27

Al día siguiente consiguieron por fin una prueba de ADN de Marian Gross, el vecino de Linda. Cierto que ningún integrante de la unidad de investigación creía en serio que pudiera ser el asesino, pero era una cuestión de principios, de obrar por la buena causa. Nadie, y mucho menos alguien como Gross, debía poder librarse por el sencillo procedimiento de empecinarse. El comisario Jan Lewin había estado hablando con la fiscal que llevaba la antigua demanda contra Gross. Le señaló las vías jurídicas que aquello les abría y no le costó nada convencerla. Al contrario, expresó su extrañeza ante el hecho de que nadie se hubiese ocupado ya de aquel detalle. En cualquier caso, no tenían más que ir a buscarlo a su casa y, si se negaba a dejar la muestra voluntariamente, tenían permiso para tomársela de todos modos.

Asignaron la misión a Von Essen y Adolfsson y, tras los intentos normales de pataleo, Gross abrió la puerta voluntariamente, se puso los zapatos y los acompañó a la comisaría. Y, como la vez anterior, no pronunció una palabra en todo el trayecto.

—Bueno, Gross —dijo Lewin mirándolo con amabilidad—. La fiscal ha ordenado que te tomemos una muestra de ADN. Por lo que sé, podemos hacerlo de dos maneras. O bien tú mismo te metes el bastoncillo en la boca y lo mueves por la cara interior de la mejilla con cuidado, o llamamos a un médico para que te la extraiga del brazo mientras los colegas supervisan la operación.

Gross no dijo nada. Los miró disgustado.

—Si no interpreto mal ese silencio, prefieres que llamemos a un médico —dijo Lewin, tan amable como antes—. Bueno, chicos, pues ya podéis meter al doctor Gross en el trullo mientras viene el facultativo.

—Exijo poder hacerlo yo mismo —gritó Gross, y alargó la mano para coger la probeta con el bastoncillo que había en la mesa de Lewin. Concluida la operación, rechazó el ofrecimiento de Lewin de que lo llevaran a casa en coche y se marchó rápidamente de la comisaría.

Varias horas después, se puso en contacto con la comisaría mediante un mensajero que dejó en la recepción una demanda por interferencia en una causa judicial contra la fiscal, el comisario de la policía judicial Olsson, el comisario de la policía judicial Lewin, el inspector adjunto de la policía judicial Von Essen y el ayudante de policía Adolfsson. La recepcionista la dejó en el correo interno para su posterior expedición al investigador de asuntos internos y, en términos generales, todo había vuelto a las rutinas habituales en cuanto Gross se hubo marchado de la comisaría de Växjö.

La actividad de recogida de ADN iba mucho mejor de lo esperado. Un miembro joven de la unidad de investigación, interesado en la estadística, había puesto en el corcho un pliego donde podían seguir el desarrollo del trabajo en un gráfico. La cantidad de personas cuyo ADN se había recogido en Växjö superaba ya el centenar. La mitad de ellas, comprobadas en el laboratorio y descartadas. Ninguna, salvo Gross, había opuesto verdadera resistencia. Un par de delincuentes locales llegaron a llamar por voluntad propia y a ofrecer sus servicios.

El único nubarrón en aquel cielo de la investigación técnica lo constituían sus propios colegas.

Los tres que estuvieron en el pub se opusieron en un principio. Tras una serie de conversaciones, dos de ellos terminaron accediendo, mientras que el tercero se había puesto en contacto con el representante sindical y seguía negándose. Según él mismo había dicho, estaba considerando la posibilidad de denunciarlos ante el defensor parlamentario, al menos a Bäckström y a los demás supuestos colegas de la judicial central. Si no por otra razón, sí al menos para que aprendieran algunos conceptos jurídicos básicos. Con el aspirante a policía fue más sencillo aún. A pesar de las llamadas telefónicas tanto al domicilio como al móvil, no habían logrado dar con él. Le dejaron varios mensajes, pero él no respondió.

Olsson estaba preocupado, muy preocupado por los tres colegas cuyo ADN Bäckström quería recoger a causa de viejos méritos. Claro que Olsson no tenía ningún inconveniente con el colega que había maltratado a su mujer, ni con el instructor de tiro que había acosado sexualmente a la alumna con propuestas indecentes. No si hablaba con Bäckström en confianza.

—Entre nosotros, me habría gustado que los hubieran despedido a los dos —explicó Olsson.

Y qué coño tendrá eso que ver contigo y conmigo, pensó Bäckström, que se limitó a asentir.

Con el antiguo jugador de fútbol, en cambio, la cosa fue muy distinta. Por un lado, lo conocía personalmente y podía responder de él. Era inocente y había sido víctima de una gran injusticia. Por otro, no podía asumir la responsabilidad de proponerle siquiera que dejara voluntariamente una muestra de ADN.

—No quiero tener su muerte sobre mi conciencia —explicó Olsson—. Comprenderás que aún está muy deprimido.

—Claro, quién no lo está —dijo Bäckström—. Pero yo creía que los niños nunca mentían sobre abusos sexuales, ¿no?

Olsson estaba dispuesto a admitir aquello. Era del todo cierto, pero precisamente en ese caso, de seguro eran los padres de la niña los que estaban detrás de toda la historia. Y que su colega y buen amigo, indebidamente acusado —si al final resulta que la niña se lo inventó todo—, era la excepción que confirmaba la regla.

—Espero poder contar con tu comprensión, Bäckström —dijo Olsson.

—Por supuesto —aseguró Bäckström—. Todos tenemos la esperanza de dar con un asesino con el que podamos estar contentos. ¿Alguna cosa más? —Me pregunto si no deberíamos tomarte una muestra a ti también, se dijo.

Olsson tenía otra preocupación: el chiflado de Dalby, que aún seguía en libertad, a pesar de que la Unidad Nacional de Operaciones hizo una batida por la zona y la estuvo peinando metro a metro.

—Tú no crees que pueda ser nuestro hombre, ¿verdad? —dijo Olsson, mirando a Bäckström esperanzado.

—Yo lo que he visto es que nuestros queridos diarios vespertinos han tenido la misma idea —dijo Bäckström—. Se ve que remiten a algún alto cargo de esta casa, pero si eso era una pregunta, no es conmigo con quien han hablado.

—Por supuesto que no, Bäckström —aseguró Olsson—. Pero ¿qué te parece a ti esa hipótesis?

—A mí me parece que el alto cargo de esta casa está tan chiflado como esos amigos suyos que escriben en el periódico —dijo Bäckström.

Aquella noche, Carin lo llamó y le preguntó por qué no había dado señales. Ella había pasado el fin de semana fuera, había ido a ver a su anciana madre, lo cual no habría sido ningún impedimento si Bäckström le hubiera dejado un mensaje en el contestador.

—Bueno, es que ha habido mucho jaleo últimamente —dijo Bäckström evasivo. ¿Cómo que has ido a ver a tu anciana madre? Ahí te quedas, pensó Bäckström.

—¿Algo que puedas contarme? —preguntó Carin, con el tono de voz habitual para aquella pregunta.

—Pues no —dijo Bäckström—. Han sido más bien asuntos privados, la verdad. Mi mascota, que se ha muerto. Le pedí a un amigo que le echara un ojo mientras yo estaba esclareciendo el asesinato, pero parece que no funcionó nada bien.

—Vaya por Dios, qué lástima —dijo Carin alterada—. ¿Qué era, un perro o un gato?

—Era un chucho —mintió Bäckström—. Un granujilla. Pero muy alegre. Se llamaba Egon.

—Madre mía, qué tristeza —dijo Carin, que, a juzgar por el tono de voz, era tan amiga de los animales como empática con los seres humanos—. Un cachorrillo, y con ese nombre tan gracioso. Comprendo que estés triste. ¿Te apetece hablar de ello? ¿Qué fue lo que pasó?

—Se ahogó —respondió Bäckström—. Si me disculpas…

—Lo comprendo, no tienes ganas de hablar del asunto —dijo.

—Hablamos mañana —propuso Bäckström—. Llámame si te apetece que comamos algo. —Mujeres, están como cabras, pensó.

Bäckström había evitado a Rogersson, ya que había bastantes indicios que apuntaban a que él fue quien le quitó la vida al pequeño Egon. Por otro lado, Rogersson no parecía haber notado siquiera que Bäckström lo evitara. Se comportaba como siempre. Y, desde luego, esos eran los verdaderos psicópatas, pensó Bäckström. Solo piensan en sí mismos. Rogersson parecía, además, un asesino más complejo, ya que acababa de llamar a la puerta de Bäckström. Unos golpecitos muy discretos para venir de Rogersson, lo que sin duda se debía a su vapuleada conciencia, se dijo Bäckström, y como una especie de regalo de reconciliación traía además una bolsa llena de cervezas frías y una botella de whisky prácticamente entera.

—Así que aquí estás, lamentándote —constató, y puesto que Bäckström no era un hombre rencoroso, al cabo de un rato lograron normalizar su relación y recuperar la amistad que pese a todo los unía.

—Salud, por Egon —dijo Rogersson.

—Salud, hermano —respondió Bäckström—. Un brindis por Egon —dijo solemnemente. Se puso de pie y alzó el vaso.

La mañana siguiente a la noche en que Rogersson y él celebraron el velatorio por Egon, se enteró de un sospechoso digno de tal nombre. Casi le entran a uno ganas de creer en los milagros, pensó al notar aquellas vibraciones tan familiares.