24

En la reunión matutina, aquel mismo día, Enoksson pudo dar cuenta de los primeros resultados concretos de la investigación científica.

Gracias al ADN del asesino, habían podido descartar a una decena de personas. El primero en aparecer fue también el primero en quedar excluido, el antiguo novio de Linda, junto con dos compañeros de estudios de esta, que la habían visto la noche de autos en el pub, y media docena de delincuentes sexuales cuyo perfil de ADN estaba almacenado en la base de datos de la policía. Leo Baranski era uno de ellos.

—Es como salir al campo empuñando una guadaña muy afilada —dijo Enoksson satisfecho—. De dos buenas pasadas, desaparece todo lo que no pinta nada en este asunto.

—De acuerdo —dijo Bäckström—. Ya habéis oído a Enok. A mover la guadaña. Pruebas, pruebas y más pruebas de ADN. Aquel que tiene la conciencia tranquila no tiene nada que temer, y todas las personas honradas quieren ayudar a la policía, de modo que prestarse a dejar una muestra no debe de plantearles ningún problema.

—Y si, a pesar de todo, hay quien se opone, ¿qué? —preguntó desde el otro extremo de la mesa un joven talento local.

—Pues tanto más interesante —dijo Bäckström, y sonrió tan cordial como el lobo malo del cuento de los tres cerditos. ¿A quién coño admiten ahora en el Cuerpo?, se preguntó.

La mañana de aquel mismo día se plantó en Växjö Sten Nylander, el jefe de la judicial central. Nylander llegó en helicóptero, junto con su jefe de gabinete y un ayudante. El personal de menor graduación de la Unidad Nacional de Operaciones que debía responder de los aspectos prácticos había salido con antelación en dos jeeps militares americanos de la marca Hummer, que también tenía a su disposición la unidad.

Cuando Nylander aterrizó en el aeropuerto de Småland, a menos de diez kilómetros de Växjö, el comité de recepción ya estaba preparado y la Unidad Nacional de Operaciones se encargó de que la zona estuviese despejada de civiles y otras personas ajenas al Cuerpo.

El jefe de la policía provincial había acudido desde su lugar de veraneo y hasta se había cambiado los pantalones cortos y la camisa hawaiana por un traje gris y una corbata, aunque se rozaban los treinta grados. A su lado estaba el comisario Bengt Olsson, pulcramente ataviado con el uniforme, y los dos sudaban ya con copiosidad.

Nylander, en cambio, iba impecable y sin el menor rastro de secreciones corporales. A pesar del tiempo que hacía, llevaba el mismo equipo que cuando se vio con Bäckström la semana anterior, así como la gorra, totalmente aplastada, que se puso en el mismo momento en que se bajó del helicóptero. Completaban el conjunto un par de gafas de sol oscuras y sin montura, de lentes reflectantes, y una fusta. En concreto esta última había despertado el asombro de los lugareños, puesto que nadie había visto ni rastro de Brandklipparen.

En primer lugar y desde los jeeps, «reconocieron el terreno en cuestión», Växjö y alrededores, como preludio de la actuación inminente. En parte para «calibrar» el entorno, en parte para localizar puntos adecuados en los que «instalar» las unidades, y en parte, finalmente, para decidir «el lugar óptimo» de la detención del autor del crimen.

—Pero ¿de verdad podéis saberlo de antemano? —objetó el jefe de la provincial, que iba apretujado en el asiento trasero, rodeado de media docena de figuras silentes con uniforme de camuflaje—. Quiero decir… si ni siquiera sabemos quién es. No lo sabemos todavía, claro —añadió excusándose.

—Exacto —dijo Nylander desde el asiento delantero y sin volver la cabeza siquiera—. Todo es cuestión de planificación.

Un par de horas después, habían terminado. Nylander había declinado tanto la reunión en el despacho del jefe de la provincial como el almuerzo que tenían planeado y las demás formalidades. Debía continuar el vuelo a Gotemburgo con motivo de un asunto similar y de los detalles de tipo práctico del caso de Växjö podían encargarse perfectamente sus colaboradores junto con Olsson.

—Lo que sí quiero es saludar a los míos —dijo Nylander, y un cuarto de hora después entraba en las oficinas de la unidad de investigación.

¿Qué coño está pasando?, se preguntó Bäckström cuando oyó barullo en el pasillo y atisbó a la primera de las figuras con el uniforme de camuflaje. ¿Estamos en guerra o qué?

Nylander asomó por la puerta entreabierta e hizo a todos un gesto de asentimiento a modo de saludo, exactamente igual que un petrolero en el vaivén de las olas. Acto seguido, se llevó a Bäckström a un lado y hasta le dio una palmadita en la espalda.

—Confío en ti, Åström —dijo el jefe de la central—. Procura atraparlo cuanto antes.

—Por supuesto, jefe —dijo Bäckström asintiendo y mirando su propia imagen reflejada en las gafas de su interlocutor. Te doy las gracias humildemente, so jeta, pensó.

—Debes sentirte totalmente libre de detenerlo este mismo fin de semana —dijo Nylander cuando volvió al aeropuerto en compañía del jefe de la provincial—. Los muchachos que harán el trabajo están ya acuartelados —explicó.

—Me temo que tardaremos un poco más —dijo el jefe de la provincial a gritos, ya que el helicóptero estaba calentando motores y apenas se oía a sí mismo. ¿Y por qué se alojarán en un cuartel? ¿Es que no tienen vivienda propia?

—Si ya tenéis el ADN, ¿a qué esperáis? —preguntó Nylander.

El jefe de la provincial se limitó a asentir, dado que, de todos modos, no oían lo que decía y tampoco parecía importarle a nadie. ¿Qué está pasando aquí, en Växjö?, pensó. Donde vivo.

Después del almuerzo, Bäckström pasó por el despacho de Olsson, puesto que ya era hora de que alguien infundiera algo de sensatez en aquella cabeza hueca. La luz roja estaba encendida, pero Bäckström no estaba para tonterías. Llamó a la puerta y entró sin más.

Olsson estaba en compañía de tres colegas de la Unidad Nacional de Operaciones, pero se diría que no se hallase cómodo con ellos. Los tres vestían el uniforme de camuflaje y eran tan parecidos que podría confundírselos fácilmente, a pesar de que dos de ellos iban totalmente rapados mientras que el otro se había limitado a cortarse el pelo al cepillo. Ninguno de los tres pestañeó siquiera al ver entrar a Bäckström.

—Hombre, eres tú, Bäckström —dijo Olsson poniéndose de pie enseguida—. Si nos disculpáis un momento…

Se llevó a Bäckström al pasillo.

—¿Qué es lo que nos han enviado? —preguntó Olsson en cuanto hubo cerrado la puerta, meneando la cabeza con nerviosismo—. ¿Qué le está pasando a la policía sueca?

—Un registro —dijo Bäckström imperativo—. Es más que hora de efectuar un registro en la casa del papaíto.

—Por supuesto —respondió Olsson sonriendo indeciso—. Es solo que, como comprenderás, no he tenido tiempo, pero si le pides a Enoksson que venga a verme, lo arreglamos enseguida.

—Luego quiero que volvamos a interrogar a la madre y al padre —dijo Bäckström, que no pensaba perder la oportunidad.

—Por supuesto —repitió Olsson—. Ya deberían haberse recuperado un poco. En fin, quiero decir, que ahora sí tiene sentido —añadió—. No habrás abandonado la idea de que la chica sufrió la agresión de un pirado que era un perfecto desconocido, ¿verdad?

—Pues sí, sufrió la agresión de alguien a quien conocía —dijo Bäckström secamente—. Y ya se verá si es o no un pirado.

Olsson asintió sin más.

—Dile a Enoksson que venga a verme lo antes posible —le repitió casi con un tono de súplica en la voz.

Cuando Bäckström entró en el laboratorio se encontró a Enoksson con la bata blanca y los guantes de látex, pero en cuanto lo vio, se quitó los guantes y los dejó encima de la mesa gigantesca antes de ofrecerle una silla.

—Bienvenido a la cabaña —dijo Enoksson con una sonrisa amable—. ¿Quieres un café?

—Acabo de tomarme uno —respondió Bäckström—. Pero gracias de todos modos.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó Enoksson.

—Drogas —dijo Bäckström. Y que Olsson siga sudando mientras espera, se dijo.

Luego le refirió lo que él y los colegas habían estado hablando la noche anterior.

—El colega Lewin sugirió la idea de que el tío podía estar colocado —dijo Bäckström—. ¿Cómo podríamos averiguarlo?

Según Enoksson, existía alguna posibilidad. La sangre que habían aislado del marco de la ventana bastaría para investigarlo, probablemente. En cambio, no estaba seguro de que pudieran usar el esperma del asesino, aunque, naturalmente, pensaba comprobarlo. Los pelos también le infundían cierta esperanza.

—Si son pelos de la cabeza del asesino, el laboratorio podrá pronunciarse sobre si había consumido cannabis, por ejemplo. Al menos, si llevaba un tiempo consumiéndolo.

—Supón que solo lo hizo antes de atacar a Linda —dijo Bäckström.

—Ah, ya veo —respondió Enoksson—. Ese detalle se nos ha ocurrido a varios —aseguró sin explicar a qué detalle se refería exactamente—. Te prometo que lo investigaremos. En cuanto a Linda, resulta que hemos recibido los resultados del forense esta mañana —prosiguió mientras hojeaba un montón de papeles que tenía delante, encima de la mesa—. Aquí lo tenemos —dijo sosteniendo en el aire un documento.

—Te escucho —lo apremió Bäckström.

—Cero coma nueve por mil en la sangre del muslo y cero coma veinte en la orina, lo que en sueco normal y corriente significa que estaba discretamente borracha cuando se encontraba en el pub, pero prácticamente sobria cuando murió.

—Y eso es todo —dijo Bäckström. Con un poco de suerte, lo probaron los dos, pensó.

—Nada —dijo Enoksson—. El análisis toxicológico dio negativo en sangre, y en la orina no se han detectado cannabis, anfetaminas, opiáceos ni metabolitos de cocaína —leyó Enoksson con las gafas en la punta de la nariz—. Linda parecía estar limpia, como dicen los colegas de estupefacientes —constató.

No se puede tener todo, pensó Bäckström.

—Otra cosa —añadió—. Si tienes tiempo.

—Por supuesto —respondió Enoksson.

—¿Quién es este tío? —preguntó Bäckström. Tómate tu tiempo, pensó. Olsson está divinamente donde está.

—Yo creía que ese era tu trabajo, Bäckström —repuso Enoksson evasivo—. Estás pensando en lo de la zapatera y todo eso, ¿verdad? Crees que tiene que tratarse de alguien a quien ella conocía.

—Exacto —dijo Bäckström.

—Comprendo por dónde vas —aseguró Enoksson—. Pero, además, no parece estar muy en sus cabales. ¿Y tenemos que suponer que Linda conocía a un tipo así?

—Bueno, tú medítalo —dijo Bäckström magnánimo. Es que no aprenden nunca, pensó.

—De acuerdo —respondió Enoksson, algo preocupado de pronto—. Es una historia terrible, la verdad. A mí me ha afectado muchísimo, y eso que creía que ya lo había visto casi todo.

—Pues sí —replicó Bäckström satisfecho—. Nuestra conocida común, Lo, tiene mucho que solucionar.

—Desde luego, es terrible —reconoció Enoksson—. Yo me estoy haciendo viejo, pero si no eres capaz de mirar las fotos del escenario del crimen, no es lógico que quieras trabajar en la Científica. Así no salen fotos buenas y se supone que debemos tomarlas nosotros —añadió.

—Tú mismo lo acabas de decir —respondió Bäckström. ¿Quién coño quiere trabajar de técnico?, pensó.

—Y solo unos pocos tienen el privilegio de hallar guía y consuelo en Nuestro Señor —dijo Enoksson con una sonrisa.

—Así que te lo han contado —respondió Bäckström con tono burlón—. Gracias por el aviso.

—Pues sí, así son las cosas —respondió Enoksson con un suspiro—. ¿Qué fue del secreto de confesión? Por lo demás, lo de que las obras del hombre son obras fragmentarias no es una cita de la Biblia, aunque recuerda al texto de la primera carta de Pablo a los corintios, y eso, naturalmente, lo sabe todo hijo de Småland, pero ¿de verdad es necesario que todos los fragmentos queden a la vista del público? Ven conmigo, te voy a enseñar a qué me refiero.

Enoksson se levantó, se dirigió a la mesa del ordenador y empezó a teclear tan rápido como un veinteañero enganchado a la informática.

—Este es uno de los diarios digitales más normales —dijo Enoksson señalando la imagen de la pantalla—. Aquí puedes leer horrores que ni los diarios vespertinos de la prensa escrita se atreverían a publicar. Para que resulte más práctico, todos parecen tener el mismo dueño. «ESTRANGULADA CON LA CORBATA DE SU PADRE» —leyó Enoksson—. Ahí tienes el titular. Y en el artículo encontrarás prácticamente todo lo que dijimos en la reunión de ayer. Incluido lo de los zapatos. Aunque lo de la zapatera parece que se les ha pasado. Se ve que no era suficientemente interesante. —Enoksson lanzó otro suspiro y apagó el ordenador.

Vaya, pues sí que eres un pequeño filósofo, Enok, pensó Bäckström.

—Ah, y hay una cosa más —recordó Bäckström—. Parece que Olsson quería hablar contigo. A propósito de un registro en casa del padre de la víctima, creo.

Esto va como una seda, pensó Bäckström, que bajó enseguida a ver a Rogge para decirle que ya era hora de volver a interrogar a los padres de Linda, y que lo harían de forma exhaustiva, por el procedimiento normal.

—Entonces será mejor que lo haga yo —observó Rogersson.

—Luego tenemos que investigar lo de sus amistades. Localizar a todo quisque que haya tenido que ver con ella aunque no haya sido más que para saludarla y meterles a todos el algodón en los morros. Así no habrá que sacar el ADN de toda la ciudad —explicó Bäckström—. La madre, el padre, los amigos, los compañeros de clase, amigos y conocidos de su familia, los vecinos de todos, los profesores, la gente que trabaja en la comisaría, y todos los que llevaban pantalones en el pub el viernes por la noche. Incluso los que prefieran llevar vestido aunque tengan una estaca en la entrepierna. Ya sabes a qué me refiero —dijo haciendo una pausa para tomar aliento.

—Lo sé —respondió Rogersson—. Aunque de su madre podemos pasar, ¿no? Me refiero al ADN. Pero, de todos modos, tendrás que mandarle refuerzos a Sandberg.

—¿Alguna propuesta? —preguntó Bäckström con autoridad.

—Knutsson, Thorén, o los dos. Ninguno será aspirante al Premio Nobel, ya lo sé, pero al menos son meticulosos.

Se apaña uno con lo que tiene a mano, pensó Bäckström. ¿No fue eso lo que dijo Jesús cuando repartió los panes y los peces entre sus amigos?, se preguntó.

—¿Tienes un minuto? —le preguntó Anna Sandberg un cuarto de hora después, mirando con extrañeza a Bäckström, que asomaba detrás de las pilas de papeles que tenía en aquel escritorio prestado.

—Naturalmente —respondió Bäckström generoso, señalando la única silla libre. ¿Quién dice que no a un par de buenas domingas?, pensó.

—Me he enterado de que me enviarás refuerzos —dijo Anna en un tono muy parecido al de su jefe y colega, el comisario Olsson.

—Exacto —asintió Bäckström. Así que venga esa sonrisa, por favor, pensó.

—Pero la idea es que yo siga llevando el tema de las personas del entorno de Linda —prosiguió Anna—. No habrás pensado sustituirme en esa tarea, ¿verdad? —preguntó con un gesto exigente.

—Por supuesto que no —respondió Bäckström—. Puedes llevarte a Thorén y a Knutsson. Unos chicos estupendos. Tú mantenlos a raya y, si se ponen difíciles contigo, dímelo y les daré un tirón de orejas. —Y ahora, seguramente, tendremos un puto debate de igualdad de sexos, como si lo viera, pensó.

—Bueno, entonces, bien —dijo Anna, y se levantó—. No habrás abandonado la idea de que la chica sufrió la agresión de un pirado que era un perfecto desconocido, ¿verdad? —soltó de repente.

—Hombre, tanto como abandonar la idea… —dijo evasivo y se encogió de hombros—. Ah, otra cosa. La agenda que me prometiste. No se te habrá olvidado, ¿verdad?

—Ahora mismo te la doy —respondió Anna antes de salir.

¿Por qué coño se ha enfadado ahora?, pensó Bäckström.

Una agenda negra normal y corriente con un forro rojo quizá no tan normal, de piel y con el nombre de la propietaria, «Linda Wallin», grabado en letras de oro en la esquina inferior derecha. Un regalo de papá, pensó Bäckström, y empezó a hojearla en busca de los nombres de sus amistades masculinas.

Media hora después, había terminado. La agenda contenía todo lo que debía contener. Breves anotaciones sobre citas, clases, conferencias y ejercicios de la escuela de policía. Los horarios de su sustitución en la comisaría, que comenzó después de la fiesta del solsticio. Visitas recurrentes a Växjö para ver a su madre. Las notas de una semana de vacaciones que pasó en Roma a primeros de junio, junto con Kajsa, una amiga y compañera de clase. Nada particularmente íntimo y, desde luego, nada revelador; y el hombre al que mencionaba con mayor frecuencia que a todos los demás juntos era su padre, «papaíto», o solo «papi». A partir del viaje a Roma, «Papa», pero un par de semanas después, vuelve a «papi». Por lo demás, sus amigos y sus amigas íntimas, Jenny, Kajsa, Ankan y Lotta.

La penúltima anotación era del jueves 3 de julio. Es decir, de hacía una semana, y en ella Linda tenía apuntado que debía trabajar de nueve a diecisiete horas y que ella y Jenny tenían planes para esa noche. «¿De farra?». Las últimas notas, que, a juzgar por la letra y el bolígrafo utilizado, eran del mismo jueves, eran el horario del viernes, «13.00-22.00», y una línea diagonal sobre el sábado y el domingo, que indicaba que estaba libre.

A menos que pasara algo, pensó Bäckström, que se sintió inesperadamente abatido. Venga, muchacho, anímate, se dijo irguiéndose en la silla.

En enero había un total de cuatro anotaciones sobre alguien a quien llamaba «Noppe», pero puesto que Bäckström ya sabía que se trataba del apelativo del antiguo novio, el mismo al que ya habían descartado de la investigación tras el análisis de ADN, no le concedió mayor consideración al hecho de que el tal Noppe hubiese merecido la desaprobación de Linda hasta el punto de verse honrado con la única nota sentimental negativa de toda la agenda. «Noppe siempre fue un mierda», constataba su antigua novia el día 13 de enero, vigésimo día después de Nochebuena, festividad de san Canuto.

Bueno, bueno, pensó. Y en realidad, a él solo lo inquietaba una cosa. Tampoco es que fuese muy emocionante, pero más valía preguntar antes de dar la tarde por terminada y volver al hotel. Mejor que sea ella la que venga. Después de todo, para algo soy jefe, se dijo alargando la mano hacia el teléfono.

—Gracias —dijo Bäckström devolviéndole la agenda a la colega Sandberg.

—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó ella—. Quiero decir, algo que se me haya escapado.

Pero ¿qué coño le pasa? Sigue tan agria como antes, pensó.

—Bueno, solo me extraña una cosa —dijo Bäckström.

—Ajá, ¿el qué?

—El sábado diecisiete de mayo. La fiesta nacional de los noruegos —dijo señalando la agenda.

—Sí… —respondió Anna vacilante hojeando hasta el día indicado—. «Ronaldo, Ronaldo, Ronaldo, un nombre mágico» —leyó.

—Ronaldo, signo de admiración, Ronaldo, signo de admiración, Ronaldo, signo de admiración. Un nombre mágico, signo de interrogación —la corrigió Bäckström—. ¿Quién es Ronaldo? —preguntó.

—Ah, ahora te entiendo —respondió Anna sonriendo de pronto—. Debe de ser el jugador de fútbol. El brasileño ese que es tan bueno. Creo que ese día jugó una final de copa en la liga europea. Estoy segura de que los colegas de la Científica lo vieron. Marcó tres goles, si no recuerdo mal. Me parece que lo mencioné en la primera reunión, Linda era una de las mejores jugadoras del equipo de fútbol femenino de la escuela de policía. Dieron ese partido por televisión. Y probablemente, ella lo vio. No creo que tenga mayor misterio.

—Ummm… —murmuró Bäckström. Joder, qué manera de hablar de repente, pensó al tiempo que le cruzaba la mente la siguiente idea que, por desgracia, fue más rápida que su sentido común—. ¿Y no será sencillamente que Linda era bollera? —dijo. Mierda, pensó, pero ya era demasiado tarde.

—Perdona —dijo Anna mirándolo atónita—, ¿qué has dicho que era? ¿Qué la has llamado?

—Chica guapa, ningún chico a la vista, muy interesada por el fútbol, montones de amigas. ¿No será que, sencillamente, era lésbica? Bueno, o lesbiana —aclaró. O lo que coño digan ellas que se llaman, pensó.

—Pero bueno, Bäckström, por favor —dijo Anna con vehemencia y sin pensar en los títulos ni en la graduación—. Yo también jugaba al fútbol y ahora tengo marido y dos hijos, aunque eso no tenga nada que ver —dijo mirándolo iracunda.

—En estos casos, la vida sexual de la víctima tiene mucho que ver —replicó Bäckström y, en cuanto se dio cuenta de que ella no pensaba rendirse, alzó la mano para tranquilizarla—. Olvídalo, Anna. Olvídalo.

—Pues sí, desde luego, esperemos que se me olvide —respondió ella con un punto de irritación. Acto seguido cogió la agenda y se marchó.

Aquí hay algo que no encaja, pensó Bäckström. Cogió papel y un bolígrafo. ¡Ronaldo! ¡Ronaldo! ¡Ronaldo! Y debajo: ¿Un nombre mágico?

Pero a saber qué coño es, se dijo con la vista clavada en lo que acababa de escribir. Además, ya es más que hora de irse al hotel, estirarse un poco antes de la cena y quizá pimplarse una cerveza o dos, se dijo.

—He encontrado esto en la agenda de Linda —dijo entregándole la nota a Rogersson varias horas y varias cervezas más tarde—. Del diecisiete de mayo de este año.

—«Ronaldo, Ronaldo, Ronaldo, un nombre mágico» —leyó Rogersson—. Será el futbolista, ¿no? De algún partido que vio en la tele. Le gustaba mucho el fútbol. ¿Por qué te extraña?

—Bah, déjalo —respondió Bäckström. Déjalo, pensó.