La vida es una juerga. Primero, tengo que discutir con una tía antipática antes del almuerzo y luego me toca comer con dos imbéciles porque Rogersson sigue ocupado con otra tía, pensó Bäckström. Y como si eso no bastara y sobrara, hoy toca pasta recocida con una mierda de salsa de pescado. ¿Qué tiene de malo el guiso de ternera con remolacha?, se dijo. Máxime cuando este puto pueblo está pared con pared con Escania.
Knutsson y Thorén estaban mucho más contentos, y Knutsson el que más, pues había incluido en la lista a los ladrones mucho antes de que la vecina hubiera confesado en el diario de la mañana.
—Muy previsor por tu parte, Erik —lo encomió Thorén—. A mí me convenció la vecina cuando leí su confesión. Creo que estás en lo cierto.
—Cuenta —dijo Bäckström. Idiotas redomados, pensó.
Según Thorén, era muy sencillo.
—Es el comportamiento típico de un ladrón. En primer lugar, prueba en las últimas plantas, donde existen menos posibilidades de que se cruce con nadie de los pisos inferiores.
A las tres de la mañana, en plenas vacaciones, ese riesgo debe de ser altísimo, pensó Bäckström, al tiempo que asentía alentador.
—Pues sí, y luego, tocaría el timbre para comprobar si había alguien en casa, y entonces fue cuando empezaron a ladrar los perros —prosiguió Thorén.
—O cuando miró por la ranura del correo —completó Knutsson.
—Y entonces fue cuando se largó. Los ladrones no soportan a los perros —explicó Thorén.
Y según veo, tú nunca has trabajado en estupefacientes, pensó Bäckström asintiendo.
—¿Y qué tenía de malo el piso de abajo? Si no estaba ni el gato —dijo Bäckström.
—Demasiado cerca, teniendo en cuenta que el ladrón ya había despertado a la vecina de arriba —objetó Knutsson con tozudez.
—¿Y el siguiente piso? —preguntó Bäckström.
—El polaco estaba en casa —objetó Thorén—. Aunque, claro, el ladrón pudo haber probado en su puerta también.
—Ya, pero yo me inclino a pensar que se fue hasta la planta baja —intervino Knutsson—. Para estar totalmente seguro, supongo.
—¿Y entonces es cuando llama a la puerta de Linda? —preguntó Bäckström. Esto se pone cada vez mejor, pensó.
—Sí —dijo Knutsson—. Y miró por la ranura del buzón y todas esas cosas que suelen hacer. Es el modus habitual en estos tíos. En fin, su modus operandi habitual, vamos.
—Y Linda va y le abre —dijo Bäckström.
—Eso es —respondió Knutsson—. Por extraño que suene. Claro que pudo haberse olvidado de cerrar pero, teniendo en cuenta lo que dijeron los técnicos, no parece muy probable.
—Bueno, tuvo que ser eso, puesto que no hay marcas de forzamiento en la puerta —dijo Thorén—. O sea, que o bien le abrió, o bien se había olvidado de cerrar con llave.
—A ver, un momento —dijo Bäckström alzando las manos—. A ver si no me pierdo en el razonamiento, señores. A las tres de la mañana se presenta un ladrón típico, uno de esos drogatas con los pinchazos aún recientes y la baba chorreándole por la comisura de los labios, y llama a la puerta de Linda para ver si el Ericson que figura en el buzón está en casa o, preferentemente, de vacaciones. Y todo eso mientras los perros de la vecina ladran como locos cuatro plantas más arriba. Entonces, el bueno de nuestro ladrón llama a la puerta, ring, ring, ring. Luego, para asegurarse, mira por la ranura del buzón. Linda, que se había marchado del pub para irse a dormir y que, por lo que yo sé, tenía intención de ser policía, se dirige a la puerta, pega el ojo a la mirilla y ¿qué ve? A un ladrón típico. Guay. Pues lo dejo entrar enseguida. Pum. Aquí puede robar montones de cosas. Basta con que me prometa que se va a quitar los zapatos y los va a dejar en la zapatera de la entrada, no sea que me ensucie el suelo. ¿Así, más o menos?
Ni Thorén ni Knutsson dijeron una palabra. Bäckström se levantó, dejó la bandeja en el carrito de la vajilla sucia, fue a buscar una taza de café con mucha leche y azúcar y se la llevó a su despacho maldiciendo todo el camino para sus adentros.
Cuando Rogersson y el colega Salomonson llamaron a la puerta de Margareta Eriksson, la vecina, ella ya estaba ocupada. Había invitado a un periodista y un fotógrafo del segundo diario vespertino más importante, que se había perdido la primicia, pero no la esperanza de conseguir una nueva perspectiva. Y allí estaban, en la cocina, tomando café.
—Así que lo mejor sería que volvieran un poco más tarde —explicó la mujer.
—La señora Eriksson quizá prefiera que la llevemos a comisaría, ¿no? —preguntó Rogersson con voz inexpresiva y mirada ausente—. Podemos enviar un coche patrulla para que la recoja. Díganos la hora.
Tras pensárselo mejor, resultó que no había problema y, tan solo unos minutos después, la señora Eriksson estaba, junto con Rogersson y Salomonson, sentada a la misma mesa que el periodista y el reportero acababan de dejar.
—¿No querrán los señores un café? —preguntó la anfitriona que, al parecer, había decidido hacer borrón y cuenta nueva.
—Pues sí, gracias, estaría bien —dijo Salomonson con tono adulador, antes de que Rogersson declinase la invitación.
—En fin, yo comprendo que les haya extrañado el artículo del periódico —dijo la señora Eriksson, que, a juzgar por su expresión, no parecía sentirse del todo cómoda—. Que no dijera nada cuando estuve hablando con sus colegas, me refiero.
Rogersson se limitó a asentir, mientras Salomonson removía el café.
—Pero bueno, no hay que creer todo lo que cuentan los periódicos —dijo la señora Eriksson sonriendo nerviosa—. Desde luego que no, y no todo lo que cuenta el periódico lo he dicho yo. Lo que yo expliqué fue que me desperté por la noche porque los perros empezaron a ladrar. Pero lo otro, eso de que alguien trató de entrar y de que lo oí bajar corriendo la escalera… eso no lo dije. En ese caso, habría llamado a la policía, desde luego.
—¿Y suelen ladrar los perros de la señora Eriksson cuando viene alguien? —preguntó Salomonson.
Por supuesto que sí, según su dueña. Claro que los perros ladraban cuando cualquiera de los vecinos llegaba a casa, sobre todo, si llegaban tarde, y también si alguien armaba jaleo en la calle. «Ese polaco atroz» que, por desgracia, tenía de vecino había llegado a quejarse ante la comunidad. Sin éxito, no obstante, a decir de la dueña de los perros y presidenta de la misma. Pero bueno, sí, sobre todo Peppe podría llegar a ser muy fogoso.
—Tiene un ladrido estentóreo —dijo la señora Eriksson orgullosa, dándole palmaditas al enorme labrador que tenía la cabeza recostada en su rodilla—. Y Pigge, el pequeñín, suele ayudar a su hermano mayor.
—¿Qué hizo, señora Eriksson, cuando los perros empezaron a ladrar? —preguntó Rogersson.
Dado que estaba durmiendo y que la despertaron los ladridos, se quedó un instante en la cama y aguzó el oído. Luego los mandó callar y, puesto que obedecieron, ella comprendió que no era nada.
—Si hubiera habido alguien ahí fuera, habrían seguido ladrando aunque ese alguien hubiese estado callado como un ratón —explicó la señora Eriksson.
—Los perros dejaron de ladrar —repitió Rogersson—. ¿Qué hizo entonces, señora Eriksson?
Primero fue de puntillas hasta el recibidor y miró por la mirilla, pero no había oído ni visto nada. Así que se acostó otra vez y, al cabo de un rato, se volvió a dormir. Eso fue todo, y, una vez más, lamentaba muchísimo no haber pensado en ello cuando habló con la policía. «Francamente», no comprendía por qué los periodistas habían escrito aquello.
Porque has hablado con ellos y te has hecho la interesante, pensó Rogersson, aunque no lo dijo. En cambio, pusieron fin al interrogatorio, dieron las gracias por el café y se marcharon. Rogersson ni siquiera le habló del secreto de sumario. Cualquier policía de verdad sabía que no era más que una broma de mal gusto.
Al bajar la escalera, se cruzaron con dos técnicos que iban a pasarle el pincel a la puerta de la señora Eriksson y quizá a otras superficies de interés.
—Si os dais prisa y llamáis a su puerta, os invitará a café —dijo Salomonson, en tanto que Rogersson se limitó a hacer un gesto de asentimiento y a emitir un gruñido.
Y ya que estaban allí, aprovecharon para pasar por casa de Gross y preguntarle si también a él lo había visitado alguien la noche del viernes. Gross se negó a abrir. Les dijo por la ranura del correo que dejaran de hostigarlo.
—Tengo aquí a unos periodistas. Tengo testigos en mi casa. Se lo advierto, señores —los amenazó Gross—. Ya podéis largaros.
—Bueno, y eso es todo, más o menos —concluyó Rogersson. Miró a Bäckström y lanzó un suspiro.
—¿Y tú qué crees? —preguntó Bäckström.
—Que la señora se despertó a media noche cuando los perros empezaron a ladrar —repuso Rogersson—. Dijo que no sabía cuándo exactamente. Lo más seguro es que los perros ladren continuamente. Cuando el colega y yo llamamos al timbre, se pusieron a ladrar como posesos.
—Y entonces ¿por qué fue a mirar por la mirilla? —quiso saber Bäckström, avispado—. ¿Hace lo mismo siempre que ladran los perros?
—Según ella misma dice, no —respondió Rogersson—. Si quieres que te dé mi opinión…
Rogersson suspiró cansado y Bäckström asintió.
—Era de madrugada, estamos en verano, ha leído todas las noticias de los ladrones que están arrasando como quieren, y prácticamente todos sus vecinos están de vacaciones. Yo creo que es explicación suficiente de que mirara, precisamente en esta ocasión.
—Pero entonces, ¿por qué ladraron los perros? —insistió Bäckström.
—La explicación más sencilla es que empezaron a ladrar porque oyeron llegar a Linda. Al parecer, tienen un oído de puta madre, aseguró la dueña. Nos vemos en el hotel —dijo Rogersson.
—No te olvides de pasar por la tienda —dijo Bäckström—. No tienes que comprar para mí, me basta con que me devuelvas todas las cervezas que te has bebido.
Antes de dejar la comisaría, Bäckström llamó a la Científica para preguntarle a Enoksson por la puerta de la señora Eriksson.
—Hemos aplicado polvos y luminol —dijo Enoksson—. La puerta, el picaporte, la ranura del correo, el marco, aquella superficie tan valiosa de la pared, la barandilla de la escalera hasta el ático. El ascensor ya lo habíamos revisado, como recordarás.
—¿Y? —preguntó Bäckström.
—Nada —dijo Enoksson—. Solo las huellas de la vecina. Se sentirá sola y querría hablar con alguien. Y, seguramente, intentó hacerse la interesante, ¿no?
Cuando Bäckström regresó a la habitación del hotel, le habían devuelto la colada. Pilas de ropa pulcramente envuelta cubrían casi todas las superficies libres. Además, le habían facturado aquella suma respetable en concepto de «cuidado de efectos personales», siguiendo sus indicaciones. Luego, apareció el colega Rogersson con una caja llena de la cerveza que le debía. Vaya, ni que fuera Nochebuena, pensó Bäckström, y desterró la idea de llamar a la buena de Carin y parlotear con ella un rato.
—Hay algunas frías en el frigorífico —dijo Bäckström—. Deberíamos cepillárnoslas antes de ir a comer.