Växjö, viernes 11 de julio-domingo 13 de julio
La reunión matutina del viernes trató principalmente de una vieja concepción policial que, en cualquier caso, solía darse con más frecuencia que la tesis, más antigua aún, de que el asesino tenía la costumbre de presentarse en el entierro de la víctima. Habida cuenta de todo lo que se le había ocurrido al asesino cuando mató a Linda, no parecía descabellado pensar que hubiese cometido otros delitos relacionados con el asesinato. Interesantes delitos próximos al asesinato de Linda en el tiempo y en el espacio y que, en el mejor de los casos, cometió cuando se dirigía a casa de Linda o al huir de allí.
Los inspectores Knutsson y Thorén habían extraído de las bases de datos de la policía todas las denuncias, las intervenciones e incluso las multas de aparcamiento que habían recibido desde el miércoles 2 de julio hasta el martes 8 de julio. Los resultados fueron escasos incluso en el capítulo de las multas. Muchos de los conductores de la ciudad estaban de vacaciones y se habían llevado el coche. Y muchas de las vigilantes de aparcamiento también estaban de vacaciones. Así de sencillo, y en el barrio donde vivía la madre de Linda no se había registrado una sola multa en toda la semana. Porque, además, la mayoría tenía allí plaza de aparcamiento privada.
En cuanto a los delitos, habían denunciado en la policía de Växjö un total de ciento dos aquella semana. Trece robos de bicicleta, veinticinco robos o hurtos en supermercados y comercios, diez robos en apartamentos, chalets, oficinas y locales, diez robos a coches, cinco destrozos de coches, dos robos de coche, cuatro estafas, una apropiación indebida, dos casos de desacato a la autoridad, tres delitos fiscales, diez delitos graves de tráfico, de los cuales cinco por conducir bajo los efectos del alcohol y, en total, diecisiete delitos violentos.
De los últimos, ocho casos de maltrato, siete delitos de amenazas o acoso y una agresión a un funcionario. La mitad eran disputas matrimoniales y reyertas; una cuarta parte, entre personas que se conocían, y la cuarta parte restante, directamente vinculadas con los bares. Y, naturalmente, un asesinato, el de la estudiante de policía Linda Wallin, perpetrado en la madrugada del viernes 4 de julio.
Esta ciudad es peor que Chicago, pensó Bäckström con un suspiro.
—¿Y hay alguno interesante? —preguntó Bäckström intentando no demostrar tan poco interés como realmente sentía.
—El más próximo geográficamente al lugar del crimen es el robo de un coche. Un viejo Saab que robaron de un aparcamiento de la calle Högstorpsvägen, en Högstorp, al sur de la zona de bosque que se halla al este del lugar del crimen. Aproximadamente a algo más de dos kilómetros al sudeste. Cerca de la carretera 25, dirección Kalmar —explicó Knutsson.
—El coche más robado del país —completó Thorén—. Los Saab viejos, quiero decir —aclaró.
—A ver si el tío estuvo acampando unos días en aquel bosque. Igual aprovechó para tomar el sol y bañarse un poco por el camino —sugirió Bäckström, que pudo contar unas cuantas sonrisas burlonas entre sus colaboradores.
—Naturalmente, hemos comprobado si la fecha de la denuncia encaja con la del asesinato —añadió Thorén—. Erik llamó al propietario y estuvo hablando con él —dijo señalando a Knutsson.
—Según él, el coche estuvo aparcado allí el fin de semana. El hombre había hablado con un vecino de la zona, que lo había visto —explicó Knutsson—. Es capitán de vuelo jubilado, por cierto. El dueño, no el vecino. Y se encontraba en su casa de campo. El Saab es su coche viejo, que no usa mucho. Ahora conduce un Mercedes nuevo. Bueno, esto no tiene nada que ver, claro —dijo Knutsson asintiendo y mirando a Bäckström.
Ya, claro, pensó Bäckström. ¿Qué tendrá eso que ver?
—¿Y eso es todo? —preguntó Bäckström. Vaya, pensó.
—Sí —respondió Thorén.
—Si quieres, podemos seguir tirando de ese hilo —se ofreció Knutsson solícito.
—Pasando —replicó Bäckström. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos, se dijo—. Pero ¿qué hacéis aquí sentados? —continuó, contemplando a los integrantes de su unidad de investigación—. La reunión ha terminado. ¿No os lo había dicho? Hala, a hacer algo de provecho. Y si no tenéis nada mejor, podéis empezar a marcar a los piezas que encabezan la lista para la toma de ADN —dijo Bäckström poniéndose de pie. Totalmente inútiles, pensó. Y qué calor. Un calor insufrible, y faltan por lo menos ocho horas hasta la primera cerveza fría de la jornada.
Aquella misma mañana, Enoksson y uno de sus colegas efectuaron el registro de la habitación de Linda en la casa de la granja de su padre, a las afueras de Växjö. También estuvo su jefe, el comisario Olsson, a pesar de que Enoksson intentó evitarlo por todos los medios, aunque sin llegar a decirlo abiertamente.
—Más falta haces aquí, ¿no? —dijo Enoksson—. Así que no te preocupes por esto, Bengt. Los colegas y yo nos encargamos.
—Ya, pero creo que lo mejor será que vaya yo también —decidió Olsson—. Conozco al padre, así aprovecho para hablar con él un rato y preguntarle cómo está.
Vaya, también es posible vivir así, pensó Enoksson cuando entraron en el enorme recibidor de la casa donde Linda vivía con su padre. O al menos, vivía de vez en cuando, pensó. Cuando no estaba en el centro y se iba a casa de su madre porque se quedaba estudiando hasta tarde, o trabajando, o simplemente quería salir a darse una vuelta por el centro.
—Henning Wallin —se presentó el padre de Linda al recibirlos. Se limitó a asentir y ni siquiera se percató de que Olsson le daba la mano—. Soy el padre de Linda —dijo—. Aunque eso ya lo sabéis, claro.
Se parecía al padre, pensó Enoksson. Alto, delgado, rubio y, a pesar de la expresión impenetrable, aparentaba mucho menos de los setenta y cinco años que tenía.
—Gracias por recibirnos —dijo Olsson.
—Francamente, no comprendo qué habéis venido a buscar aquí —dijo Henning Wallin.
—Bueno, se trata de un procedimiento rutinario, como comprenderás —explicó Olsson.
—Claro —respondió Henning Wallin—. Eso ya lo he comprendido. Y si quiero saber más, con leer la prensa vespertina tengo bastante, ¿verdad? En fin, queríais ver la habitación de Linda, ¿no? Aquí está la llave —prosiguió, entregándosela a Enoksson—. La última puerta del pasillo, la que da al lago —dijo señalando con la cabeza—. Cerrad con llave cuando os vayáis y devolvédmela antes de iros.
—No tendrás… —comenzó Olsson.
—Si queréis hablar conmigo, estaré en el despacho —atajó Henning Wallin.
—Precisamente, es lo que pensaba preguntarte —dijo Olsson—. ¿No tendrás dos minutos?
—Dos minutos —dijo Wallin. Por alguna razón, miró el reloj y se adelantó escaleras arriba hacia la planta superior sin volverse siquiera, con Olsson siguiéndolo a pocos pasos.
La puerta de Linda estaba cerrada con llave. Seguramente, la habría cerrado la misma persona que les entregó la llave, su padre. Las cortinas de las dos ventanas que daban al lago estaban echadas y la habitación se hallaba en penumbra.
—¿Qué te parece si descorremos las cortinas? —preguntó el colega de Enoksson.
—Bien, así no tendremos que andar con la luz eléctrica —decidió Enoksson. Porque aquí han limpiado ya, pensó.
—Linda tenía una habitación más grande que las de todos mis hijos juntas —constató el colega una vez descorridas las cortinas, cuando la luz inundó la amplia habitación—. Además, parece que era muy ordenada —añadió—. La habitación de la mayor de mis hijas no tiene esta pinta, vamos.
—Pues sí —dijo Enoksson—. Por lo visto, el padre tiene a una señora que se encarga de todo, así que será con ella con quien tengamos que hablar. —Esto no está solo limpio, se dijo. Habían cambiado las sábanas, el orden que reinaba en el escritorio de Linda era casi minucioso. Los cojines del sofá estaban dispuestos como solían aparecer en las revistas de decoración. Ya no es la habitación de Linda, pensó Enoksson. Es un mausoleo erigido en su memoria.
—Y bien, ¿habéis encontrado algo de interés? —preguntó Olsson dos horas después y una vez en el coche, de vuelta a la comisaría.
—¿A qué te refieres? —preguntó Enoksson.
—Pues eso, objetos personales —respondió Olsson evasivo—. Parece que no escribía ningún diario, según el padre. O al menos, no que él supiera —explicó.
—No, claro, no que él supiera —dijo Enoksson—. Eso ya lo sé.
—A mí me cuesta mucho creer que mintiera sobre algo así —confesó Olsson—. Lo más seguro es que, simplemente, no tuviera ningún diario. Yo tengo dos hijos y ninguno tiene diario. Por cierto, ¿habéis comprobado el ordenador?
No sé cómo se le ocurre, pensó Enoksson.
—Pues sí —dijo el colega, pues Enoksson no parecía haber oído la pregunta—. Hemos comprobado el ordenador. Buscamos huellas dactilares y hemos revisado el disco duro, así que tranquilo.
—¿Y habéis encontrado algo interesante? —insistió Olsson.
—Te refieres al ordenador, ¿verdad, jefe? —dijo el colega de Enoksson con una sonrisa, ya que Olsson estaba a buen recaudo en el asiento trasero.
—Sí, claro, me refiero al ordenador —repitió Olsson.
—No —respondió Enoksson—. Nada de interés en el ordenador tampoco. Si me perdonas un momento, Bengt —dijo sacando el móvil para llamar a su mujer, pero, sobre todo, para que su jefe cerrara el pico.
—Bueno, Enok —dijo Bäckström, y asintió expectante—. ¿Has encontrado el diario?
—Pues… no —respondió Enoksson con una vaga sonrisa.
—¿Y su padre no creía que tuviera alguno? —preguntó Bäckström.
—Esas fueron sus propias palabras —afirmó Enoksson—. Sugirió que le preguntásemos a la madre de Linda. Él no pensaba hacerlo. Al parecer, apenas si se han saludado desde que se separaron hace diez años, y antes del divorcio no hacían otra cosa que discutir.
—Ya —dijo Bäckström comprensivo—. Las tías pueden llegar a ser de lo más molesto.
—Mi mujer no —dijo Enoksson sonriendo—. Así que habla por ti, Bäckström.
Claro, ¿por quién iba a hacerlo, si no lo hago por mí?, pensó.
Aquella tarde llamaron a Bäckström de la sección de personal de Estocolmo. Teniendo en cuenta la cercanía del fin de semana, querían aprovechar para recordarle que tanto él como Rogersson estaban a punto de alcanzar el límite de horas extra permitidas.
—Es un consejo para el fin de semana —explicó la empleada de la sección de personal—. Así no correréis el riesgo de tener que trabajar gratis si la cosa se dispara —explicó.
—Aquí detenemos a la gente ya sea día de holganza o día de labranza —dijo Bäckström. No como tú y los demás burócratas gandules, pensó.
—Pero en fin de semana no hay nunca nada, ¿no? Y es verano y hace sol, además —insistió la mujer—. Así que descansa un poco, Bäckström. Ve a bañarte a la playa, hombre.
—Gracias por la sugerencia —dijo Bäckström antes de colgar. A bañarme, pensó. Joder, si ni siquiera me acuerdo de cómo se nada.
Rogersson, en cambio, no opuso la menor objeción.
—Yo había pensado tomarme el fin de semana libre de todos modos. Quería coger el coche de servicio e ir a Estocolmo. Vente conmigo, hombre, y nos damos un garbeo por el centro. Además, coño, la cerveza está mucho más rica en Estocolmo que en esta cueva de paletos.
Ya, claro, eso es porque ya no la tienes gratis, pensó Bäckström.
—Creo que me voy a quedar —respondió Bäckström—. Pero podrías hacerme un favor.
—¿Qué favor? —preguntó Rogersson, mirándolo suspicaz.
—Aquí tienes las llaves de mi cuartelillo —dijo Bäckström, dándole las llaves antes de que Rogersson reaccionara y se negase en redondo—. Si pudieras pasarte y echarle una ojeada a Egon —explicó—. Darle un poco de comida y eso. Las instrucciones están en el bote, y es importante que las sigas —añadió.
—¿Alguna cosa más? —preguntó Rogersson—. ¿Le digo algo de tu parte? ¿Me siento un rato a charlar con él o lo llevo a dar una vuelta por la ciudad?
—Con que le des de comer basta —respondió Bäckström.
Cuando volvió a la habitación del hotel y una vez equilibrado el volumen de fluidos, llamó a Carin. Curiosamente, ella no respondió, pese a que lo había llamado varias veces aquel día, y él no era el tipo de persona que dejaba mensajes en el contestador de la gente. De modo que se tomó otras cuantas cervezas, reforzadas por varios tragos de whisky, para poder repasar mentalmente la situación. A falta de nada mejor, terminó por bajar al restaurante. Incluso sus colegas brillaban por su ausencia. Knoll y Tott estarían seguramente en la habitación de alguno de los dos, hablando de su parte del trabajo, mientras la Svanström estaría con las piernas cruzadas alrededor de la cintura de Lewin pensando en cosas completamente distintas. Esas pequeñas cosas con las que ocupan la cabecita, pensó Bäckström, y pidió un gran coñac para acompañar el café y poder pensar mejor aún.
Más o menos al mismo tiempo que Bäckström trataba de facilitarse la tarea de pensar con uva fermentada y destilada, se celebró una manifestación en memoria de Linda Wallin. Una semana después de que la asesinaran, el mismo día que habría cumplido veintiún años si aún hubiera seguido con vida. Unos doscientos habitantes de Växjö marcharon del Stadshotell hasta la casa donde la habían asesinado, haciendo el mismo recorrido que constituyó el fin de su propio caminar por la vida terrenal. No hacía tiempo de llevar antorchas, pero dispusieron un jardín de luces delante del edificio con hachones encendidos en los que habían colocado flores y un gran retrato de la víctima. El gobernador pronunció un breve discurso. Sus padres estaban demasiado destrozados como para asistir, pero unos cuantos policías de la unidad de investigación se habían sumado al séquito del duelo y eran muchos más los que procuraban que ni a ellos ni a los demás participantes los molestaran. Bäckström y sus colegas se abstuvieron de participar, lo cual solo era expresión de la declaración de principios y la decisión tomada hacía muchos años. El personal de la comisión de homicidios de la judicial debía dedicarse exclusivamente a actividades derivadas del servicio o las misiones que tuvieran encomendadas. Y más o menos al mismo tiempo que terminaba aquella breve ceremonia, Bäckström dejó el bar del hotel.
Puesto que la cosa parecía estancada, volvió a su habitación y llamó otra vez a la buena de Carin; seguía saltando el contestador. Pero en el mismo instante en que colgó el auricular, se le ocurrió la primera idea constructiva de la noche. Pues nada, me pondré una buena peli porno, pensó Bäckström, ¿y cómo coño me la agencio de la mejor manera y también la más discreta, de modo que no aparezca luego en la nota de la habitación del hotel?, se preguntó.
Y no tardó ni cuatro segundos en dar con la respuesta. Será por el coñac, pensó. Bajó a recepción, pidió la llave de la habitación de Rogersson, se tumbó en la cama recién hecha con sábanas limpias y puso aquel de los dos canales de adultos que parecía más prometedor según la programación. Después se bebió una de las cervezas que se había llevado, el culillo que quedaba en la botella de vodka báltico, que también se había llevado, junto con dos medias botellas de vino que, por razones nada claras, seguían allí ensuciando el minibar de la habitación de Rogersson. Esto sí que está animado, esto sí que está bien, pensó Bäckström, tan pedo a aquellas alturas que tenía que taparse un ojo para poder enfocar con el otro el trasero de la protagonista femenina que trabajaba a toda máquina en la pantalla del televisor. Y en algún momento, justo en esa situación, debió de caer redondo, porque cuando se despertó otra vez, el sol le ardía implacable en la barriga; se había olvidado de echar las cortinas, eran cerca de las diez de la mañana y en el televisor se veía el mismo trasero galopante que cuando se desvaneció la noche anterior.
Después de una ducha rápida y de ponerse ropa limpia, bajó al restaurante para desayunar. Estaba prácticamente vacío. Los únicos que se veían en la esquina habitual eran Lewin y la Svanström. ¿Dónde se habrán metido los buitres?, pensó Bäckström mientras cargaba una buena ración de huevos revueltos con minisalchichas en el plato que, teniendo en cuenta la noche anterior, completó con unos filetes de anchoa y un puñado de analgésicos que el amable camarero había colocado junto a la bandeja de pescado.
—¿Puedo sentarme aquí? —dijo Bäckström tomando asiento—. ¿Me delatan mis esperanzas o de verdad ha puesto alguien matarratas en el edificio? —preguntó señalando las mesas vacías.
—Si preguntas por los periodistas es que no has visto el teletexto —dijo Lewin.
—Cuenta —dijo Bäckström. Ensartó dos filetes de anchoa con el tenedor y los acompañó de tres pastillas. Lo regó todo con varios tragos de zumo de naranja y dijo «aaa» ruidosamente.
—Pues ayer, entrada la noche, se celebraba una boda en Dalby, cerca de Lund, y justo cuando los novios iban a bailar el vals, se presentó en la fiesta el antiguo novio de la recién casada. Sacó un AK4 y se fundió todo el cargador —explicó Lewin.
—¿Y cómo acabó la cosa? —preguntó Bäckström. Unas minisalchichas fenomenales las de este restaurante, pensó. En cuanto les acercaba el cuchillo, afloraban las perlas de grasa.
—Como era de esperar —dijo Lewin—. Llamé a los colegas de Malmö y, por lo que dicen, la novia, el novio y la madre de la novia están muertos, y en el hospital hay unos veinte invitados esperando que los cosan. Balas perdidas, fragmentos de bala, proyectiles rebotados y todo lo que salió volando por los aires.
—Gitanos —dijo Bäckström, más como una constatación esperanzada que como una pregunta.
—Siento decepcionarte —dijo Lewin, con cierta altivez repentina—. Prácticamente todos los asistentes eran, al parecer, originarios de la región. Incluido el que disparó, que es jefe de grupo de la milicia local y, por lo visto, sigue en la calle.
Bueno, no se puede tener todo, y, por cierto, ¿qué coño ha pasado con el humor popular sueco de toda la vida?, pensó Bäckström.
—¿Alguna otra pregunta? —añadió Lewin.
—¿Dónde están Knoll y Tott? —preguntó Bäckström.
—Supongo que en la comisaría —respondió Lewin. Se levantó y dejó la servilleta—. Eva y yo tenemos el día libre, de modo que habíamos pensado ir a bañarnos.
—Suerte —respondió Bäckström. A los dos. Y no olvidéis saludar a tu mujer, a su marido y a vuestros hijos, pensó.
A falta de otra cosa mejor que hacer, Bäckström apareció por el trabajo después del almuerzo. Reinaba un ambiente de inactividad, pero claro, ¿qué cabía esperar, estando él ausente? Sin embargo, tanto Knutsson como Thorén se hallaban detrás de sus ordenadores, tecleando compulsivamente como dos pájaros carpinteros desaforados, pensó Bäckström.
—¿Cómo va eso, muchachos? —preguntó. De todos modos, aquí el jefe soy yo, pensó.
—Va, gracias por preguntar —respondió Knutsson.
Según Knutsson, reinaba cierta calma festiva en la investigación, pero los controles de ADN seguían según lo previsto. En total, habían tomado muestras a unas cincuenta personas. Todas ellas se habían prestado voluntariamente, nadie se había resistido y la mitad estaban ya descartados. En el laboratorio trabajaban bajo presión y de la montaña de casos pendientes, el asesinato de Linda seguía teniendo prioridad.
—Obtendremos respuesta del resto la semana que viene —dijo Thorén—. Y no paran de entrar nuevos. Cogeremos a ese tío, Bäckström, sobre todo si tu hipótesis es correcta.
Qué dices, pues claro que lo es, pensó. ¿Cuál es el problema?
—¿Qué pensabais hacer esta noche? —preguntó Bäckström. ¿Qué mierda de opciones tengo?, se dijo.
—Comer algo —respondió Thorén.
—En algún lugar tranquilo —aclaró Knutsson.
—Luego pensábamos ir al cine —dijo Thorén.
—Reponen una muy buena en el cine del centro, la verdad —explicó Knutsson.
—Bertolucci, Novecento —dijo Thorén.
—La primera parte —aclaró Knutsson—. Que es claramente la mejor. La segunda se hace un poco larga a ratos. ¿O tú qué dices, Peter?
Estos dos deben de ser maricones, pensó Bäckström. A pesar de lo que tanto ellos como los demás colegas van diciendo sobre todas las mujeres a las que se han cepillado, tienen que ser maricones. ¿Quién coño, si no, va a Växjö para ir al cine?
Cuando volvió al hotel, después de un breve alto de dos cervezas en una terraza de la calle Storgatan, llamó a Rogersson al móvil.
—¿Qué tal? —preguntó Bäckström.
—De miedo, si quieres que te diga la verdad —respondió Rogersson—. Aunque el pobre Egon no parecía muy animado —añadió—. ¿La versión completa o la resumida? —preguntó.
—La resumida —dijo Bäckström. ¿Qué coño quiere decir?, pensó.
—Pues entonces, ha recogido velas, ha dejado de remar, por decirlo de alguna manera —declaró Rogersson.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Bäckström indignado. Egon, pensó.
—Que estaba flotando boca arriba, le empujé un poco, pero no movió una aleta —explicó Rogersson.
—¿Qué coño estás diciendo? —repitió Bäckström—. ¿Y qué hiciste?
—Lo eché al váter y tiré de la cadena —respondió Rogersson—. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Mandarlo al instituto forense?
—Pero ¿de qué cojones se habrá muerto? —preguntó Bäckström. Tenía comida para dar y tomar, pensó.
—Estaría deprimido —respondió Rogersson con una carcajada.
La noche del sábado, Bäckström veló el cadáver de Egon y el domingo se quedó dormido, se saltó el desayuno e invirtió las fuerzas que le quedaban en tomarse un almuerzo tardío. Había conseguido mitigar la intensidad del dolor inicial, y por la tarde hizo un nuevo intento de localizar a Carin, pero lo único que consiguió fue oír la misma voz jovial del contestador.
¿Qué coño está pasando?, pensó, y abrió otra lata de las cervezas que tenía en la habitación. Es como si a la gente ya no le importara nada, y, desde luego, por un simple policía no se preocupa ni el gato, se dijo. Por si fuera poco, aquella era la última cerveza.