Cuando volvió al trabajo, Bäckström le pidió al joven Adolfsson que escribiera una nota sobre la visita al Sankt Sigfrid, mientras él iba despejando las pilas de papeles que se le habían acumulado en la mesa. Nada apasionante. Y tampoco parecía haber en la sala nadie que necesitara perentoriamente una patada en el culo para ponerse a hacer algo de provecho. Es el momento de irse al hotel y tomarse una cervecita, resolvió Bäckström tras una rápida ojeada al reloj. Y precisamente en aquel momento le sonó el móvil, naturalmente. Era el colega aquel tan hablador de VICLAS, la unidad de análisis, que quería saber qué tal les había ido con Leo.
—Los he visto a los dos, a él y a Brundin —respondió Bäckström.
—Ah, ¿es Brundin el que lo lleva?
—Sí —dijo Bäckström echando una nueva ojeada al reloj—. Por cierto que te manda saludos.
—Muy bien —repuso el colega—. Brundin es la única persona de todo el sector psiquiátrico que es normal. ¿Y cómo estaba Leo?
—Como en la canción, pescado de primera, vida de primera. Él también te manda saludos —dijo Bäckström, y apagó el móvil.
Cuando salía, pasó por delante de la sala de interrogatorios para ver si Rogersson también había terminado, pero la luz roja de encima de la puerta seguía encendida. Seis horas y seis más, pensó Bäckström, y en el peor de los casos, tendría que pedir un taxi. ¿Quién tiene fuerzas para ir andando con este calor?, se dijo pescando el móvil del bolsillo. Pero todavía no lo había vuelto a encender cuando apareció la terapeuta de cámara de la unidad y se abalanzó sobre él, aunque era flaca como un palo de golf y solo un poco más alta.
—Qué suerte que te encuentro, comisario —dijo ladeando la cabeza con una sonrisa amable—. ¿Tienes unos minutos?
—¿Qué puedo hacer por ti, Lo? —preguntó Bäckström sonriendo con la misma amabilidad. Más vale librarse cuanto antes de esta tía, ya puestos, pensó.
Una vez en su despacho, pasaron muchos más minutos de los que habría deseado antes de que Lo fuera al grano. Pero dado que Bäckström tenía clarísimo cómo exponer el asunto hasta en el mínimo detalle, fue un placer presenciar cómo ella ponía aquel cuello fino en la cuerda con la que él le había tendido la trampa. Se retrepó cómodamente en la silla de su despacho, cruzó las manos sobre la oronda barriga, le sonrió amablemente y la animó con un gesto de asentimiento.
—Me parece que eres el único con el que no he hablado —afirmó Lo.
—Como comprenderás, Lo, he tenido bastante que hacer hasta ahora —dijo Bäckström con ojos lánguidos y mostrándose dispuesto a escuchar. Así que no he tenido tiempo de sentarme a tontear con una tía tan extraordinaria como tú, pensó.
—Claro, lo comprendo perfectamente —aseguró Lo. Ladeó la cabeza unos centímetros más y le dedicó una sonrisa casi vertical.
—Me alegra oírlo —dijo Bäckström con expresión apacible, al tiempo que se aventuraba a hacer aquel gesto ensimismado de asentimiento al que solía recurrir en momentos como aquel.
Según Lilian Olsson, Bäckström debía de haberse enfrentado a más situaciones espantosas que ningún otro policía del Cuerpo, dada su dilatada experiencia como investigador de asesinatos en la policía judicial central.
—¿Cómo has logrado procesar todo ese horror? —preguntó Lo—. Debes de tener acumuladas en la memoria montones de vivencias terribles.
—¿A qué te refieres? —preguntó a su vez Bäckström. Se trata de no cederles ni un milímetro, o estás perdido, se dijo.
¿A todo el horror del trabajo? Muchos policías, por no decir la mayoría o casi todos, terminaban completamente quemados por la profesión. En filas interminables, se estrellaban contra un muro mientras intentaban arrastrarse hasta la siguiente jornada laboral abusando del alcohol y del sexo.
—Y esos son, seguramente, los peores remedios cuando uno sufre problemas psíquicos —aseguró Lo.
Ya, aunque muy divertidos, pensó Bäckström mientras asentía conforme.
—Trágico —respondió con un estremecimiento—. Trágico —repitió. Quizá debería soplarle lo del colega Lewin y la buena de Svanström, pensó.
—Yo he llegado a encontrarme con policías jóvenes que han empezado a presentar trastornos alimentarios incluso antes de terminar los estudios en la escuela de policía —prosiguió Lo.
—Desde luego, es trágico —repitió Bäckström—. Hasta los jóvenes. Trágico. —Exhaló un hondo suspiro. Aunque, teniendo en cuenta el rancho que servían allí, el misterio era que comieran algo, pensó.
En la firme convicción de Lo, basada en tantos años como llevaba trabajando de psicóloga en la policía, había que buscar las causas en la cultura policial, en el ambiente de «machismo, negación, silencio y una forma destructiva de vivir la frustración, todo en uno» que desde hacía tanto tiempo dominaba el entorno laboral de la policía, paralizando a las personas que se veían obligadas a trabajar en ese medio. Ella, por su parte, sintió cómo todo aquello, fluyendo desde suelos, paredes y techos, la envolvía en el preciso momento en que puso el pie en la comisaría.
—¿Cómo te enfrentas tú a todas esas experiencias traumáticas, Bäckström? —repitió Lo, ladeando la cabeza con un gesto alentador.
—Con ayuda de Nuestro Señor —respondió Bäckström al tiempo que alzaba la vista al techo del despacho. Chúpate esa, guapa, pensó.
—Perdona, me parece que me he perdido —dijo Lo, y sonrió insegura.
—Nuestro Señor —repitió Bäckström con tono solícito—. El Señor Dios Todopoderoso, el Rey de los cielos y de la tierra, pero también Guía y Consuelo en mi vida terrenal. —¿Será esa la cara que se le pone a uno cuando está flipando en colores?, se dijo.
—No tenía la menor idea de que fueras creyente, Bäckström —dijo Lo pálida y mirándolo aún sin dar crédito.
—Bueno, no es de esas cosas que uno va contando por ahí —respondió Bäckström mirándola ofendido al tiempo que meneaba la cabeza—. Es un asunto entre Nuestro Señor y yo.
—Sí, claro, lo comprendo —respondió Lo—. Pero lo uno no excluye lo otro —prosiguió—. ¿No has pensado nunca en otras alterna… bueno, en probar otras vías para alcanzar la paz interior?
—¿Como cuáles? —preguntó Bäckström con amargura. Frunció el ceño y dejó que ella probara su mirada de profesional. Ha llegado el momento de apretar las tuercas, pensó.
—Pues… alguna forma de terapia, como por ejemplo el debriefing, que, de hecho, es una forma de terapia —dijo Lo, con una sonrisa tensa—. Mi puerta siempre estará abierta y que sepas que tengo a muchos creyentes…
—No tendrás otros dioses aparte de mí —rugió Bäckström señalándola con la mano entera al tiempo que se levantaba—. Esa arrogancia que tú y tus colegas mostráis cuando intentáis ocupar el lugar de Nuestro Señor… ¿Eres consciente de que contravienes el primer mandamiento? —¿O sería el segundo? Bah, qué más da, pensó.
—De verdad que no era mi intención ofenderte, de verdad que no quería…
—Las obras del hombre son obras fragmentarias —la interrumpió Bäckström—. Eclesiastés doce, catorce —continuó mientras la miraba fijamente. Se había arriesgado, y eso que estaban en Småland, pero aquella mujer no parecía pertenecer al tipo devoto, se dijo.
—Bueno, perdóname de verdad si te he ofendido —dijo Lo sonriendo tímidamente.
—Mi puerta está siempre abierta —dijo Bäckström al tiempo que abría la de ella para subrayar lo que acababa de decir—. Piensa una cosa, Lilian —la exhortó—. El hombre… propone… pero es Nuestro Señor quien dispone.
Y ahora, corriendo a encerrarme en el baño, que me pueda partir de risa tranquilamente, se dijo cerrando la puerta.
Tan pronto como entró en la habitación del hotel, se sirvió una cerveza fría. La gente que bebe directamente de la lata debe de estar mal de la cabeza. Orangutanes de mierda, pensó Bäckström. Dio varios tragos y se lamió con fruición el bigote. Luego se tumbó en la cama, encendió el televisor y empezó a repasar los mensajes telefónicos de los que habían dejado recado en la taquilla de recepción. Había bastantes, y la mayoría de la buena de Carin, la periodista de la radio local. En el correo que le había enviado hacía tan solo unas horas, le decía incluso que no tenían por qué «hablar de trabajo» y, para demostrar sus buenas intenciones, le facilitó su número particular. «¿Podría invitarte a comer en algún lugar discreto?». Una mujer necesitada, pensó Bäckström alargando el brazo en busca del teléfono que había en la mesilla de noche. Parece totalmente desesperada, pensó mientras marcaba el número.
El lugar discreto era un sencillo restaurante con terraza y vistas a otro de los muchos lagos de Småland. Se encontraba a bastantes kilómetros de la ciudad, pero, puesto que el patrono iba a pagar el taxi de Bäckström, eso no le suponía ningún problema. Ni un puto reportero en lo que alcanzaba la vista de un buen investigador policial, pensó mientras apartaba la silla para su acompañante de aquella velada.
—Al fin solos, comisario —dijo Carin mientras las pestañas le hacían tilín, tilín, tilín, sonriendo a la vez con la boca y con los ojos—. ¿Qué vas a tomar? Invito yo.
—De ninguna manera —respondió Bäckström, que ya en el taxi había decidido aducir horas extra por entrevista con un informante y, naturalmente, necesitaba la factura como prueba—. Quiero algo rico —continuó mirando de reojo los brazos y las piernas morenas de su acompañante. Además, llevaba un vestido de verano muy fino, y los tres últimos botones había olvidado abrocharlos, seguro. Demasiado fácil quizá, pensó Bäckström.
Muy agradable, concluyó tres horas después cuando la dejó en su portal. Paró todos sus intentos de hacerlo hablar del caso Linda. Para mantener viva la conversación y con la idea de hablar un poco de sí mismo como sin pretenderlo, la deleitó con los clásicos policiales de siempre y terminó alardeando con una promesa espléndida para el futuro.
—Ya, pero tienes que comprender cómo me siento yo —suspiró Carin dándole vueltas a la copa de vino—. Aquí estamos nosotros mientras todas las noticias aparecen en los diarios de las grandes ciudades. Allí es donde los periodistas se enteran de lo que ocurre. Aunque el asesinato es nuestro. La víctima es una chica que vivía aquí. Quiero decir que era una de los nuestros.
—Por si te sirve de consuelo, la mayoría de lo que escriben son majaderías —dijo Bäckström. En fin, ¿qué no haría uno por estas pobres?, pensó.
—No me digas —respondió ella con un destello de esperanza en los ojos.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo Bäckström inclinándose hacia delante y rozándole el brazo de pasada—. Cuando pille a ese cerdo y sepa que es él de verdad, te prometo que serás la primera en saberlo. Solo tú. Nadie más.
—¿Me lo prometes? ¿Seguro? —preguntó Carin mirándolo fijamente.
—Seguro —mintió Bäckström posando la mano sobre el brazo de ella—. Tú y solo tú. —Esto es demasiado fácil, pensó Bäckström.
En cuanto llegó al hotel puso inmediatamente rumbo al bar. Solo tres cervezas en toda la cena y tenía más sed que un camello que hubiera recorrido sin parar la distancia entre Jerusalén y La Meca. Además, al fondo del local estaba Rogersson con una cerveza grande, y parecía más melancólico que nunca, pese a que había muchas mesas vacías a su alrededor. La veintena de periodistas y otros civiles que estaban en el local habían decidido, no se sabía por qué, sentarse tan lejos como pudieron.
—Al primer buitre que vino a sentarse a mi lado le dije que le partiría el brazo, así que no hay peligro —explicó Rogersson—. Oye, ¿qué vas a tomar? Me toca a mí —añadió.
—Una cerveza —dijo Bäckström haciéndole una seña a un camarero que, por alguna razón, parecía dudar. Tú siempre tan diplomático, Rogge, se dijo.
—¿Alguna novedad en tu frente? —preguntó Rogersson cuando a Bäckström le sirvieron la cerveza y hubo apagado la sed más perentoria.
—He tenido una larga charla con nuestra terapeuta de cámara —respondió Bäckström con una sonrisa burlona—. Luego tuve que irme al váter. Así que hoy serán tres veces.
—Y yo que creía que eras una persona normal. ¿Para qué coño hablas con una tía así? —suspiró Rogersson moviendo la cabeza.
—Escúchame —dijo Bäckström. Se inclinó por encima de la mesa y le contó toda la historia.
Rogersson se había animado, desde luego, y allí se quedaron los dos, y se tomaron otras cuantas de las grandes, que Bäckström pidió que cargaran a su habitación, junto con todo lo demás que el patrono iba a pagar.
Cuando llegó el momento de levantarse e irse a dormir, el local estaba prácticamente vacío. Rogersson estaba mucho más alegre y hasta les dio las buenas noches a los pocos periodistas que aún seguían allí, dispuestos, al parecer, a perder la cabeza bebiendo.
—Largaos a casa, so imbéciles —dijo Rogersson.