29

Después de la reunión matutina del jueves, un Bäckström contento y satisfecho volvió al despacho para poder pensar en el caso tranquilamente.

Aquello se presentaba de lo más prometedor. La recogida de ADN en Växjö y alrededores continuaba desarrollándose mejor de lo que cabía esperar. Se acercaban a pasos agigantados a la cifra de trescientos voluntarios y ya habían podido descartar a algo más de la mitad. También la investigación de Erik «Ronaldo» Löfgren, el compañero de clase de Linda, iba viento en popa. Adolfsson había llamado a Bäckström y le había comunicado que él y el colega Von Essen habían recabado bastante información contundente, de la que le rendirían cuentas más tarde. Incluso Knoll y Tott habían conseguido hacer alguna que otra cosa.

—Lo del partido de fútbol creo que lo hemos aclarado —dijo Knutsson.

—No junto con alguien de la comisaría, espero —respondió Bäckström.

—Por supuesto que no —dijo Thorén, casi ofendido.

—Pues solo faltaba. Lo hicimos directamente con nuestra sección de información criminológica —explicó Knutsson—. Con un colega al que los dos conocemos y en quien confiamos.

Según el colega de la unidad de información de la policía judicial central, Ronaldo, esa leyenda viva de tan solo veintiocho años, había jugado con honores aquel sábado 17 de mayo en el que él y sus compañeros del Real Madrid se enfrentaron en un partido de liga al eterno rival, el FC Barcelona. Sin embargo, no marcó tres goles. Marcó uno e hizo el pase de otro y, después del partido, los televidentes de todo el mundo corearon su nombre como el del mejor jugador del mundo, igual que en tantas otras ocasiones.

—Sin embargo, eso no es lo más interesante —dijo Knutsson.

—Que los colegas de aquí fueran diciendo que había marcado tres goles con la gorra —aclaró Thorén.

—¿Y qué es entonces lo más interesante? —preguntó Bäckström.

—Según el analista del servicio de información criminológica que examinó el mensaje, la interpretación más verosímil de la expresión «¿Nombre mágico?» es que la persona que escribió el mensaje (para empezar) estaba haciendo una pregunta, pero que dicha pregunta (para continuar), debía sin duda entenderse como retórica.

—¿Y eso qué coño significa en un lenguaje normal? —preguntó Bäckström.

—Es una pregunta cuya respuesta se conoce o es obvia —explicó Knutsson.

—Por ejemplo, el viejo clásico, ya sabes, Bäckström —dijo Thorén—. El del Papa. ¿Es gracioso el gorro del Papa?

—Lo comprendo perfectamente —dijo Bäckström. ¿Son idiotas Knoll y Tott?, pensó.

La pregunta retórica tampoco aludía solamente al individuo que era Ronaldo con respecto a todo el mundo, o, al menos, con respecto a la parte del mundo interesada en el fútbol, sino al colectivo de personas con el mismo nombre.

—¿Y qué coño quiere decir eso? —ladró Bäckström con un gesto de impotencia. Esos académicos de mierda piensan aniquilar al Cuerpo de Policía, pensó.

—Hay un mínimo de dos personas que se llaman Ronaldo —explicó Knutsson—. El jugador Ronaldo, que es el rey del partido, y otro Ronaldo, que al parecer hizo una jugada de la misma calidad futbolística y que, por si fuera poco, también guardaba relación con el partido en cuestión.

—Ah, bueno, ahora lo entiendo perfectamente —dijo Bäckström—. ¿Cómo no lo habéis dicho enseguida? Linda estuvo viendo el partido en la tele al mismo tiempo que todos los putos admiradores del primer Ronaldo, mientras que su propio Ronaldo se la cepillaba en el sofá. ¿Serán cosas mías si me imagino que se la cepilló tres veces?

—Yo creo que se podría expresar así, sí —respondió Thorén con frialdad.

—Según el analista con el que estuvimos hablando, esa es la interpretación más verosímil, sí —explicó Knutsson—. Aunque él no lo expresó de ese modo.

—Pues que manden a ese tío a hacer un curso, a ver si aprende a hablar como la gente normal —dijo Bäckström—. Por cierto, ¿cómo va el asunto del rastreo de las llamadas de móvil?

—Avanza bien —respondió Thorén—. Va avanzando bien.

—Aunque estas cosas siempre llevan su tiempo —añadió Knutsson.

—¿Cuándo? —quiso saber Bäckström.

—Este fin de semana —respondió Thorén.

—En el mejor de los casos, mañana; en el peor, el domingo —aclaró Knutsson.

—Estamos en contacto —dijo Bäckström indicándoles la puerta.

Cuando Bäckström se sentó a almorzar en el comedor del personal, la colega Sandberg se le acercó y le preguntó si podía sentarse con él.

—Claro —respondió Bäckström, y asintió señalando una de las sillas libres. Pronto estará tan fofa como todas las demás tías, pensó.

—¿Podemos hablar claro? —preguntó Sandberg mirándolo fijamente.

—Yo siempre hablo claro —contestó Bäckström encogiéndose de hombros.

—De acuerdo —dijo Sandberg, como si tomara impulso.

—Soy todo oídos —afirmó Bäckström. Pero no oigo nada.

—No me parece bien eso de recoger muestras de un montón de colegas —dijo Sandberg.

—Pues yo creo que por ahora la cosa va muy bien. Los dos policías jóvenes que nos han cedido los de seguridad ciudadana son muy eficaces —dijo Bäckström.

—Yo no imaginaba que hubiera gente así hasta que me hice policía. Al menos, tenía esa esperanza. Ahora sé que, por desgracia, estaba equivocada. —Sandberg lo miró con gravedad—. Para mí…

—Uno no se hace policía —la interrumpió Bäckström—. Uno es policía. Adolfsson y el tal Von Essen son policías. Ni más ni menos. ¿Estás lamentándote por algún colega en particular? —prosiguió. Esto empieza a ponerse de lo más divertido, pensó.

—Hemos podido descartar a todos los colegas cuyas muestras hemos recogido —respondió Sandberg.

—Bueno, pues deben de sentirse estupendamente —dijo Bäckström sonriente.

—Ya, pero no puedo pedirle a Claesson que me deje voluntariamente una muestra de ADN. No después de por todo lo que tuvo que pasar y teniendo en cuenta su estado. —Sandberg meneó la cabeza y lo miró sombría.

—¿Algo más? —preguntó Bäckström mirando ostensiblemente el reloj.

—Bueno, dime, ¿tú qué opinas?

—Que lo haremos de todos modos. Se lo pediré a Adolfsson o a otro colega —dijo Bäckström levantándose de la mesa. Chúpate esa, so cochina, pensó mientras dejaba la bandeja en el carrito.

—¿Y cómo coño has conseguido que el tío se preste a declarar? —preguntaba Bäckström dos horas después, sentado con Rogersson en el coche, camino de la casa del padre de Linda.

—Lo llamé y le pregunté si podíamos pasarnos a hablar con él —dijo Rogersson.

—¿Y no protestó?

—No, en absoluto —respondió Rogersson.

El interrogatorio al padre de Linda duró poco más de dos horas. Fue en el despacho de la finca, en la primera planta de la casa. Bäckström guardó silencio casi todo el rato y dejó que Rogersson llevase las riendas de la conversación; se limitó a intervenir con alguna que otra pregunta. Hablaron de las aficiones de Linda, de sus amigos, de sus compañeros y de si había alguno de cuya existencia debiera saber la policía. En todo momento procuraron evitar dos temas. El primero, el del posible diario de Linda u otras anotaciones personales; y el segundo, cómo se encontraba él.

Al cabo de una hora les preguntó si podía ofrecerles algo. Café o cualquier otra cosa.

—Si no estuviera de servicio, te habría pedido una cerveza fría —respondió Bäckström con una breve sonrisa—. Rogersson se da por satisfecho con un refresco, porque tiene que conducir.

—No hay problema —aseguró el padre de Linda, se levantó del sofá y abrió el aparador que había en un rincón del despacho—. Las cosas no son lo que parecen —añadió al ver la expresión de asombro de Bäckström.

En el aparador había numerosas botellas y copas y vasos de diversos modelos. Además de un frigorífico pequeño con hielo, agua mineral, refrescos y cerveza.

—Yo pensaba tomarme una cerveza —dijo Henning Wallin—. Propongo que los señores me acompañen. En el peor de los casos, tendréis que volver a Växjö andando. O le puedo pedir al mozo que os lleve.

—Suena bien —dijo Bäckström. Tú sobrevivirás a esto, pensó. Aunque ahora pareces el corazón de una manzana recién cagado. Y a pesar de que te has rebanado media cara al afeitarte esta mañana.

—¿Reconoces a esta persona? —preguntó Bäckström mostrándole la foto de Erik Roland Löfgren. Ya es hora de ir al grano, se dijo.

El padre de Linda observó atentamente la foto. Asintió.

—Sí, es ese compañero de la escuela de policía. Me parece que lo llaman Ronaldo.

—¿Tenía Linda una relación más o menos estrecha con él? —preguntó Rogersson.

—No, no lo creo. De ser así, me lo habría dicho. Yo solo lo he visto una vez.

Rogersson asintió, animándolo a continuar.

—Estuvo aquí un día la primavera pasada —explicó Henning Wallin—. Recuerdo que lo saludé. Me habían invitado a cenar en el centro. Y creo que iban a ver no sé qué partido de fútbol en la tele. Linda tiene… Bueno, tenía una barbaridad de canales en el televisor.

—Pero entonces te acuerdas de él —señaló Rogersson.

—Sí —afirmó Henning Wallin—. No es de los que se olvidan. Al menos, no a un padre como yo —añadió, sin dar más explicaciones—. Pero como sé lo que tenéis en mente, puedo deciros que estoy bastante seguro de que Linda no tenía ninguna relación con él. En lo otro no me meto.

—¿No te pareció desagradable ni amenazador ni nada de eso? —quiso saber Rogersson.

—Más bien un poco zalamero —dijo Henning Wallin—. Nadie a quien yo quisiera tener de yerno —agregó, y, moviendo la cabeza de repente, se presionó los ojos con el índice y el pulgar.

—No pienso preguntarte cómo estás —dijo Bäckström—. Yo mismo he sufrido la pérdida de un… ser muy próximo… al que le ocurrió lo mismo que a Linda. Así que sé cómo te sientes.

—¿Qué me dices? —El padre de Linda lo miraba atónito.

—Sí —respondió Bäckström serio—. Por eso no te molesto preguntándote cómo estás. ¿Podemos continuar?

—Sí —dijo Henning Wallin—. Ahora me encuentro perfectamente. Ah, antes de que se me olvide. Estoy dispuesto a ofrecer una recompensa. ¿Creéis que os sería de ayuda?

—No —dijo Bäckström negando con un gesto.

—¿Por qué? —preguntó el padre de Linda.

—Porque sabemos que vamos a cogerlo de todos modos —respondió dedicándole aquella mirada suya de policía.

—Bien —dijo Henning Wallin—. Si al final resultara que pudiera iros bien, no tenéis más que decirlo.

—Tengo aquí una lista de nombres de personas a las que Linda conocía o a las que había visto alguna vez —dijo Rogersson—. ¿Conoces a alguno?

Henning Wallin ojeó la lista de las personas relacionadas con Linda. Nada que añadir que ellos no supieran, y la única persona de la que podía hacer algún comentario era uno de los vecinos, Marian Gross.

—Ese es el vecino —dijo Henning Wallin—. Recuerdo que Linda habló de él. Lo describía como un tío extraordinariamente desagradable. Debió de mudarse después de que yo me fuera.

—¿Tú también has vivido en esa casa? Me refiero a donde ocurrió —preguntó Rogersson.

—El piso era mío —dijo Henning Wallin—. Se lo di a la madre de Linda cuando nos separamos. Luego lo convirtió en un piso de propiedad de la cooperativa. El dinero siempre fue una de sus grandes aficiones.

—Pero ¿tú nunca llegaste a vivir allí? —insistió Rogersson.

—No. Una de mis compañías suecas lo utilizó como local de oficinas un tiempo, pero yo apenas llegué a poner un pie en ese piso salvo cuando lo compré. No creeréis que haya sido él, ¿verdad? El tal Gross.

Rogersson se encogió de hombros.

—Estamos investigando a todos aquellos a quienes tenemos motivos para investigar —dijo.

—No descartamos a nadie sin estar totalmente seguros —subrayó Bäckström—. Y a quien quede, lo meteremos en el trullo. De por vida.

—¿Y eso cuándo será? —preguntó Henning Wallin.

—Pronto —respondió Bäckström—. ¿No podría usar el vá… bueno, el aseo, antes de marcharnos? Lo de la cerveza a media tarde se ve que es mucho para un viejo agente —mintió.

—Puedes usar mi cuarto de baño —dijo Henning Wallin—. La primera puerta a la izquierda.

—Yo creo que aquí ya hemos terminado —dijo Rogersson cuando Bäckström se fue al aseo para aliviar la presión de la vejiga—. ¿No hay nada en lo que hayas pensado y que no hayamos comentado? ¿Algo que quieras añadir?

—Coged al loco que lo hizo —dijo Henning Wallin—. Con el resto ya me arreglo yo.

—Estamos en ello —dijo Rogersson.

—No estás tan borracho como para no conducir, ¿verdad? —preguntó Bäckström un cuarto de hora después, cuando volvían a Växjö.

—No —dijo Rogersson—. No suelo emborracharme con una cerveza. Oye, y otra cosa. No tenía ni idea de que hubieras tenido una hija y la hubieran estrangulado.

—Bueno, yo no he dicho eso —objetó Bäckström—. Un ser muy próximo, eso es lo que he dicho.

—Si estás pensando en Egon, que sepas que no fui yo quien lo estranguló. La verdad es que parecía que se hubiese ahogado. Además, yo creía que era un pez de colores.

—Estaba pensando en Gunilla —dijo Bäckström. Apuesto el cuello a que algo hizo con Egon, pensó. ¿Por qué iba a hablar de él todo el tiempo si no?

—¿Qué Gunilla ni qué mierda? —preguntó Rogersson irritado.

—Sí, ya sabes, Gunilla. La del caso Gunilla —explicó Bäckström—. Pues a ella la estrangularon.

—Pero qué cojones… Pero si era una puta —dijo Rogersson.

—Sí, pero una chica alegre y encantadora —replicó Bäckström—. Me la encontré varias veces puteando en el arroyo cuando aún conservaba la salud. Además, ha funcionado. ¿No has notado que el padre de Linda se animó al oír la historia de un hermano de desgracias? Por cierto, ¿tenemos alguna bolsa para pruebas en el coche?

—En este puto coche hay de todo lo que quieras —dijo Rogersson—. La guantera —añadió.

—Ñam, requeteñam —exclamó Bäckström, que ya había sacado una bolsa y, con cierta dificultad, cogía del bolsillo un pañuelo de papel manchado de sangre.

—Así que por eso querías ir al baño, ¿no? —constató Rogersson.

—Desde luego, no ha sido porque quería mear —dijo Bäckström satisfecho—. El papaíto lo había tirado a la papelera del cuarto de baño.

—¿Sabes una cosa, Bäckström? Estás como una cabra. Un día te llevará el diablo. Vendrá el diablo, personalmente, y te llevará —afirmó Rogersson asintiendo con convicción.