström. ¿Serán masones también los tíos estos?, pensó.

—Very hush hush, chist, chist, vamos —tradujo Knutsson—. Como en la película de los colegas de Los Ángeles de los años cincuenta. L. A. Confidential.

—Es que ahí hay un personaje que dice eso mismo, very hush hush —explicó Thorén—. Una película potente. Basada en una novela de James Ellroy. Deberías ir a verla, Bäckström.

No cabe otra explicación. Tienen que ser maricones, se dijo Bäckström poco antes de dormirse. Desde que el resto de la humanidad empezó a tener vídeo y televisión, al cine solo van los maricones. Los maricones y las tías, claro. Ni siquiera los niños van ya al cine, pensó. Y justo en ese punto, debió de apoderarse de él el sueño, porque cuando abrió los ojos otra vez, era de día y el sol implacable de siempre empezaba ya a filtrarse por entre las cortinas que cubrían las ventanas de la habitación.

Hoy pienso hacer jabón con ese hijo de perra, se dijo mientras dejaba que el agua fría de la ducha le procurase el vigor necesario para afrontar un nuevo día en la vida de un investigador de homicidios.