21

Aquella misma mañana, la unidad de investigación recibió por fin los resultados del análisis de ADN, y todos acudieron a la reunión matutina. Se respiraba la tensión, y el ADN que había presentado el jefe de la Científica era de la mejor marca. Si conseguían atrapar a quien lo había dejado en el lugar del crimen, habrían resuelto el asesinato de Linda sin ningún tipo de duda. Desde el punto de vista de las pruebas científicas resultaba tan irrefutable que, en realidad, carecería por completo de interés lo que el asesino pudiera tener que decir al respecto cuando lo atrapasen.

Habían obtenido el ADN de ocho lugares distintos. Bajo la forma de esperma, en el sofá de la sala de estar. Bajo la forma de diversas secreciones corporales, en los calzoncillos azul oscuro de la marca Jockey, talla pequeña, que estaban debajo de dicho sofá. Bajo la forma de esperma en la vagina y el ano de la víctima. Bajo la forma de esperma en la pared de la ducha del baño. Bajo la forma de sangre en el alféizar de la ventana. Bajo la forma de fragmentos de piel en el alféizar de la ventana. Y, finalmente, en otro lugar del que los técnicos no habían dicho una palabra hasta el momento. Habían encontrado en el recibidor un par de deportivas blancas, talla cuarenta y dos, marca Reebok. El ADN que el laboratorio logró extraer demostró que eran las zapatillas del asesino.

—Al principio no estábamos muy seguros —explicó Enoksson—. Por eso no lo mencionamos siquiera. Pero la madre de Linda nos dijo que no las había visto nunca, así que las enviamos al laboratorio y, al parecer, coincidían.

Un par de calzoncillos Jockey y unas zapatillas Reebok. Que llevaban cientos de miles de hombres y de los que se han vendido millones de ejemplares. Buscar al que había comprado precisamente aquellos era impensable. Había que depositar la confianza en otras vías y, según Enoksson y sus colegas, las pistas obtenidas darían, con toda probabilidad, una buena imagen del curso de los acontecimientos.

El asesino entra en el apartamento por la puerta. Todo indica que fue la propia Linda quien lo dejó pasar. Se quita las deportivas y las coloca en la zapatera de la entrada.

Luego, él y la víctima acaban en el sofá de la sala de estar, el asesino se quita los pantalones y los calzoncillos y eyacula.

En el siguiente episodio, la acción se ha trasladado al dormitorio. El asesino le ata a Linda las manos a la espalda, le pone una mordaza y le inmoviliza los tobillos a los largueros de la cama, probablemente en ese orden. Después la viola dos veces, primero una violación vaginal, luego anal, y eyacula en ambas. Probablemente fue en ese momento de la violación anal cuando le acuchilló las nalgas. Durante esta segunda agresión, o después de esta, la estranguló.

Acto seguido se dirigió a la ducha, se duchó, se masturbó y eyaculó también allí.

—Y para terminar, huyó por la ventana del dormitorio —dijo Enoksson—. Salió con el pecho y el estómago pegados al alféizar y al marco de la ventana para reducir la altura de la caída —prosiguió—. Una vez fuera, al soltarse del marco, se arañó con el borde, que tiene una arista afilada y está oxidado.

La ropa que Linda llevaba la noche en que la asesinaron también había ayudado a los técnicos a establecer el curso de los acontecimientos.

—Según los testigos que la vieron en el pub, vestía la siguiente indumentaria —continuó Enoksson—. Un par de sandalias de piel de medio tacón y correas abrochadas por encima de los tobillos. Unos pantalones largos, de cintura baja y muy amplios, de hilo azul oscuro. Una camisa ajustada del mismo color, sin cuello y con cinco botones. Sobre la camisa, un chaleco negro de terciopelo con un bordado en hilo negro y perlas azules, ribeteado de pedrería azul. Llevaba a la espalda una mochila pequeña de terciopelo azul y tirantes reforzados en ante de color azul, que también se podían adaptar para convertirlos en asas y usarla como un bolso normal —explicó Enoksson—. Y… a ver —dijo rascándose la cabeza—. ¿Por dónde iba…?

»Ah, sí —continuó—. Debajo llevaba unas bragas y un sujetador negros. Unos zapatos, una mochila y cinco prendas de ropa en total. Y ahora pensaba ir a lo interesante de todo esto.

Linda parecía haberse quitado los zapatos y haber dejado la mochila nada más entrar en casa. Las sandalias estaban al filo de la alfombra de la entrada, y la mochila, apoyada en la pared, a medio metro de los zapatos. El chaleco de terciopelo, los pantalones de hilo y la camisa se encontraban en la sala de estar, pulcramente doblados en el brazo de un sillón. Debajo de todo, el chaleco, luego los pantalones y, encima, la camisa.

Las bragas y el sujetador, en cambio, estaban en el suelo del dormitorio. Las bragas estaban intactas, un poco retorcidas y parcialmente del revés, en el lado de la cama más próximo a la sala de estar. El sujetador, en cambio, se hallaba al otro lado de la cama. Desabrochado por la espalda, pero con los dos tirantes arrancados.

—La explicación más plausible es que el asesino se lo quitó después de haberle atado las manos a la espalda —explicó Enoksson.

El siguiente punto en el programa de Enoksson eran el reloj y las joyas de Linda. Según varios de los testigos con los que había hablado la policía, aparte del reloj que llevaba en la muñeca izquierda, Linda lucía, en la misma muñeca, una pulsera de oro fina, tres anillos en la mano izquierda y otro en el meñique de la derecha.

—El reloj y cinco joyas, seis en total —resumió Enoksson—. Todos los cuales se hallaban en el cuenco de cerámica que hay en la mesa de centro del salón —prosiguió al tiempo que pulsaba para proyectar una imagen a gran escala en la que se veían la mesa y el cuenco—. Creemos que ella misma se quitó el reloj y las joyas. Exactamente igual que se quitaría el chaleco, los pantalones y la camisa.

»Si os fijáis en el cuenco de la mesa —dijo Enoksson pulsando para ampliar la imagen—, veréis que también está el teléfono móvil. Lo que nos lleva al siguiente punto del programa: a saber, el contenido de la mochila.

En ella habían encontrado todo lo que normalmente lleva uno en un bolso. En total, ciento siete objetos. Estaba la agenda, un monedero de piel con el carnet de la escuela de policía, el carnet de conducir, cuatro fotos pequeñas de su padre, de su madre y de dos de sus amigas, tarjetas de visita propias, otras cuatro con otros nombres, una tarjeta bancaria y otras tarjetas del supermercado, tarjetas de cliente, una tarjeta VIP del Grace, el pub del Stadshotell de Växjö, y otra del Café Opera de Estocolmo.

También había dinero, algo más de seiscientas coronas suecas en billetes y monedas, así como sesenta y cinco euros; en total, unas mil doscientas coronas. Además, un neceser pequeño con barra de labios, sombra de ojos y otros artículos de maquillaje, una bolsita de caramelos de menta para la garganta, una barra de cacao, una cajita de plástico de hilo dental, un mondadientes en una funda de plástico, una caja de cerillas con doce cerillas, varios recibos y extractos de la tarjeta de crédito por comidas en restaurantes, compra de ropa y conceptos similares. Y además, naturalmente, virutas de haber sacado punta al lápiz y otros fragmentos de sustancias que un técnico de la Científica siempre encontraba en el fondo de un bolso, por ordenado y limpio que fuera su dueño.

—Por lo que al maquillaje se refiere —dijo Enoksson—, no se lo había limpiado, lo que puede ser de interés a la luz de cuál fue el curso de los acontecimientos. Aún lo llevaba cuando la encontraron a la mañana siguiente. Barra de labios, sombra de ojos y otra cosa cuyo nombre no recuerdo. Parece que todo es suyo. Eso cuyo nombre he olvidado figura en el informe. Ninguna cosa rara.

Finalmente, había también en la mochila un llavero con el puñado de llaves que abrían la puerta y otras cerraduras de la granja de su padre. Las llaves de un coche, un Volvo S40 de dos años de antigüedad, que su padre le había regalado cuando terminó el instituto. Perfectamente aparcado en su plaza privada, justo delante de la casa. Ahora, no obstante, se encontraba en la explanada de la comisaría y la inspección de la Científica no había dado ningún resultado.

—En fin —dijo Enoksson—. Puede que alguien quiera saber qué hay de la llave del piso de la madre, ¿verdad? Pues resulta que también estaba en el centro de mesa.

Enoksson mostró otro primer plano del cuenco de cerámica en la que, con una flechita roja, había marcado una llave normal y corriente con un llavero metálico en forma de aro. La explicación más sencilla era —según Enoksson— que Linda llevaría la llave del piso de la madre en el bolsillo, mientras que en el bolso guardaba el llavero más aparatoso de la casa del padre.

—Para concluir la historia de la mochila —prosiguió Enoksson—, no parece que falte nada. Y tampoco parece que nadie haya estado rebuscando entre las pertenencias de la víctima. Es decir, el móvil no parece ser tan simple como el del robo. El dinero seguía en el monedero, las joyas en el cuenco de la mesa y eso que solo el reloj, que es un Rolex de oro y acero que su padre le regaló cuando cumplió la mayoría de edad, debe de costar alrededor de sesenta mil.

Una vez repasado el contenido la mochila de Linda, Enoksson continuó con la exposición de los diversos instrumentos que el asesino había utilizado en la comisión del delito para violar, torturar y asesinar a la víctima. En concreto, se trataba de un cúter para empapelar paredes y cinco corbatas. De todo lo cual había fotografías. Para el asesino fue de lo más práctico, porque se lo encontró en el apartamento cuando llegó.

El cúter lo hallaron los técnicos en el suelo del dormitorio, pero antes de que fuese a parar allí, estaba en la encimera de la cocina. Un cúter normal y corriente, del que se utilizaba para cortar papel pintado, telas o moquetas. De un solo filo, regulable y con punta extraíble, de unos cinco centímetros de hoja y con una punta muy afilada.

—Es el arma con que le provocó las heridas en las nalgas —explicó Enoksson—. Hay sangre tanto en la hoja como en el mango, pero no hallamos las huellas del asesino. Al parecer, las limpió con la misma sábana con que luego cubrió el cadáver.

Las cinco corbatas estaban en una caja de cartón que había en la entrada. La madre de Linda estaba haciendo limpieza, rebuscando sábanas y toallas viejas y ropa de la que debía deshacerse.

Entre otras cosas, las cinco corbatas, algo pasadas de moda, de un modelo estrecho que compró en su día el padre de la víctima y que, por razones desconocidas, habían ido a parar a casa de la madre después del divorcio, y que ahora la madre había decidido tirar, pero que el asesino había utilizado para atar y estrangular a su hija.

Tres de dichas corbatas seguían en el cadáver de Linda cuando la encontraron muerta. La primera, bien apretada en el cuello, con el nudo en la nuca, para facilitarle la tarea al asesino, que seguramente se subió a horcajadas sobre la parte trasera de los muslos cuando la estranguló. La otra la había utilizado para atarle las manos a la espalda. La tercera estaba atada alrededor del tobillo derecho. La cuarta, enrollada en el suelo. Había en ella restos de saliva de la víctima, y de los dientes. Fue la que el asesino utilizó como mordaza y, probablemente, él mismo se la quitó cuando la hubo estrangulado. La quinta corbata estaba atada alrededor del travesaño de los pies de la cama y, a juzgar por otros indicios, estuvo atada al tobillo izquierdo de Linda.

—Una historia muy triste —sintetizó Enoksson, y apagó el proyector.

—¿Y qué hay de otros posibles rastros? —preguntó Bäckström—. Pelos y huellas, otras impresiones, fibras y todas esas cosas tan agradables que soléis encontrar vosotros en ese tipo de escenarios.

Según Enoksson, había muchas cosas. Habían obtenido unas diez muestras de pelo diferentes, todas las cuales habían enviado al laboratorio. Cabello normal, vello corporal y vello púbico.

—Con total seguridad, parte de esos rastros procederán del asesino —dijo Enoksson—. Pero aún no hemos terminado con esos análisis. Nos dedicamos primero a lo más sencillo.

Lo mismo ocurría con las huellas dactilares, otras impresiones y rastros de fibra. Si encontraban al autor del crimen, podrían relacionar con él muchas de esas pruebas.

—Teniendo en cuenta todo lo que ya tenemos, es una operación muy sencilla, en realidad —suspiró Enoksson—. Pero mejor tener más que menos. Claro que a veces me da la sensación de que ha estallado una oleada de histeria en torno a los rastros y las huellas en este país. Será por tantas películas como ven en la tele.

Vaya, resulta que eres un pequeño filósofo, Enok, pensó Bäckström.

—¿Tienes alguna otra información que darnos? —preguntó.

Enoksson parecía dudar. Meneó la cabeza.

—Venga, no te lo guardes para ti —dijo Bäckström—. Suéltalo, Enok, quítate ese peso de encima, ayuda a tus colegas, que tan duro están trabajando en el tajo.

—Bueno —respondió Enoksson—. En lo que a eso se refiere, tanto yo como los demás hemos dado el máximo. Cuando estuve hablando con el colega del laboratorio sobre el ADN… aunque está lejos de ser una conclusión fiable para la investigación y todavía está en… en fin, es solo un comienzo, claro… y existe el riesgo de que no sea cierto, pero…

—Enoksson —lo interrumpió Bäckström imperioso—, ¿qué te dijo el colega del laboratorio?

—Pues era una colega —aclaró Enoksson—. Y según ella, había ciertos indicios de que el ADN que tenemos no sea típico nórdico, de que presentaba ciertas características que indicaban que procede de un individuo con un origen distinto, por así decirlo.

Surprise, surprise, pensó Bäckström, aunque se limitó a asentir.

Tras una pausa para el café y para estirar las piernas —la exposición de Enoksson les había llevado cerca de dos horas—, le tocó el turno al forense. Ninguno de los resultados que tenía que transmitirles contradecía ni siquiera mínimamente lo que la policía ya había deducido por su cuenta. Con todo, eran preliminares, y de las conclusiones definitivas no tendrían noticia hasta dentro de dos semanas, cuando hubiesen finalizado todos los análisis y él hubiera terminado de contrastar los resultados.

—Lo que puedo decir en esta fase —dijo el forense puntilloso, mientras hojeaba ruidosamente sus documentos—, es que la víctima murió de asfixia por estrangulamiento. Que las observaciones de la autopsia revelan que la estrangularon con la corbata en cuestión y que la muerte se produjo en algún momento entre las tres y las siete de la mañana, la noche del viernes.

Vaya, pensó Bäckström.

—Que las heridas que presenta el cadáver en las nalgas derecha e izquierda coinciden, según los resultados de la autopsia, con el cúter en cuestión…

Vaya, hombre, pensó Bäckström.

—Que ese tipo de heridas vienen siendo cada vez más frecuentes en los últimos años en crímenes como este. La expresión «lesiones causadas por la aplicación de tortura», que oímos cada vez más a menudo, no es del todo incorrecta, aunque en mi profesión conviene abstenerse de hacer declaraciones acerca de los posibles móviles del asesino. Hay una serie de casos anteriores, de sobra conocidos, en los que el autor del crimen se ha servido precisamente de un cuchillo, de otras armas punzantes o de cigarrillos encendidos. También tenemos un par de casos suecos en los que se utilizó una pistola eléctrica…

Eso puedes ahorrártelo, se dijo Bäckström.

—Que la hemorragia relativamente abundante que se produjo a pesar del aspecto de las heridas indica que la víctima estaba viva cuando se le infligieron y que, seguramente, opuso resistencia. El cuerpo produce adrenalina, la presión sanguínea aumenta sensiblemente.

Algo es algo, pensó Bäckström. Nuestro asesino no está tan loco como para ponerse a torturar a un cadáver.

—Que las lesiones que se aprecian alrededor de los tobillos y las muñecas coinciden con las ataduras halladas en la investigación técnica…

Fíjate tú, se dijo Bäckström, y miró el reloj con disimulo.

—Muy bien —dijo Bäckström un cuarto de hora después, paseando la mirada por los congregados, como un mariscal de campo a sus tropas—. ¿Qué hacéis ahí sentados? Venga, a la calle a buscar a ese tío.