Växjö, lunes 7 de julio
El cuarto día y seguimos sin sospechoso, se dijo Bäckström acomodándose ante la gran mesa de la sala de reuniones. Además, el comisario Olsson se había empeñado en jugar a ser jefe de la investigación preliminar y había empezado a agitar la batuta. Y todavía estaban coordinando una situación que no les había abierto ninguna vía. Olsson daba sus discursos, los lameculos de siempre asentían y así iban perdiendo el tiempo, pensaba Bäckström tratando de hacerse el sordo mientras fingía leer sus papeles.
En primer lugar, decidieron dar por terminada la búsqueda de objetos en torno al lugar del crimen, el recorrido de la víctima hasta su casa y el camino por el que se suponía que huyó el asesino. Ya habían pasado tres días y, si no habían encontrado nada aún, no lo iban a encontrar más adelante.
—Y creo que haremos mejor en concentrar nuestros recursos en otras tareas —dijo Olsson, y varias cabezas asintieron conformes.
Como por ejemplo, un simple registro en casa del padre de la criatura, pensó Bäckström, pero no lo dijo, porque pensaba abordar el asunto directamente con Olsson.
—También quiero dar las gracias a los colegas que se han encargado de esto —prosiguió Olsson—. Habéis hecho un trabajo fantástico.
De nada, faltaría más, pensó Bäckström. Yo lo único que he hecho ha sido localizar una cámara de vigilancia que se les había escapado a los demás tontainas.
También la ronda por el vecindario entró en fase terminal. A quienes no habían logrado encontrar en sus casas, les dejaron una nota en el buzón, y a los vecinos más interesantes —a saber quiénes serían—, tendrían que ir a buscarlos en su lugar de veraneo, en el peor de los casos.
—La parte buena es que dispondremos de varios colegas que son más necesarios en otros frentes —constató el comisario Olsson más que satisfecho.
Para un simple registro en la casa del padre de la criatura, por ejemplo, insistió Bäckström, todavía decidido a no decir nada.
Luego llegó el turno de repasar el material de la investigación que, a pesar de todo, habían logrado reunir en el escenario del crimen y en la unidad forense de Lund.
—En nuestro frente el asunto tiene muy buena pinta —anunció Enoksson—. Pero deberéis tener paciencia un par de días más. Estamos esperando un montón de resultados de pruebas, entre otras cosas, pero os prometo que os lo expondremos en breve. Por el momento, habréis de contentaros con lo que dice la prensa vespertina. Aunque yo tendría cuidado con eso —añadió de pronto.
Vaya, vaya, vaya, pensó Bäckström. Esta sí que es buena. Enoksson no está del todo satisfecho.
Olsson no pareció advertir el comentario y, de todos modos, no pensaba dejar el asunto del lugar del crimen.
—Si no me equivoco —dijo Olsson—, la estrangulan y la violan por lo menos dos veces, y muere poco antes de las cinco.
—Sí —dijo Enoksson—. Entre las cuatro y media y las cinco.
Bien, muchacho, mantente firme, pensó Bäckström. A estos les das la mano y te toman el brazo.
—Y esos rasgos rituales… como de tortura… Bueno, en fin, el hecho de que la atara, le pusiera una mordaza y ese montón de navajazos… ¿Habéis avanzado algo con todo eso?
—Bueno, lo de los navajazos puede que sea exagerar un poco —objetó Enoksson—. Más bien la pinchó o la cortó.
—Ya, si no me equivoco —repitió Olsson—, son trece cuchilladas. O pinchazos, como quieras.
—Sí, trece. Y creo que no se nos ha escapado ninguna. La víctima sangró bastante cuando le hizo los cortes, pese a que no son demasiado profundos, lo que significa que vivía y que opuso resistencia, y seguramente eso era lo que pretendía el asesino —afirmó Enoksson, que parecía agotado.
—Trece cuchilladas —dijo Olsson como quien ha visto la verdad y la luz—. Eso no puede ser casualidad, ¿no?
—No comprendo a qué te refieres —respondió Enoksson, como si fuera verdad.
—¿Por qué trece, precisamente? —insistió Olsson—. Trece, el número de la mala suerte. Si quieres saber lo que pienso, no es ninguna casualidad que sean trece. Estoy bastante seguro de que el asesino quería dejarnos un mensaje.
—Pues yo creo que fue pura casualidad que llegara a trece en lugar de a diez o doce o veinte —repuso Enoksson.
—Ya, vamos a pensarlo —dijo Olsson, y parecía tan satisfecho como todos los demás, que lo tenían más que pensado y conocían la respuesta.
Bueno, ya está bien, pensó Bäckström. Asintió afable, al mismo tiempo que tosía ruidosamente para atraer la atención de todos.
—Pues sí, yo me inclino por darte la razón, Bengt —dijo Bäckström sonriéndole casi zalamero—. La fecha en la que la asesinaron tampoco obedecerá a la casualidad, seguramente, pero en eso no caí hasta que recordé la excelente exposición de Anna, en la que explicó que la víctima había vivido un par de años en Estados Unidos cuando era niña. O sea, el cuatro de julio. No puede ser pura casualidad, ¿verdad?
—A ver, ahora no te sigo —dijo Olsson inseguro.
En cambio todos los demás sí que parecen seguirme, a juzgar por lo tiesas que tienen las orejas y por cómo estiran el cuello, pensó Bäckström. Esto sí que es que te hagan la ola.
—El día de la Independencia de Estados Unidos —dijo Bäckström, y asintió con énfasis—. ¿No creéis que podría tratarse de uno de esos tíos de al-Qaeda?
Fueron más los que se retorcieron en la silla que los que sonrieron burlones o tímidamente, pero el mensaje había calado, pensó.
—He pillado la pulla, aunque ha sido muy sutil —dijo Olsson con una sonrisa helada—. Pero vamos a continuar, porque hemos dado con la pista de una persona altamente interesante —continuó dirigiéndose a Knutsson.
Vaya, las ratas van a cambiar de barco, pensó Bäckström mirando a Knutsson, que, de pronto, parecía completamente enfrascado en sus papeles.
—Pues sí —dijo Knutsson—. Se trata del vecino polaco de la víctima. Marian Gross, a quien la mayoría de vosotros ya conocéis, al parecer.
Exacto, ¿y por qué no terminasteis con él el mismo viernes? Así me lo habría ahorrado yo, pensó Bäckström. Pues sí, porque los colegas de seguridad ciudadana que fueron haciendo la ronda no sabían ni quién era y porque al investigador que lleva enredando con él desde el invierno pasado no se le ocurrió pensar que vivía en el mismo edificio que la víctima hasta que el sedicioso de Knoll, de la judicial central de Estocolmo, empezó a calentarle la cabeza con sus absurdas investigaciones, pensó.
A continuación estuvieron hablando del tema del vecino polaco, que era un delincuente sexual conocido y no solo posible sino incluso probable asesino. Anduvieron mareando la perdiz más de quince minutos y Bäckström, que intentaba pensar en otra cosa, no supo de qué le hablaba Olsson cuando este lo sorprendió con una pregunta directa.
—¿Tú qué dices, Bäckström? —preguntó Olsson.
—Yo propongo lo siguiente —dijo Bäckström—. Que vayáis a su casa y volváis a interrogarlo. Y procurad tomarle una muestra de ADN.
—Pues me temo que puede resultar problemático —objetó Salomonson, que estaba sentado más allá—. Bueno, por si alguno de los presentes no lo sabe, yo me encargué del caso de acoso. Y puedo decir que Gross es un tipo bastante difícil.
Ya, en ese caso, no hay más que traerlo aquí, pensó Bäckström. Se le ponen las esposas y lo lleváis por la entrada principal de la plaza de Oxtorget, para que los periodistas puedan sacar un puñado de fotos decentes del mamarracho.
—Como responsable de ese asunto, acabo de decidirlo, hay que hacerlo venir para interrogarlo aquí —dijo Olsson irguiéndose en la silla—. Interrogatorio sin previa citación, según la ley procesal, veintitrés, siete —aclaró, y parecía satisfecho.
Adelante, muchacho, pensó Bäckström mientras asentía con gesto de aprobación, exactamente igual que todos los demás, a excepción de Rogersson, que no pestañeó.
Después de la reunión, Bäckström pilló a Olsson antes de que este se encerrara en su despacho.
—¿Tienes un minuto? —le preguntó con una sonrisa amable.
—Mi puerta siempre está abierta para ti, Bäckström —aseguró Olsson, igual de amable.
—Un registro de su habitación en casa del padre —dijo Bäckström—. Porque parece que allí era donde vivía la mayor parte del tiempo. Yo creo que ya va siendo hora.
Olsson parecía molesto, no tan intrépido como al final de la reunión. El padre se sentía fatal. Había sufrido un infarto años atrás y estuvo a punto de morir. Le habían arrebatado a su única hija de la forma más brutal que pueda imaginarse y, si ponía la tele o la radio o abría un periódico, siempre le recordaban, con una crueldad sin parangón, la tragedia que había caído sobre él. Además, resultaba más que inverosímil que él hubiera tenido nada que ver con la muerte de su hija. Por ejemplo, dejó voluntariamente sus huellas dactilares para el descarte habitual en cuanto llegó a la comisaría.
—Yo tampoco creo que se haya cargado a su hija —convino Bäckström, que ya tenía las miras puestas en otro objetivo. Como tampoco lo creo del dichoso polaco, pensó, pero es que no se trata de eso.
—Me tranquiliza saber que estamos de acuerdo —constató Olsson—. Sugiero que esperemos unos días, para que el padre de Linda tenga la oportunidad de recuperarse un poco. O sea, me refiero a que si hay suerte con Gross, el polaco, lo habremos resuelto en cuanto tengamos los resultados de las pruebas de ADN.
—Tú mandas —dijo Bäckström, y se marchó.
Después del almuerzo, Knutsson, que, sin que nadie supiera por qué, parecía tener cierto cargo de conciencia, le entregó una nueva lista de posibles implicados.
—Por lo que dice Rogersson, tú no crees en lo del polaco —dijo Knutsson condescendiente.
—¿Y qué te ha dicho Rogge? —preguntó Bäckström.
—Bueno, ya sabes cómo se pone cuando está de ese humor suyo.
—¿Qué te dijo? —insistió Bäckström mirándolo expectante—. Dímelo textualmente.
—Me dijo que podía meterme a Gross… bueno… por ahí —respondió Knutsson secamente.
—Vaya, no ha sido muy amable —opinó Bäckström. Aunque ha sido amable, viniendo de Rogge, pensó, teniendo en cuenta las burradas que podía decir cuando estaba de aquel humor suyo.
—Por si te interesa. La lista de personas relacionadas, última versión —dijo Knutsson, resuelto al parecer a cambiar de tema.
—Mi puerta siempre está abierta —dijo Bäckström, y se retrepó en la silla.
Según la valoración de Knutsson, habían avanzado en el trabajo desde su conversación del día anterior sobre aquel particular. Él y los colegas habían conseguido, entre otras cosas, eliminar a cerca de una veintena de los setenta malhechores más violentos de Växjö y alrededores. Además, de otros diez, ya tenían muestras de ADN a raíz de otros delitos anteriores, y en cuanto el laboratorio les enviase los datos, se pondrían a cotejar.
—Me parece bien —dijo Bäckström—. Procura que les tomen las muestras al resto lo antes posible.
—Pero hay un problemilla —dijo Knutsson.
—Dime —respondió Bäckström.
Después de comentar la lista con Thorén y con los demás encargados del asunto, decidieron ampliar el grupo de posibles sospechosos.
—En esta época del año hay muchos ladrones, sobre todo porque la gente está fuera, de vacaciones —explicó Knutsson—. Así que hemos incluido en el grupo a los más activos, con independencia de que tengan o no delitos violentos a sus espaldas.
—Pero entonces, ¿cuántos tenemos ahora? ¿Mil o qué? —Bäckström sonó casi satisfecho al hacer la pregunta.
—Bueno, tan terrible no es —dijo Knutsson—. La cifra, según la lista actual, es de ochenta y dos delincuentes con sentencias condenatorias y vinculados a la zona.
—ADN, ADN y ADN —dijo Bäckström despidiendo a Knutsson con la mano. Un idiota redomado, pensó. Y además, un tío poco de fiar, que se arrimaba al afeminado de Olsson en lugar de hablar con su verdadero jefe.
Después del almuerzo, la unidad de análisis y base de datos de delitos violentos, VICLAS, llamó a Bäckström por teléfono para comunicarle sus resultados.
—Tengo mucho que hacer, así que venga la versión breve —le advirtió Bäckström, que conocía al colega de Estocolmo y lo tenía por un tipo prolijo más allá de lo razonable. El jeta de Nylander debe de tener aterrorizados a toda la panda de inútiles, pensó.
En VICLAS buscaban asesinos en serie comparando nuevos delitos con casos antiguos y, preferentemente, con aquellos en los que ya conocían la identidad del asesino. En primer lugar, codificaron los datos del asesinato de Linda y luego compararon el caso Linda con casos anteriores y con asesinos conocidos que ya figuraban en los ordenadores de la unidad.
—Hemos encontrado una coincidencia con un delincuente conocido —le comunicó el colega, orgulloso como un gallo—. Tu caso se parece mucho al asunto por el que está entre rejas. No es un mal caso, Bäckström, te lo aseguro. Apenas los hay peores.
—¿Y quién es? —preguntó Bäckström. Casi parece que estés hablando de tu hijo, pensó.
—Ese polaco chiflado que mató a la cosmetóloga de Högdalen. El caso Tanja. Así se llamaba. La víctima. Te acuerdas, ¿no? Leszek, Leszek Baranski. Leo, como él mismo se presentaba. Antes ya había violado a un montón de mujeres. Un tío de lo más cruel —explicó el colega—. Solía aplicar todo el programa, ataduras, mordaza, tortura, violaciones y estrangulamiento. Varios estrangulamientos con la misma víctima, incluso. Las estrangulaba un poco hasta que se caían redondas y entonces las reanimaba pinchándoles con un punzón para el hielo, hasta que se espabilaban y entonces podía empezar otra ronda, un encanto —dijo el colega literalmente rebosante de entusiasmo.
—Espera —dijo Bäckström, que acababa de recordar de quién le estaba hablando—. ¿No le cayó cadena perpetua? —¿Está ya por ahí danzando ese hijo de puta?, pensó.
—Primero le cayó la perpetua en la audiencia provincial, pero luego recurrió la sentencia en el tribunal de apelación, que le conmutó la pena por el internamiento en un centro psiquiátrico con alta condicionada. Según la información de que disponemos, sigue en la loquera, y eso que ya han pasado seis años desde que se hiciera pública la sentencia. Debe de tratarse de un nuevo récord en el psiquiátrico.
—Bueno, ¿y para qué llamabas? —dijo Bäckström. Ya hemos completado la cuota de polacos, pensó.
—Ah, sí, se me olvidaba —dijo el colega—. Está recluido en el Sankt Sigfrid de Växjö, o debería estarlo. Venga, Bäckström, tú llevas ya bastante en esto. Y sabes perfectamente cómo funcionan las cosas en atención psiquiátrica. Los planchadores de cerebros pensarían que necesitaba salir al aire libre a que le diera un poco el sol en la barriga y se olvidaron de comunicárnoslo.
—¿Quieres decir que podrían haberle concedido un permiso para salir? —preguntó Bäckström. No, eso no, ni siquiera los planchadores de cerebros son tan imbéciles.
—Ni idea —respondió el colega—. Llama y pregúntales, eso haría yo. Te mando todos sus datos por fax.
—Gracias —dijo Bäckström antes de colgar. El hombre adecuado en el lugar adecuado, y ese pirado con el que acababa de hablar seguro que trabajaría gratis si se pusieran feas las cosas. ¿A quién coño admiten en el Cuerpo últimamente?, se preguntó.
Bäckström se levantó de la silla jadeando y se dirigió al fax. ¿Es posible que tenga la suerte de encontrar al asesino y, además, aplastar a toda la caterva de loqueros?, pensó.
El primer polaco de la investigación, el licenciado en Filosofía y bibliotecario Marian Gross, recibió la visita de la policía el mismo día por la mañana. A través de la ranura del buzón de su apartamento, comunicó al inspector Von Essen y a su colega, el ayudante de policía Adolfsson, de la policía de Växjö, que estaría terriblemente ocupado todo el día, pero que podrían localizarlo por teléfono al día siguiente. Dado que ni Von Essen ni Adolfsson estaban para bromas, y mucho menos con aquel caso y en aquel edificio, Adolfsson le advirtió vociferando que se apartase si no quería que le cayera la puta puerta en la cabeza, y, acto seguido, le arreó una patada de prueba para comprobar si tendría que bajar al coche a buscar la porra, que tenía a buen recaudo en el vehículo policial. Por razones que jamás llegaron a aclararse —las versiones de los implicados divergían considerablemente en la denuncia que no tardó en llegar a manos del investigador de asuntos internos de la policía—, Gross abrió la puerta de inmediato.
—Anda, Gross, pero si estás aquí —dijo Adolfsson y le dedicó al propietario una amplia sonrisa—. ¿Quieres venir voluntariamente o prefieres que te arrastremos?
Un cuarto de hora después entraba Gross en las dependencias de la unidad de investigación, flanqueado por Von Essen y Adolfsson. Gross fue motu proprio, no iba esposado y aterrizó allí con la mayor discreción, por la puerta del garaje de la comisaría.
—Un polaco, según las órdenes —resumió Adolfsson cuando lo dejó en manos de Salomonson y de Rogersson, los encargados de interrogarlo.
—¡He oído perfectamente lo que has dicho! —aulló Gross, que fue rojo de ira todo el trayecto, pero que no había piado hasta entonces—. Te caerá una denuncia por discriminación. Fascistas de mierda.
—Si el doctor Gross tiene la amabilidad de acompañarnos a mí y a mi colega, enseguida arreglaremos los aspectos de tipo práctico —dijo Salomonson, y lo invitó a entrar en la sala de interrogatorios con un gesto educado.
El interrogatorio con el vecino de la víctima, Marian Gross, dio comienzo poco después de las once de la mañana. Lo dirigía el inspector Nils Salomonson, de la judicial provincial de Växjö, y actuaba de testigo el inspector Jan Rogersson, de la judicial central de Estocolmo. Se prolongaría cerca de doce horas, con pausas para almorzar y para tomar café, y para estirar las piernas. No terminó hasta las diez de la noche. Marian Gross declinó el ofrecimiento de un coche que lo llevara a su domicilio y les pidió que le llamaran un taxi. A las diez y cuarto, abandonó la comisaría y, teniendo en cuenta lo que la policía había sacado de todo aquello, más les valdría habérselo ahorrado.
Gross quería más bien hablar de sí mismo y de las persecuciones a que lo venía sometiendo la policía desde hacía casi medio año, en razón de una denuncia totalmente absurda de una «compañera de trabajo loca cuyas invitaciones sexuales él había rechazado». Fueron sus acusaciones las que pusieron en marcha la maquinaria y ahora que habían asesinado a la hija de su vecina, él era una presa lógica y legítima para la policía.
—No os creeréis en serio que una persona como yo sería capaz de hacer algo así, ¿verdad? —preguntó Gross mirando alternativamente a Salomonson y a Rogersson.
Naturalmente, no le respondieron. Salomonson cambió entonces de línea, hacia un asunto más cercano en el que quizá pudieran sacar provecho de las huellas que le habían tomado en relación con la primera investigación sobre acoso sexual a la compañera de trabajo. Por desgracia, no habían caído en tomarle una muestra de ADN.
—Tú y la madre de Linda, Liselott Ericson, lleváis varios años siendo vecinos —constató Salomonson—. ¿La conoces bien?
La relación normal entre vecinos, nada más y nada menos, aunque la madre de Linda quizá no habría tenido nada en contra de otro contacto más íntimo, según Gross. Además, aprovechó para corregirlos.
—La llaman Lotta, y así dice ella que se llama —dijo Gross, extrañamente satisfecho—. Una mujer no carente de atractivo, desde luego. A diferencia de la anoréxica de su hija, la verdad es que no se parecen mucho; ella tiene el aspecto que debe tener una mujer —concluyó Gross.
Salomonson obvió la descripción que hizo de la víctima.
—Pero Lotta Ericson tampoco es tu tipo —preguntó Salomonson.
Demasiado simple, quizá incluso un tipo ligeramente vulgar y, con total seguridad, esa clase de persona pegajosa que él no tragaba. Además, demasiado mayor, según Gross.
—Veo en los documentos de que disponemos que tiene un año menos que tú —intervino Rogersson—. Cuarenta y cinco. Y tú, cuarenta y seis.
—Las prefiero más jóvenes —dijo Gross—. Pero bueno, ¿eso a vosotros qué os importa?
—¿Has estado en el piso de Lotta? —preguntó Rogersson.
Gross había estado en el apartamento en varias ocasiones. Un par de veces en compañía de otros vecinos, para hablar de temas relacionados con la comunidad, y solo otras cuantas veces. La última, hacía dos semanas.
—Ella se empeñaba en invitarme, aunque yo evitaba a toda costa enviarle ningún tipo de señal en ese sentido —dijo Gross—. Ya digo, es bastante pegajosa.
¿Y en qué parte del piso había estado exactamente? En el recibidor, la sala de estar, la cocina, los espacios normales para una visita que va a tomar café. Seguramente, también el baño.
—¿El que está en el dormitorio? —preguntó Salomonson.
—Comprendo adónde queréis ir a parar —dijo Gross—. Solo para evitar cualquier tipo de malentendido, nunca he puesto el pie en el dormitorio. Quizá haya usado el baño de la entrada y, puesto que su apartamento es idéntico al mío, no tuve la menor dificultad para encontrarlo. O sea, que si habéis encontrado mis huellas en algún sitio, las mismas que habéis obtenido basándoos en supuestos totalmente falsos, existe una explicación perfectamente natural.
No es un idiota del montón, pensó Rogersson. Lo cierto era que no habían encontrado ninguna huella de Gross en el lugar del crimen y, si lo hicieran, su valor sería muy limitado, en razón de lo que el propio Gross acababa de contarles. De ahí que cambiaran de tema y preguntaran por la víctima.
—Apenas hablé con ella —aseguró Gross—. ¿Cómo iba a tener ninguna opinión sobre su persona? Parecía tan egocéntrica, tan consentida y maleducada como la mayoría de las jóvenes de su edad.
—Egocéntrica, consentida, maleducada. ¿A qué te refieres? —preguntó Salomonson.
Pues que apenas lo saludó las escasas ocasiones que se cruzaron. Que evitaba mirarlo a la cara y que casi montó un número para demostrar lo poco que le interesaba él la única vez que recordaba haber hablado con ella siquiera. Y además, entonces también estaba su madre.
Hasta las dos de la tarde no hicieron una pausa para comer. Fue Gross quien decidió una hora tan tardía, probablemente solo por fastidiar. Mientras Salomonson organizaba la intendencia relativa al refrigerio de Gross, Rogersson se fue a los servicios para evacuar. Nada más salir, se topó con Bäckström.
—¿Cómo va la cosa con nuestro pájaro? —preguntó Bäckström.
—Tenía que evacuar —dijo Rogersson—. Últimamente, siempre ando yendo al baño. Como responsable de interrogatorios estoy acabado. Solo cuando bebo un montón de cerveza se me calma y no tengo que salir corriendo al váter. Entonces no pienso en el váter para nada. No me digas que no es extraño.
—Sí —dijo Bäckström sonriendo—. Pues yo voy cuando me despierto por la mañana y antes de dormirme. Dos veces al día, lo necesite o no.
—Bueno, en respuesta a tu pregunta, te diré que la cosa va tal y como esperábamos —dijo Rogersson, y a lo demás no pensaba detenerse.
—¿Ha dejado el ADN? —preguntó Bäckström.
—Todavía no hemos llegado a ese punto —dijo Rogersson con un suspiro—. Hemos tenido más que de sobra con oírlo quejarse de lo mal que lo hemos tratado y, si te interesa, puedo adelantarte desde ya cómo acabará esto.
—¿Y cómo acabará? —quiso saber Bäckström.
—Pues nos pasaremos tres horas más escuchando sus lamentos. Después Olsson decidirá que sigamos oyendo la misma monserga otras seis horas. Luego, Gross se negará a dejar la muestra de ADN voluntariamente, y entonces Olsson se rendirá, puesto que no tiene agallas para declararlo sospechoso y solicitar al fiscal que lo meta en el calabozo para que podamos tomarle la muestra sin necesidad de pedir permiso. Por último, Gross, el colega y yo nos iremos a casa. Cada uno a la suya.
—Bueno, una vez allí podrás tomarte unas cervezas —dijo Bäckström—. Así no tendrás que ir al váter.
—Claro —respondió Rogersson—. Gross no se ha cargado a Linda, ni siquiera ha visto u oído nada, ni llegado él solo a ninguna conclusión, así que, ¿qué pinta aquí? En fin, resumiendo, hoy ha sido un día totalmente normal y totalmente perdido en la vida de un jefe de interrogatorios. Bueno, ¿y tú qué ibas a hacer?
—Pensaba hacer una visita a la loquera —respondió Bäckström.