Växjö, miércoles 9 de julio
El día siguiente empezó insólitamente prometedor. El segundo diario vespertino más importante se negaba a dar la batalla por perdida. Querían la revancha y le habían sacado a Marian Gross más de lo que su redactor jefe habría podido exigirles. Un artículo a doble página con una gran foto del héroe de la historia, el bibliotecario Marian Gross, de treinta y nueve años, en perfecta consonancia con el titular: «ASUSTÓ Y PUSO EN FUGA AL ASESINO EN SERIE». ¿Cómo cojones lo ha conseguido el fotógrafo?, pensó Bäckström. Si da miedo ver al gordinflón ese. Han debido de fotografiarlo desde abajo, se dijo.
—Escucha esto —dijo Bäckström, y empezó a leer el artículo en voz alta.
—Espera —lo interrumpió Thorén puntilloso—. Ese tío tiene cuarenta y seis, no treinta y nueve, ¿no?
—Y qué más da —atajó Bäckström—. Atiende a esto. Marian se despertó de madrugada cuando oyó que alguien intentaba entrar en su casa. Fue corriendo hasta la puerta y vio por la mirilla a un joven de unos veinte años que intentaba forzar la cerradura con una ganzúa.
—Ya, ¿cuál de las tres? —preguntó Rogersson de mal humor—. Ayer, cuando estuve allí, vi que tenía tres cerraduras.
—No te obsesiones con esas minucias —dijo Bäckström, antes de retomar la lectura—. Entonces le preguntó qué estaba haciendo, cuenta Marian, pero antes de que pudiera abrir la puerta y atraparlo, huyó escaleras abajo y desapareció.
—¿Ha dado alguna descripción? —preguntó Knutsson.
—Y muy buena, la verdad —respondió Bäckström—. A pesar de que la cara del delincuente quedaba oculta bajo la visera de una gorra de béisbol, nuestro amigo polaco vio que llevaba el pelo corto, parecía casi rapado, y que tenía un aspecto típicamente sueco. Como un fanático del fútbol o, al menos, un fascista. Alto y fuerte. Un metro ochenta, aproximadamente, de unos veinte años. Llevaba una chaqueta de camuflaje en tonos verdes, pantalones negros de tela brillante remetidos por dentro de las botas militares de caña alta.
—Interesante —dijo Lewin tomando un sorbo de café al tiempo que, por debajo de la mesa, pasaba la punta del dedo gordo del pie desde el talón izquierdo de Eva Svanström hasta la pantorrilla bronceada—. Me refiero a la vestimenta, si tenemos en cuenta que fuera hacía veinte grados.
—Aquí hay algo que no encaja —opinó Knutsson, meneando la cabeza como expresión de sus dudas.
—Dime —dijo Bäckström interesado. Dejó a un lado el periódico y se inclinó para no perderse una sola palabra.
—¿Que el asesino bajó la escalera corriendo y luego se paró a llamar en casa de Linda? —explicó Thorén.
—Será que ya había liquidado a Linda —sugirió Bäckström solícito—. Y pensaría ir trabajando hacia arriba, digo yo.
—Pero ¿por qué no llamó a la policía? —prosiguió Knutsson—. El tal Gross, digo.
—Pues mira, eso se lo preguntaron —dijo Bäckström con una sonrisa burlona—. Como tantos habitantes de este país, Gross no confía en absoluto en la policía.
—Vaya, muchas gracias, hombre —terció Thorén—. Sobre todo, teniendo en cuenta a qué se ha venido dedicando el tío.
—Yo no me trago esa historia —dijo Knutsson, negando con un gesto vehemente—. Yo creo que se lo ha inventado todo. Bueno, salvo que hayan llamado a su puerta, claro. Como a la de la vecina, vamos.
—Pues yo no creo que podamos avanzar más —suspiró Rogersson, y se levantó de la mesa—. ¿Quieres que vuelva a interrogarlo? —preguntó con una mirada expectante a Bäckström.
—¿Acaso el Papa lleva turbante? Y el comisario Bäckström, ¿trabaja en la policía local? Y Dolly Parton, ¿duerme boca abajo? —preguntó Bäckström, y se levantó también.