Ya antes de la reunión matutina, Thorén había llamado a su conocido de la policía de Gotemburgo y le pidió ayuda para obtener el ADN del colega Karlsson el Cachondo. El amigo le prometió que lo intentaría y que le avisaría en cuanto lo tuviera.
Poco después, este llamaba al móvil de Karlsson el Cachondo, que respondió enseguida. A pesar de lo temprano de la hora, Karlsson el Cachondo estaba ya en una terraza de Marstrand, observando a las chicas que pasaban. ¿Cómo había ido el verano?, preguntó el amigo de Thorén, que consideraba que siempre era mejor empezar con tiento, con independencia del tema que pensara abordar. Fantástico, según Karlsson el Cachondo. Se había pasado las vacaciones de turné por toda la costa oeste. Empezó en Strömstad, en el extremo norte, y fue bajando por Lysekil, Smögen y otras ciudades más pequeñas cuyo nombre ya había conseguido olvidar. Ahora estaba en el puerto de Marstrand, a unos kilómetros al norte de Gotemburgo.
—Es increíble —dijo Karlsson feliz—. Hay una cantidad bárbara de chicas. No se acaban nunca. Y con este sol, ya verás si se ahorra tiempo.
Karlsson el Cachondo tampoco tenía el menor inconveniente a la hora de dejar una muestra de ADN. Ya lo había hecho en infinidad de ocasiones, a propósito de varias pruebas de paternidad tanto en Suecia como en el resto del mundo, y nunca había tenido problemas.
—Es fantástico —dijo Karlsson el Cachondo, más feliz aún—. No me ha caído el marrón ni una sola vez. Es como si fuera inmune a esa mierda.
Para ganar tiempo, habían acordado que Karlsson —en cuanto le surgiera un hueco en su apretada agenda— se pasaría por la comisaría de la policía local de Marstrand y dejaría la muestra prometida.
Aunque no sepamos para qué va a servir, pensó el amigo de Thorén después de colgar.
Adolfsson y Von Essen no habían participado en la reunión matutina, puesto que los habían designado integrantes de la patrulla especial de recogida de ADN, y también ellos habían empezado el día con éxito. En primer lugar, se las arreglaron bien con el instructor de tiro, que era un viejo amigo de Adolfsson y pertenecía al mismo club de caza. Fortalecidos por aquel éxito, fueron a buscar al colega del pub que antes se había negado. Estaba en casa, retocando el texto de la demanda que pensaba presentar ante el defensor parlamentario de justicia, pero después de que Adolfsson y Von Essen lo convencieran, entró en razón.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Adolfsson—. Después de todo, el jefe es Gustaf.
—Ahora vamos en busca de aquel aspirante que parece negarse a coger el teléfono —dijo Von Essen—. Así habremos terminado con todos los que estaban en el pub al mismo tiempo que Linda —explicó.
En la reunión matutina repasaron en primer lugar el informe del estado de la cuestión y hablaron casi todo el rato de las pruebas de ADN. Por una vez, prácticamente todos los presentes estaban de acuerdo. Si no lo conseguían de otro modo, el asesino quedaría atrapado en su red de ADN. El único que expresó cierta duda fue Lewin.
—Estas cosas entrañan un gran riesgo —dijo Lewin pensativo señalando el gráfico con la cantidad de tomas de muestras.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Olsson.
—Existe el riesgo de que perdamos el control del trabajo de investigación —dijo Lewin—. No sería la primera vez que ocurre, ni la última, que no hayamos encontrado al asesino aun teniendo el ADN. Puedo daros media docena de casos actuales ahora mismo.
Habla por ti, sedicioso de mierda, que le pedirías muestras al mundo entero si fuera necesario, pensó Bäckström.
—¿Qué dices tú, Bäckström? —Olsson se volvió hacia él.
—Ya lo había oído antes —respondió Bäckström con acritud—. Dicho por la misma persona, curiosamente —añadió, cosechando varias sonrisas sinceras—. Ahora de lo que se trata es de eliminar a todos los que no tienen nada que ver con el asunto —continuó—. Cuanto antes. Y en mi opinión, no hay mejor control que ese. —Y si tú haces tu parte, ya me encargo yo del resto, pensó mirando enojado a Lewin.
Todos los que estaban sentados a la mesa asintieron y Lewin se limitó a encogerse de hombros. Así que dejaron ese tema y pasaron a tratar el asunto de la recompensa que quería ofrecer el padre de Linda.
—Me ha llamado a mí y al jefe de la provincial —dijo Olsson irguiéndose, por alguna razón—. Yo, la verdad, temo que eso dé un mensaje equivocado… quiero decir, si empezamos tan pronto… es que ni siquiera han pasado dos semanas… ofreciendo una recompensa…
Y dale con la murga, pensó Bäckström, y si no quería pasarse la mitad del día allí sentado, más le valía intervenir.
—Vamos a ver —dijo Bäckström—. Si se trata de alguien a quien ella conocía, daremos con él, con independencia de que se lo haya contado a otro alguien que pueda venir a contárnoslo a cambio de una recompensa. Y si se trata de un chiflado, tal y como parecen creer algunos, no tendrá, seguramente, a quién contárselo, y entonces tampoco nos sirve de nada lo de la recompensa. Y si es un drogata normal y corriente, todos sus amigos lo sabrán a estas alturas, y en ese caso, la recompensa podría acelerar un poco el proceso, pero terminaremos averiguándolo de todas maneras.
—¿Debo entender que, según tú, al menos no perjudicaría la investigación? —preguntó Olsson discretamente.
—¿De cuánto dinero hablamos? —preguntó Bäckström. Entiende lo que te dé la gana, tonto del culo, pensó.
—El padre propuso un millón. Para empezar —aclaró Olsson, y de repente se hizo el silencio en la sala.
—Pero ¿qué chorradas son esas? —dijo Bäckström. Ese hombre debe de estar como una cabra. Que me dé el dinero a mí, pensó.
—¿Cuánto cuesta un chute aquí? —preguntó Rogersson de improviso, mirando a un colega de Växjö que trabajaba en estupefacientes.
—Depende de lo que quieras —dijo el de narcóticos—. Como en la capital, diría yo. Desde quinientas, si quieres heroína, hasta unas doscientas si lo que buscas son anfetaminas. Fumar es gratis, prácticamente, sobre todo si te pasas por Copenhague.
—Desde luego, ¿qué coño van a hacer esos con un millón? —preguntó Bäckström—. Nos van a llover los adictos, llamarán para vendernos un montón de desbarres. Nada de recompensas —dijo Bäckström, y se levantó—. Y si no hay nada más, sugiero que nos pongamos a hacer algo de provecho.
Después del almuerzo, Bäckström se encerró en su despacho y encendió la luz roja para quedarse tranquilo con sus pensamientos. En realidad, deberían ponerme una cama también, pensó. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de tumbarse en la mesa, y en aquella habitación ni siquiera había un buen cojín. Quizá debería agenciarme algún cuartucho en la ciudad, pensó en el preciso momento en que unos toquecitos discretos en la puerta interrumpían tan esperanzadores pensamientos.
—Pasa —rugió Bäckström. Que te lea la cartilla, cabrón daltónico, pensó.
—No es que sea daltónico —se excusó Adolfsson—. Ni mi compañero tampoco —dijo señalando a Von Essen, que estaba detrás—. Pero tenemos algo que queríamos enseñarle, jefe. Puede ser interesante, la verdad.
Este muchacho llegará lejos, pensó Bäckström señalando cordialmente la única silla libre.
—Siéntate, muchacho —le dijo—. Y tú podrías coger una silla del pasillo —le dijo a Von Essen. A menos que quieras sentarte en el suelo, finolis de mierda, pensó—. Venga —prosiguió Bäckström animando a Adolfsson.
—Es que se nos ha ocurrido una idea —dijo Adolfsson—. Lo que Enoksson nos contó en la reunión matutina que le había dicho la doña del laboratorio. Que nuestro asesino no tenía un ADN típico nórdico, por así decirlo. Que estamos buscando a un extranjero de mierda, vamos.
—Las ideas de Adolf suelen ir en esa línea —dijo Von Essen en tono jocoso, mientras se miraba las uñas.
—Se trata de un compañero de clase de la escuela de policía. Se llama Erik Roland Löfgren, por cierto. Es el que estuvo en el mismo pub que Linda la noche que la mataron, y al que no hemos conseguido recogerle la muestra de ADN.
—¿Erik Roland Löfgren? —Bäckström asintió vacilante—. Suena de lo más exótico.
—No obstante, vive aquí, y hemos ido a buscar a ese joven a su casa, para ofrecerle un bastoncillo, pero entonces no estaba disponible —constató Von Essen, que no parecía sensible a miradas disuasorias.
—Cierra el pico de una vez, Von Essen —dijo Bäckström, del modo más educado que supo—. Continúa —añadió luego dirigiéndose a Adolfsson.
—Ya, pero es mucho mejor de lo que parece —dijo Adolfsson entregándole a Bäckström una foto—. Es la foto del carnet de la escuela de policía. Y no es el negativo, ¿eh? —añadió encantado.
Negro como la noche, pensó Bäckström mirando la foto. Y en ese preciso momento, notó aquellas viejas vibraciones tan familiares.
—¿Qué sabemos de él? —preguntó Bäckström al tiempo que se retrepaba en la silla.
Compañero de clase de Linda en la escuela de policía, veinticinco años, hijo adoptivo, llegó a Suecia procedente del África Occidental francesa, cayó en casa de unos buenos padres suecos con hermanos mayores suecos de propina.
—El padre adoptivo es jefe de planta en el hospital de Kalmar; la madre, directora de un instituto. También en Kalmar. Gente fina, vamos. No como otros, pobres infelices, simples muchachos del campo —dijo Adolfsson, que era hijo de uno de los grandes propietarios agrícolas de la provincia, y que se había criado en la finca familiar, a las afueras de Älmhult.
—¿Qué más sabemos? —preguntó Bäckström. Seis años cuando llegó del África más oscura y lo que trajo aprendido de allí solo puede imaginarlo alguien como Brundin. Esto se pone cada vez mejor, pensó.
—Buenas calificaciones, nada espectacular, pero lo bastante buenas como para que uno de su clase pudiera entrar en la escuela —dijo Adolfsson—. Usted ya me entiende —añadió por alguna razón.
—¿Y cuáles son sus aficiones? —inquirió Bäckström, y le dirigió una mirada de advertencia a Von Essen, que alzaba la vista al cielo.
—Duro con las damas y, al parecer, un crac jugando al fútbol —dijo Adolfsson.
—Juega en el equipo de la escuela de policía —explicó Von Essen—. Parece que es el mejor jugador, con diferencia. O sea, el nombre completo es Erik Roland Löfgren. El que usa es Roland, pero todos lo llaman Ronaldo. Es su apodo, vamos. Por el jugador brasileño, que es jugador profesional, supongo —constató Von Essen, como si prefiriese pasatiempos más intelectuales.
—Todos lo llaman Ronaldo —dijo Bäckström despacio, y la habitación entera empezó a vibrar, porque se le encendió la bombilla al recordar la agenda—. Esto es lo que vamos a hacer, chicos.
Para subrayar lo que iba a decir, se inclinó hacia delante y les clavó la mirada, primero a uno, después al otro.
—En primer lugar —dijo Bäckström levantando un índice regordete—, ni una palabra de esto a nadie más que a mí. Esta casa tiene más fugas que un cernedor —explicó—. En segundo lugar, quiero que averigüéis todo lo que podáis acerca de ese tío y de su relación con Linda. Todo ello, sin que nadie se entere.
Bäckström subrayó lo que acababa de decir levantando también el dedo corazón.
—En tercer lugar, no hagáis nada que pueda ponerlo nervioso. Dejadlo en paz. No intentéis dar con su pista, porque lo vamos a encontrar de todos modos —dijo Bäckström. En su momento, pensó.
—Entendido, jefe —dijo Adolfsson.
—Dabuten —dijo Von Essen.
En cuanto Adolfsson y Von Essen se hubieron marchado, llamó a Knutsson y a Thorén. Les explicó el asunto y cómo tratarlo.
—Por mí no hay ningún problema —dijo Knutsson.
—Va a ser un alivio no tener que leer en los periódicos todo lo que hacemos —afirmó Thorén.
—Bien, pues adelante —dijo Bäckström. Por fin pasa algo, pensó.
—No tendremos tan mala suerte de que se haya largado, ¿verdad? —preguntó Knutsson—. Quiero decir, si es él.
—Teniendo en cuenta que no está en casa y que no coge el teléfono —aclaró Thorén—, no podemos descartarlo del todo.
—Pues por eso precisamente estaba pensando que podríamos empezar por comprobar su móvil —dijo Bäckström. Menudos idiotas, pensó.
Un buen jefe debe saber delegar, pensó Bäckström, y puso los pies encima de la mesa en cuanto se quedó solo en el despacho. Además, ha de saber tomar decisiones, se dijo. Como por ejemplo, marcar en el teléfono el mensaje de «ausente en acto de servicio», irse a la habitación del hotel, tomarse una cerveza fría y echarse un sueñecito. En el peor de los casos, si la cosa se ponía caliente, ya lo llamarían sus fieles colaboradores. Después de todo, el jefe era él.