Puesto que Bäckström prefería no conducir, se las arregló para conseguir un chófer. El honor recayó en el joven Adolfsson y, mientras bajaban a las cocheras, ventilaron el tema de las presentaciones.
—Fuisteis tú y tu colega quienes encontrasteis el cadáver, ¿no? —dijo Bäckström.
—Eso es, jefe —respondió Adolfsson.
—¿Y tú cómo entraste en la unidad de investigación? —preguntó Bäckström, a pesar de que ya se lo habían contado.
—Bueno, supongo que andan cortos de personal en época de vacaciones —repuso Adolfsson.
—Estuve hablando con Enoksson —dijo Bäckström—. Del modo en que lo hacía, parecía que quisiera adoptarte.
—Pues sí, no es del todo errónea esa impresión. Enok no es mal tipo. Mi padre y él van a cazar juntos.
—Vacaciones, falta de personal y, además, Enoksson. Así fue como llegaste aquí, piense lo que piense al respecto nuestro querido comisario Olsson —remató Bäckström.
—Pues sí —convino Adolfsson—. Lo ha mencionado usted casi todo, jefe.
—No es la primera vez —dijo Bäckström, acomodándose con cierta dificultad en el asiento del copiloto. Un chico simpático. Me recuerda mucho a mí mismo cuando tenía su edad, pensó.
—¿Puedo hacerle una pregunta, jefe? —dijo Adolfsson educadamente cuando ya subían la rampa de la cochera.
—Por supuesto —respondió Bäckström. Además de simpático, educado, pensó.
—¿A qué debe nuestra loquera el honor de su visita, jefe? —preguntó Adolfsson.
—Vamos a ver a un auténtico asesino pirado —anunció—. Y aprovecharemos para observar al que se ocupa de él. Con un poco de suerte, serán dos pirados la misma tarde.
—El del caso Tanja y el profesor Brundin —dijo Adolfsson—. Si me permite la conjetura.
Un joven con talento, pensó Bäckström. Aunque ¿qué otra cosa cabía esperar?
—Pues has acertado —dijo Bäckström—. ¿Conoces a alguno de los dos?
—A ambos —respondió Adolfsson—. A Brundin lo he oído en las conferencias que da en la comisaría. Al otro le dio un navajazo otro paciente de la sección, hará cosa de un año, y hubo que llevarlo a la enfermería para coserlo; el colega Von Essen y yo nos encargamos de supervisar el desplazamiento.
—¿Y cómo son? —preguntó Bäckström—. Me refiero a Brundin y al del caso Tanja.
—Pues yo creo que están definitivamente como dos regaderas —dijo Adolfsson asintiendo con vehemencia.
—¿Cuál está más loco de los dos? —Bäckström miraba con curiosidad a su reciente y joven amigo.
—Tanto da —dijo Adolfsson encogiendo aquellos hombros enormes—. Son locuras distintas, por así decirlo. Aunque, claro…
—¡Dispara! —lo apremió Bäckström.
—Si tuviera que compartir habitación con uno de ellos, preferiría al asesino del caso Tanja. Sin dudarlo —remató Adolfsson.
El hospital de Sankt Sigfrid estaba a tan solo un par de kilómetros de la comisaría. Un complejo mezcla de edificios antiguos y más modernos, rodeados de un parque más o menos extenso con un lago colindante. Era verde y frondoso, con árboles que daban sombra, parcelas de césped bien cuidado pese a la sequía estival, y a Bäckström le recordaba sobre todo al Grand Hotel de Saltsjöbaden, a las afueras de Estocolmo, donde la judicial central solía celebrar sus conferencias y encuentros entre profesionales. El profesor Brundin tenía el despacho en un edificio del siglo XIX piadosamente renovado, construido en piedra encalada. Aquí no les falta de nada a los más locos de nuestros delincuentes, pensó Bäckström cuando él y Adolfsson salieron del coche.
—Me pregunto cuánto habrá costado esto —comentó Bäckström cuando llamaron al portero automático de la entrada—. Los pirados tienen sus propias pistas de tenis, minigolf y una piscina cubierta como una puta casa. ¿Qué tiene de malo el alambre de espino de toda la vida?
—Pues sí, en este país, los delincuentes pirados están la mar de bien atendidos —convino el joven Adolfsson.
Este muchacho llegará lejos, se dijo Bäckström.
El profesor Robert Brundin parecía más que nada un joven Oscar Wilde, aunque a diferencia del original, él tenía unos dientes perfectos que disfrutaba enseñando. Estaba cómodamente retrepado en la amplia silla, detrás de la amplia mesa de su amplio despacho y parecía vivir en perfecta armonía consigo mismo y con su entorno.
Coño, cómo se parece a aquel escritor inglés que era marica y que acabó en la trena, pensó Bäckström, aunque no recordaba ni el título de la película ni el nombre del protagonista. No es de extrañar, pensó. Era una mierda de película y ni siquiera tenía buenas escenas de maricas en plena faena, aunque en el suplemento de la programación decía que trataba de mariquitas.
—Así que la policía está preocupada por si he permitido que el bueno de Leo ande por las calles y plazas de la ciudad —dijo el profesor mostrando la blancura de todos sus dientes.
—Pues sí, no sería la primera vez —replicó Bäckström.
—En mi caso, sí —rebatió Brundin—. Y si los señores lo desean, puedo exponerles el porqué.
—Somos todo oídos —dijo Bäckström mientras que el joven Adolfsson ya había sacado el bloc de notas de color negro y un bolígrafo.
Leo, Leszek Baranski, treinta y nueve años, era un hombre muy peligroso y, además, la joya de la corona de la respetable colección de personas peligrosas del profesor Brundin. De modo que solo Leo le había inspirado una serie de artículos para la prensa especializada y era el protagonista incuestionable de un sinfín de conferencias que Brundin había pronunciado.
—Un ejemplo extraordinario de sadismo sexual con fantasías bien definidas —constató Brundin sonriendo feliz—. Mantenemos varias conversaciones semanales al respecto y jamás me he encontrado con nada semejante. En términos generales, es una persona con un alto grado de inteligencia, tiene un coeficiente superior a ciento cuarenta y podrían admitirlo en el programa espacial de la NASA como astronauta, pero cuando se trata de torturar a mujeres jóvenes para alcanzar satisfacción sexual es un perfecto genio. Su creatividad no conoce límites a la hora de ingeniar nuevas formas de expresión para su sadismo sexual.
—Y a ese no pensaba soltarlo, ¿no? —señaló Bäckström. Vaya, qué tío más divertido, se dijo sin tener muy claro en quién estaba pensando, si en Leo o en el profesor.
Brundin no tenía intención de soltar a Leo. Era una idea que no se le había pasado por la cabeza siquiera. Su jefe, en cambio, un colega de más edad que era —ciertamente— «una persona estupenda pero, por desgracia, muy corrompida por el liberalismo asistencial de su generación con un temperamento letárgico que, ocasionalmente, muestra rasgos de personalidad claramente refractaria», había propuesto varias medidas que, a la larga y según su concepción, facilitarían la reinserción de Leo en una vida fuera del acuario en el que ahora estaba controlado.
—Ya, ¿como cuáles? —preguntó Bäckström. Y además, ¿por qué no hacer jabón de ese mal bicho, simplemente?, pensó.
—Castración voluntaria —declaró Brundin con una amplia sonrisa—. Según mi jefe, si Baranski accedía voluntariamente a la castración, tal vez pudiéramos, con la debida cautela y durante un periodo de tiempo más o menos largo, darle permiso para salir de vez en cuando en libertad vigilada.
—¿Castración? —preguntó Bäckström—. Pero ¿todavía andáis con esas? —Joder, pensó, y cruzó inconscientemente las piernas.
—Voluntariamente, como es lógico. Voluntariamente —reiteró Brundin y se repantigó cómodamente en la silla al tiempo que formaba un arco de ojiva uniendo las yemas de unos dedos largos y sensibles.
—Y a él, ¿qué le pareció? —preguntó Bäckström. Todo tiene un límite, digo yo. Y bastaría con hacer jabón de ese tío, ¿no?
—Pues a él no lo tentaba demasiado —dijo Brundin—. Es un procedimiento que extinguiría por completo su extremado apetito sexual; en condiciones normales, se masturba de cinco a diez veces al día. Además, los pacientes que pasan por esto suelen ganar muchísimo peso, sobre todo cuando se encuentran en un ambiente como este. Y como es natural, teme perder tanto el apetito sexual como su físico, del que tan orgulloso se siente. Yo, por mi parte, me oponía, por no decir que me negaba categóricamente a la idea de la castración —aseguró Brundin.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Bäckström. Seguramente, porque el tío tiene la misma pinta que tú, pensó.
—La extinción del apetito sexual empobrecería, como es natural, sus fantasías sexuales. En el peor de los casos, la psiquiatría forense lo perdería como fuente de investigación —explicó Brundin sin el menor conato de sonrisa.
—Ah, ya entiendo —dijo Bäckström, que, por una vez, no sabía bien qué pensar.
—Supongo que los señores querrán verlo —dijo el profesor.
—¿Por qué no? —respondió Bäckström. Siempre puede uno contarlo luego en la sala de descanso de la comisaría, se dijo.
Adolfsson se limitó a asentir con un destello jovial y expectante en aquellos ojos azules.
—Está en una celda de aislamiento desde ayer tarde —aseguró Brundin—. Tuvimos que sedarlo y ponerle las correas, así que, sintiéndolo mucho, no será posible hablar con él. Probablemente, habrá oído a alguien del personal comentar el asesinato de Linda, y eso lo habrá excitado muchísimo.
Leszek «Leo» Baranski parecía cualquier cosa menos excitado. Tenía el aspecto de una ilustración de las fantasías con que ocupaba su vida espiritual habitualmente, y tal vez también en aquel momento, aunque daba la impresión de dormir profundamente. Estaba en una habitación de diez metros cuadrados, en el pasillo de la sección de celdas de aislamiento. No había otro mobiliario que una camilla de acero atornillada al suelo. Y sobre la camilla estaba Leo boca arriba, inmóvil y con la cabeza vuelta descansando en la mejilla derecha. Pequeño y menudo, pelo negro y rizado y facciones suaves, casi femeninas. La única prenda que llevaba era la ropa interior del hospital con el logotipo del Sankt Sigfrid impreso en la cinturilla. Tenía los brazos sujetos a lo largo de los costados por anchas correas de piel. Y las piernas estiradas, algo separadas y también inmovilizadas en los tobillos con correas ajustadas a los pies de la camilla.
—Tardará un mínimo de seis horas en despertarse —aseguró Brundin—. Solemos empezar soltándole el brazo derecho, para que pueda aliviarse un poco la angustia —prosiguió Brundin con una sonrisa.
—Me parece muy práctico —dijo Bäckström. Mientras tú y tus compañeros miráis por el cristal del ventanuco, pensó.
Cuando se despidieron del profesor Brundin, este les deseó suerte con el trabajo y les dijo que esperaba que pronto hubiera ocasión para verse de nuevo. Ya había empezado el borrador de un estudio acerca de aquel nuevo grupo tan interesante de jóvenes delincuentes de origen extranjero que cometían delitos sexuales graves debido a que ellos mismos fueron víctimas de abusos similares en su infancia o en su adolescencia. Caóticos y muy perturbados, sí; al mismo tiempo, capaces de todo tipo de tropelías, pero de ninguna manera comparables a tipos como Leo.
—Desde luego, no veo el momento de conocer al tipo del caso Linda. Sobre todo teniendo en cuenta que representa a una categoría totalmente distinta de aquella a la que pertenece Leo —dijo Brundin sonriéndoles con amabilidad.
—¿Y quién no quiere conocerlo? —preguntó Bäckström con tanto sentimiento como convicción.
—¿Me permite una reflexión personal, jefe? —dijo Adolfsson cuando cruzaban la verja del hospital.
—Dispara otra vez —gruñó Bäckström.
—El tal Brundin tiene toda la pinta de ser un buen hombre de verdad —dijo Adolfsson—. El hombre idóneo para ese lugar, diría yo.
Tú llegarás lejos, muchacho, pensó Bäckström, que se limitó a asentir entre dientes.