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Växjö, lunes 14 de julio-viernes 18 de julio

El lunes 14 de julio, día de la fiesta nacional francesa, por la mañana y a hora muy temprana, el jefe de la policía judicial central llamó al jefe de la provincial de Växjö, y aun así era tarde.

El jefe de la policía provincial había madrugado aquel día, desayunó y buscó la agradable sombra que ofrecía la fachada trasera de su preciosa casa de veraneo. Desplegó una cómoda hamaca al pie de la montaña rocosa y se puso a leer el periódico tranquilamente, mientras saboreaba un vaso de zumo de frambuesa casero con mucho hielo. En el muelle estaba su mujer, tumbada boca abajo todo lo larga que era, tomando el sol. Ellos no son como nosotros, pensó cariñoso el jefe de policía. Y en ese preciso momento, sonó el móvil.

—Aquí Nylander —dijo Nylander con tono agrio—. ¿Lo tenéis ya?

—La investigación sigue adelante a toda máquina —respondió el jefe de la policía provincial—. Pero no, la última vez que hablé con los colegas, todavía no habían dado con él.

—En Escania anda suelto un loco que va por ahí con un rifle automático —dijo el jefe de la judicial central—. He enviado allí a toda la Unidad Nacional de Operaciones para detenerlo. Sin previo aviso, estamos en alerta roja y puesto que ni tú ni los que llamas colegas parecéis haber movido el culo, tendré que reorganizar el asunto para que vayan a Växjö.

—Ya, comprendo —respondió el jefe de la provincial—, pero resulta que…

—¿Os habéis tomado siquiera la molestia de comprobar que no se trate del mismo tío? —lo interrumpió el jefe de la central.

—Ahora no te entiendo —dijo el jefe de la provincial.

—Que tenga que ser tan difícil de entender —gruñó Nylander—. No hay tanta distancia entre Växjö y Lund, coño, y para mí que es una coincidencia de lo más extraña.

—Estoy convencido de que alguien de la comisaría lo habrá comprobado, si existe algún vínculo, quiero decir —respondió el jefe de la provincial—. Y si quieres…

—Y Åström, ¿está ahí? —dijo el jefe de repente.

—¿Aquí? —preguntó el jefe de la provincial. Debe de referirse a Bäckström, digo yo. ¿Y qué cree que pinta ese en mi cabaña?, pensó—. No, Bäckström no está aquí —respondió—. Estoy en el campo. Y solo tengo el móvil —aclaró.

—En el campo —repitió Nylander—. ¿Estás en el campo?

—Sí —dijo el jefe de la provincial. Y antes de que pudiera añadir nada más, Nylander había colgado.

Era evidente que Knutsson y Thorén no habían pasado todo el fin de semana en el cine. Después de la reunión matutina, fueron al despacho de Bäckström a informar de sus últimas averiguaciones.

—Estuvimos dándole vueltas a lo que dijiste, Bäckström. Lo de que no podemos descartar que se trate de un colega —dijo Knutsson.

—Sí, o un futuro colega —dijo Thorén.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Bäckström. Menudos imbéciles, pensó.

Según Knutsson y Thorén, la idea no carecía de base. Entre los asesinos en serie americanos había de hecho varios que habían engañado a sus víctimas haciéndose pasar por policías. El caso más conocido de la historia de la criminología moderna, según las mismas fuentes, es el de Ted Bundy.

—Debe de ser una treta infalible para ganarse la confianza de las jovencitas —dijo Knutsson.

—Decir que eres policía —aclaró Thorén.

—Ya —dijo Bäckström—. Pero si empezamos por los que ya son policías… Así no tendremos que pensar en que un falso colega se haya colado a medianoche en casa de una futura colega —añadió con acritud. Tontos de remate, pensó.

También entre los policías de verdad había un poco de todo. Retrotrayéndose en el tiempo, se encontraba el ejemplo del hombre de Hurva, conocido en todo el país, el antiguo colega Tore Hedin, que mató a once personas, y todo empezó cuando lo suspendieron del servicio por ponerle las esposas a la novia.

—Tú recordarás ese caso, ¿no, Bäckström? Eso fue en tu época, en 1952 —dijo Knutsson inocentemente.

—Y si nos atenemos a Växjö y al momento presente… —respondió Bäckström enojado.

—En ese caso, tenemos diez nombres de colegas y futuros colegas —dijo Thorén entregándole una lista de datos.

—Seis de ellos estuvieron en el mismo pub que Linda la noche de autos —intervino Knutsson—. Tres colegas y tres aspirantes a policía, dos de los cuales se pusieron en contacto con nosotros y dejaron el ADN voluntariamente. Ya están descartados.

—Son los que están tachados y marcados en el margen —explicó Thorén.

—Los hemos incluido igualmente, para que estuvieran todos —dijo Knutsson.

—Y qué más da —replicó Bäckström—. ¿Y los demás? —preguntó—. ¿Por qué no han dejado el ADN?

No estaba claro el porqué, según Knutsson y Thorén. La explicación más probable era, según el breve interrogatorio a que la colega Svanström los había sometido a todos, que seguían en el pub después de las tres, cuando el asesino se presentó en casa de Linda. El aspirante del grupo se marchó del pub, según él mismo declaró, poco antes de las cuatro de la mañana. Estaba solo y fue derecho a casa. Naturalmente, sobrio e intacto. Los tres futuros colegas, en cambio, permanecieron allí hasta que cerró el bar. Se despidieron a la salida y se marcharon a casa cada uno por su lado. Aparte de lo sobrios que estuvieran y de otros detalles omitidos, llegaron a su casa más cerca de las cinco que de las cuatro.

—Tócame los huevos —dijo Bäckström con convicción—. ¿Es que son maricones?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Thorén.

—Bueno, según el interrogatorio, eso fue lo que pasó —apuntó Knutsson—. Y según ellos, claro.

—¿Cuatro colegas que se van a casa solos después del bar? ¿Sois idiotas o qué?

—Ya, en fin, uno de ellos no es más que aspirante, el primero en irse —aclaró Thorén—. Pero sí, entiendo lo que quieres decir.

—La verdad, a mí no me ha pasado nunca —subrayó Knutsson—. Pero claro, esto es Växjö.

—Ya, claro —dijo Bäckström—. Esto es otra cosa —añadió—. No le habréis enseñado la lista a Sandberg, ¿verdad?

A juzgar por el movimiento simultáneo y unívoco de las dos cabezas, no se la habían enseñado, y la razón principal era, en realidad, los cuatro nombres restantes de la lista.

—¿Y qué estuvieron haciendo ellos? —preguntó Bäckström mirando la lista de reojo. No conozco a ninguno, pensó.

Un pequeño complot, según Knutsson. El primero de los cuatro trabajaba en seguridad ciudadana en el municipio vecino, pero también lo habían designado varias veces instructor de tiro en la escuela de policía de Växjö. Un par de años atrás, una de sus alumnas lo denunció por acoso sexual, cartas y llamadas telefónicas con las sugerencias de siempre. Al cabo de un mes, retiraron la demanda; la alumna había dejado la escuela. Cuando los investigadores de asuntos internos se pusieron en contacto con ella, la muchacha se negó a colaborar y archivaron la investigación del instructor de tiro. Pero él siguió ejerciendo y no hacía tanto, en mayo, daba clases en el campo de tiro a Linda y a sus compañeros de curso.

—Todos lo aprecian mucho, como colega y como instructor —dijo Knutsson—. Aunque, claro… —Knutsson se encogió de hombros.

La denuncia contra el colega número dos era aún más antigua. A raíz de su divorcio, hacía ya más de cinco años, su mujer lo denunció por maltrato. También ella retiró aquella demanda y, con el tiempo, se sobreseyó.

—Aunque a él lo suspendieron del servicio un mes más o menos —dijo Thorén—. Mientras la investigación estaba en curso. Luego llegaron incluso a indemnizarlo, gracias a la intervención del sindicato. Por cierto, que están separados. Él y la que entonces era su mujer —explicó Thorén.

—¿Y a qué se dedica ahora? —preguntó Bäckström. Todas las tías son iguales, pensó.

—Pues ha vuelto al trabajo, naturalmente —respondió Knutsson sorprendido.

—El siguiente —dijo Bäckström. Menos mal, pensó.

El tercer colega trabajaba en su tiempo libre como entrenador de equipos juveniles de fútbol, de hockey, de balonmano y de unihockey. De joven fue un destacado deportista que jugó al fútbol en la liga nacional y al hockey en segunda división. Uno de los equipos a los que entrenaba era uno de fútbol femenino cuyos miembros tenían entre trece y quince años. Los padres de una de las niñas lo denunciaron por haberse desnudado varias veces delante de su hija. Tanto en los vestuarios, en varios entrenamientos, como cuando se iban una semana de campamento deportivo él, las niñas y algunos padres.

Aquello se convirtió en una historia muy sonada que apareció incluso en las portadas de los diarios vespertinos. Sin embargo, las consecuencias legales quedaron en nada y, finalmente, también se sobreseyó la denuncia. La niña que lo acusó dejó de jugar al fútbol y su familia se mudó a otra ciudad. El colega y entrenador acusado dejó de entrenar, pese al apoyo masivo de las demás jóvenes y sus padres. A partir de entonces, estuvo más de seis meses de baja, hasta que volvió a su puesto. En la actualidad trabajaba en la comisaría de Växjö, con tareas puramente administrativas.

—Parece una historia bastante triste —dijo Thorén—. Le retiraron el arma reglamentaria porque temían que se pegara un tiro cuando, al mismo tiempo que ocurrió aquello, la mujer cogió a los niños y se largó.

—Y el último —dijo Bäckström. Vaya, muy bonito. La mujer cogió a los niños y se largó, se dijo.

—Pues parece que se trata de un colega algo simple, diría yo —explicó Knutsson, más entusiasmado que otra cosa—. Para abreviar. Hace dos años lo denunció la que entonces era su prometida, que trabajaba en una peluquería de Alvesta, a unos kilómetros de aquí, y no parece que fuese la única, diría yo. Ah, y los colegas lo llamaban Karlsson el Cachondo, o Kalle el Cachondo.

—Es que se llama Karl Karlsson —explicó Thorén.

—¿Y de qué se quejaba la novia? —preguntó Bäckström. Vaya, este parece un tío gracioso.

—Según la demandante, el colega Karlsson solía ponerle las esposas cuando iban a hacerlo, y parece que eran las esposas del Cuerpo —dijo Knutsson.

—Pero bueno, eso es una putada —dijo Bäckström con una sonrisa burlona—. ¿Es que no tenía las suyas?

Según Knutsson y Thorén, aquello no podía averiguarse por el informe de la investigación preliminar, ya que ahí solo hablaban de las esposas del Cuerpo. La peluquera se mudó a Gotemburgo y, según se supo más tarde, tenía peluquería propia y novio nuevo. Lo extraordinario de aquella historia era más bien que, seis meses después, el colega Karlsson fue tras ella y ahora trabajaba en Gotemburgo, en la policía de Mölndal.

—Estuve hablando con otro colega de Gotemburgo al que conozco, y sabía perfectamente quién es Karlsson el Cachondo, o Kalle el Cachondo. Me parece que no lo ha dejado —dijo Thorén.

—¿Qué ha hecho este verano? Aparte de follar aquí y allá —preguntó Bäckström.

—De vacaciones desde el solsticio —dijo Thorén.

—Que le tomen el ADN —dijo Bäckström—. No parece el tipo de Linda, precisamente, pero mejor uno de más que uno de menos.

»Más los cuatro que estuvieron en el pub —añadió—. Más los otros tres, el instructor de tiro, el maltratador y el follador. Quiero el ADN de los tres y paso olímpicamente de lo que diga la buena de Sandberg.

»Otra cosa —dijo Bäckström antes de salir del despacho—. A ver si también tomáis el ADN del polaco gordinflón.

—El colega Lewin está dejándose el pellejo con ese tema —dijo Thorén—. Por lo visto, tenía una idea que quería poner a prueba con el fiscal.

Lewin, pensó Bäckström. Ha debido de ser la Svanström la que lo ha calentado, pensó.

Tras la desagradable conversación con el jefe de la policía judicial central, el jefe de la provincial se quedó un buen rato absorto en sus pensamientos. El bueno de Nylander parece totalmente desequilibrado, se dijo. Mientras seguía dándole vueltas a la idea, bajó al muelle a contemplar a su mujer.

—No te habrás dormido al sol, ¿verdad, querida? Te habrás puesto protección, ¿no?

Su mujer agitó la mano y respondió negando con la cabeza.

Parece agotada, pobre, pensó el jefe de la judicial.

Después llamó a su colega Olsson para averiguar si habían investigado el posible vínculo entre la tragedia de Escania y los horrores de Växjö. Según Olsson, era una curiosa coincidencia y precisamente iba a llamar al jefe para contarle que, aquella misma mañana muy temprano, se había puesto en contacto con los colegas de Escania para esclarecer esa posibilidad. Esperaban más datos a lo largo del día.

—Me alegra oírlo —dijo el jefe de la provincial. Olsson es un tío sólido como una roca, pensó cuando hubo colgado. Como una de esas típicas de Gotland, aunque él sea de Småland. Se mantiene firme contra viento y marea, pensó el jefe de la provincial, sintiéndose casi poético.

Bäckström había llamado a la colega Sandberg, a pesar de que, a aquellas alturas, empezaba a estar sinceramente cansado de ella.

—Siéntate —dijo Bäckström, y asintió señalando la silla vacía—. Quiero que tomemos el ADN de los colegas que estaban en el pub, y también del aspirante.

Sandberg no opuso objeciones, naturalmente. Todas las tías son iguales, pensó Bäckström, y, bien mirado, aquel ejemplar también empezaba a parecerle un poco fofo. Fofo aquí y allá, pensó.

—Ninguno de ellos dejó el local antes de las cuatro, como muy pronto —dijo Sandberg—. Si lees mis interrogatorios. Además, yo también estuve allí y hablé con todos aquella misma noche. Y varias veces. Y cuando me fui hacia las cuatro de la mañana, los tres colegas seguían allí, y nuestro aspirante se había ido un poco antes. Incluso vino a decirme adiós.

—Sí, sí, claro —dijo Bäckström asintiendo despacio. Lo que no me explico es qué tendrá lo uno que ver con lo otro.

—Según lo que se ha dicho en las reuniones matutinas, tanto tú como Enoksson os inclináis por la misma hipótesis, o sea, que el autor de los hechos estuvo en casa de Linda a las tres de la mañana —dijo Sandberg.

—Ya, aunque no podemos saberlo —aseguró Bäckström—. Lo único que el bueno del doctor podía decirnos es que debió morir entre las tres y las siete.

—Pero si huyó a eso de las cinco, cuando llegó el repartidor de periódicos —insistió Sandberg—. Teniendo en cuenta todo lo que hizo, ¿cómo pudo darle tiempo?

—Eso tampoco lo sabemos —dijo Bäckström—. Es lo que creemos, así que asegúrate de que todos dejan el ADN. Voluntariamente, faltaría más, y cuanto antes.

—Sí, ya me he enterado, Bäckström. —Sandberg lo miró enojada.

—Qué bien —dijo Bäckström—. Y hay tres más. —Del tío rijoso ese de Gotemburgo podían encargarse los colegas de allí, pensó.

—¿Y quiénes son? —preguntó Sandberg mirándolo suspicaz.

—Andersson, Hellström, Claesson —respondió Bäckström—. ¿Te resultan familiares?

—Pues entonces me temo que tendremos problemas —dijo Sandberg—. Espero que seas consciente de que Claesson podría quitarse la vida si lo involucras en esta historia.

—Precisamente por eso, es estupendo darle una posibilidad de exculparse lo antes posible —dijo Bäckström—. Así se ahorrará todos esos chismorreos que tiene que oír por los pasillos.

Tras un almuerzo ligero a base de ensalada, pescado, tomates secos y una botella de agua mineral, el jefe de la provincial ya había terminado de reflexionar y llamó a un viejo conocido que trabajaba en la secreta, en protección constitucional.

—Verás, no es fácil lo que tengo que contarte —comenzó. Y diez minutos después, le había soltado toda la historia—. Parecía totalmente desequilibrado —sintetizó el jefe de la provincial.

Según el conocido, había hecho muy bien en llamarlo. Y si bien no podía decir ni media palabra del porqué, estaba justificado desde un punto de vista profesional, era relevante e importante para la actividad de protección constitucional.

—Claro que, lo mejor sería que pudieras escribir lo que me acabas de contar en unas líneas —dijo el conocido del jefe de la provincial—. Como es lógico, trataremos ese escrito como un documento de alto secreto, así que de eso no tienes que preocuparte.

—Preferiría no hacerlo —respondió el jefe de la provincial, y dejó traslucir exactamente la inseguridad que sentía—. Esperaba que bastase con esta conversación, y puesto que nos conocemos, decidí llamarte.

—Sí, claro, y yo lo comprendo perfectamente —respondió el conocido, casi cordial—. Vamos a dejarlo. Bastará con esta conversación informal.

—Sí —dijo el jefe de la provincial—. Si la cosa se complicara, mantendré lo que acabo de decir, naturalmente.

—Claro, claro, no se me había pasado por la cabeza lo contrario —respondió el conocido, en un tono más cordial si cabe.

Después de despedirse, el jefe de la provincial bajó al muelle para asegurarse una vez más de que su mujer no se había dormido al sol. No, no se había dormido. Aunque sí se había dado la vuelta. El conocido de la policía secreta había apagado la grabadora que tenía conectada al teléfono. Sacó el disco con la conversación grabada, se lo entregó a la secretaria y le pidió que le llevase una copia escrita compulsada.