En primer lugar, Knutsson y sus colaboradores investigaron a los familiares, amigos y conocidos de la víctima, para ver si en alguno de los muchos archivos a los que tenía acceso la policía había algo interesante de cualquiera de ellos. No lo había, lo cual no sorprendió a nadie. Una tercera parte de la veintena examinada eran compañeros de Linda en la escuela de policía, y allí no figuraba nadie que apareciese en los archivos penales.
—Tan íntegros como nuestra víctima —constató Bäckström satisfecho, retrepándose en la silla con las manos cruzadas en la barriga.
—Al menos, en lo que a los archivos se refiere —apuntó Knutsson observador.
—Puesto que pronto tendremos los resultados del ADN del asesino, quiero que todos dejen una muestra. Voluntariamente y para poder desvincularlos de la investigación de una forma simple y rápida.
—No creo que haya ningún problema —dijo Knutsson.
—Desde luego que no —convino Bäckström. ¿Qué tiene que temer un hombre honrado de su propio ADN?, pensó.
La otra categoría la constituían, naturalmente, el grupo opuesto, cuyos integrantes tenían todos ellos numerosas entradas en los archivos policiales. Knutsson y los demás colegas, con ayuda de sus ordenadores, habían revisado a más de un centenar de maltratadores, camorristas callejeros, violadores y otros pirados de repertorio más variopinto y vinculados a Växjö y sus inmediaciones. Luego descartaron a los que ya estaban en el trullo o a los que tenían excusa legal por otras razones. Quedaban setenta personas que aguardaban una investigación manual que exigiría más tiempo. Una decena de ellas eran particularmente interesantes, ya que habían recibido atención psiquiátrica en el Sankt Sigfrid por delitos sexuales graves.
—ADN. Todos ellos tienen que lamer el bastoncillo para ayudar a la buena de la Policía. —Bäckström asintió satisfecho. Por fin parece que esto va cobrando forma, pensó.
—Que sí, hombre, que sí —suspiró Knutsson que, de repente, no parecía tan satisfecho como antes. Con un poco de suerte, ya tendremos fichados a algunos, se dijo.
Quedaban los vecinos del barrio. En total, cerca de mil personas, la mitad de las cuales ni habían llamado a la policía ni se encontraban en casa cuando hicieron la ronda por el barrio. Teniendo en cuenta que era verano y vacaciones, y que la mayoría de los residentes en el barrio eran personas de mediana edad y de clase media, no había nada de emocionante en tan elevado índice de ausencia.
—Con independencia de que se hayan pasado el verano entero arando el huerto de la casa de campo y de que no puedan contribuir con nada, quiero que se los interrogue y registre a todos —dijo Bäckström.
—En eso estamos de acuerdo —convino Knutsson—, pero doy por hecho que no nos vas a pedir que también les tomemos muestras del ADN a todos.
—Bueno, no estará de más preguntarles —dijo Bäckström revolviéndose en la silla—. Por cierto, ¿cuántos vecinos han quedado en la lista de los que aparecían en el archivo de delitos penales?
—Ya te lo he dicho —observó Knutsson mirando de reojo el documento—. Setenta y nueve, menos setenta maleantes, quedan nueve en el grupo de vecinos.
—¿Y qué han hecho?
—Tres, conducir bajo los efectos del alcohol. Uno de ellos tiene cuatro condenas, doce años. El colega de Växjö lo describió como un viva la vida y, teniendo en cuenta que uno de ellos tiene cincuenta años, el otro cincuenta y siete y el vivales setenta… —Knutsson exhaló un nuevo suspiro y se encogió de hombros con un gesto elocuente—. Luego tenemos a uno que ha metido mano en las cuentas de la empresa. Libertad condicional por desfalco. Otro que agredió a su mujer hace nueve años y que no estaba cuando hicimos la ronda, se encontrará seguramente en la casa de campo; otro acusado de delito fiscal, y dos jóvenes de dieciséis y dieciocho años con lo de siempre, hurtos, grafitis, un escaparate roto de una pedrada, reyertas callejeras con otros jóvenes. —Knutsson volvió a suspirar.
—El que apaleó a la mujer —dijo Bäckström con curiosidad.
—Debe de estar en la casa de campo, con la misma mujer. Felizmente casados, según los vecinos con los que hablaron los colegas cuando hicieron la ronda —explicó Knutsson.
—Bueno, en ese caso no tendrá inconveniente en dejar voluntariamente una muestra de ADN —opinó Bäckström. Las personas que son felices no suelen tener ese inconveniente, pensó.
—Hay uno por el que al menos yo siento curiosidad —continuó Knutsson—. Se llama Marian Gross y es de origen polaco. De cuarenta y seis años, llegó al país de niño, con sus padres, que eran refugiados políticos, se le otorgó la ciudadanía sueca en 1975. Tiene una denuncia del invierno pasado por amenazas, atosigamiento sexual, bueno, lo que se llama acoso sexual, y un poco de todo. Soltero, sin hijos, es bibliotecario en la Universidad de Växjö —concluyó.
—Espera, Knutsson —dijo Bäckström alzando las manos—. Es un marica, ¿no te das cuenta? La descripción no deja lugar a dudas. Marian. ¿Quién coño se llama Marian? Bibliotecario, soltero, sin hijos —repitió Bäckström poniendo tieso el dedo meñique—. Solo tenemos que hablar con el cacorro que lo denunció.
—No te creas —dijo Knutsson—. El denunciante es una compañera de trabajo quince años más joven.
—Vaya, hombre —murmuró Bäckström—. Bibliotecaria también. ¿Y qué le hizo? ¿Le enseñó la salchicha polaca en la fiesta de Navidad de la universidad?
—Le envió una serie de correos electrónicos y otros mensajes anónimos que a mí, personalmente, me parecen de lo más desagradables. Las porquerías habituales, sí, pero incluyen además un toque amenazador. —Knutsson negó con un gesto de desaprobación.
—¿Las porquerías habituales? —Bäckström lo miró con curiosidad—. ¿No podrías ser un poco más…? —Bäckström remató la pregunta con un gesto de la mano.
—Claro —dijo Knutsson lanzando un suspiro muy hondo, como si quisiera tomar impulso—. Te daré algunos ejemplos. Tenemos el viejo clásico del consolador, que le enviaron al lugar de trabajo. El más grande del mercado, en color negro, acompañado de una carta anónima cuyo remitente aseguraba que lo hicieron tomando la suya como modelo…
—Pero ¿no decías que era polaco? —gruñó Bäckström—. Puede que el tío sea daltónico. O a ver si está a punto de estirar la pata. —Bäckström estalló en una carcajada tal que le temblaba la barriga.
—Los correos y cartas normales en los que dice que la ha visto en el centro o en la biblioteca y comenta la ropa interior que ha decidido ponerse. ¿Te vale, o quieres más? —Knutsson miró a Bäckström con expresión interrogante.
—Pues suena como un viejo verde del montón —dijo Bäckström. ¿Y qué será lo que ha impulsado al bueno de Knoll a ceder a su lado sensible?, se preguntó. ¿Habrá pasado por la terapia de crisis?
—Ya, pero no es eso precisamente en lo que yo me había fijado —replicó Knutsson con acritud.
—¿Y en qué te has fijado, entonces? —preguntó Bäckström—. ¿En que es polaco?
—Vive en el mismo edificio que la víctima —dijo Knutsson—. En el piso de arriba, si no me equivoco.
—¡ADN! —rugió Bäckström. Se irguió en la silla y señaló a Knutsson con su índice rechoncho—. Ya podrías haberlo dicho a la primera. Envía a alguien que le tome una muestra, y si no se presta voluntariamente, tendremos que traerlo aquí. —Bueno, esto ya va cobrando forma, pensó.
Hasta última hora de la tarde no llegó el prometido informe preliminar del forense. Lo recibieron en el fax de la Científica e iba a nombre del técnico responsable, el comisario Enoksson, de la judicial provincial de Växjö, que, tan pronto como lo hubo leído, fue en busca de Bäckström para comentar el contenido.
—Según el forense murió entre las tres y las siete de la mañana. Asfixia por estrangulamiento —dijo el técnico.
—Bueno, pero para eso no hace falta llevar una bata blanca —dijo Bäckström—. Si quieres mi opinión, murió entre las cuatro y media y las cinco, como muy tarde —añadió. Lo típico de los forenses, pensó. Panda de cobardes.
—Estoy de acuerdo contigo en lo de la hora —convino Enoksson—. Por lo demás, parece que la violaron al menos dos veces. Una por la vía normal y otra por vía anal y, seguramente, en ese orden. Pudieron ser más de dos veces. Violaciones consumadas.
—Ya. ¿Y dice algo que nosotros no hayamos deducido solos? —preguntó Bäckström—. ¿Los navajazos en… la zona… del final de la espalda de la víctima? —Ya no se atreve uno ni a decir culo, pensó. ¿Qué coño me está pasando?
—Lo de «navajazos» quizá sea exagerar un poco —objetó Enoksson—. Son más bien pinchazos, aunque sangró bastante. Pues sí, nos ha dado las medidas. Ese no es nuestro negociado. Lo de contarlos sí que lo hicimos, y coinciden las cifras. Trece pinchazos distribuidos en un arco ascendente hacia la cintura y el centro de la espalda y, seguramente, asestados desde la nalga izquierda a la derecha.
—Te escucho —dijo Bäckström.
—Cuchillo de un solo filo; seguramente, el que encontramos en el lugar del crimen; profundidad de las heridas, entre dos y cinco milímetros, y la más profunda no llega al centímetro. Da la impresión de querer ejercer el control, máxime teniendo en cuenta que ella debió de oponer resistencia y probablemente se estuvo moviendo todo el tiempo. Más profundos por la derecha que por la izquierda. Lo de las ataduras y la mordaza, y los rastros que hayan podido dejar en el cadáver, ya lo veremos cuando tengamos el informe del laboratorio.
—Por mí, ninguna objeción —dijo Bäckström—. Y lo que el bueno del doctor nos ha revelado ya lo sabíamos. —Yo, al menos, pensó.
—Pues sí, más o menos. Pero dice que está dispuesto a venir y hablar con nosotros —aseguró el técnico—. Y había pensado que lo mejor sería que viniera cuando los colegas hayan terminado con lo nuestro y tengamos respuestas de todas las pruebas. Puede que se le haya ocurrido una idea que quiera desarrollar cuando nos veamos. Que lo podamos ver todo en su contexto. ¿Qué te parece?
—Me parece bien —aceptó Bäckström. Pero estaría bien que fuera este verano, pensó.
Después se llevó aparte a la colega Anna Sandberg para profundizar un poco más en la personalidad de la víctima, pero sobre todo para aliviarse la vista.
—Espero que no pienses que soy un pesado, Anna —dijo Bäckström con una sonrisa amable—, pero como comprenderás igual que yo, puede que el aspecto de la personalidad de la víctima sea el más importante de todo el trabajo de investigación. —Ahí queda eso, pensó, pero ¿qué no hace uno por estas pobres criaturas?
—Pues no, no me pareces un pesado ni mucho menos —respondió Anna—. Al contrario, me alegra oírte decir eso. Muchos colegas de esta casa no se toman a las víctimas lo bastante en serio —respondió ella mirándolo con severidad.
Es bueno saber que en Växjö también hay compañeros normales, pensó Bäckström, aunque aquello no iba a decirlo.
—Exacto —dijo—. Creo que habías hablado con el padre. Con el padre de Linda, ¿no?
—Bueno, yo no diría tanto —respondió Anna—. Yo estaba presente cuando fuimos a su casa para ponerlo al corriente de lo sucedido. En realidad, fue un colega de más edad quien habló con él. Fue sacerdote antes de ser agente y trabaja en la policía local de la ciudad desde hace muchos años. Se le dan muy bien estas cosas. La verdad, si lo piensas fríamente, es horrible. El padre se quedó conmocionado. En cuanto llegamos a la comisaría, llamamos a un médico.
—Terrible —dijo Bäckström.
Otra vez esa cara, más vale darse prisa antes de que se eche a llorar. Las mujeres son así, las mujeres, los curas, los policías locales, pensaba. Panda de melindrosos.
—He visto que estaba censada en el domicilio de su padre —prosiguió Bäckström—. Así que supongo que tenía allí una habitación propia.
—Sí, claro —respondió Anna—. Es una casa enorme, una mansión. Un lugar precioso, la verdad.
—Y al efectuar el registro de la habitación en la casa del padre, ¿encontrasteis algo relevante? Me refiero a diarios, notas personales, agendas y esas cosas, cartas, fotos, vídeos de celebraciones familiares. Bueno, todo eso, ya sabes. Tú me entiendes.
—Pues la verdad es que no hubo tiempo para el registro —dijo Anna—. Prácticamente no nos movimos del recibidor y nos fuimos enseguida. El padre estaba destrozado. Aunque la agenda sí la tenemos. La había metido en el bolso que llevaba cuando salió el viernes.
—¿Y había algo interesante en la agenda? —preguntó Bäckström.
—Pues no —dijo Anna meneando la cabeza—. Lo normal. Reuniones, las clases en la escuela de policía, amigos con los que había quedado. Lo de siempre. Si quieres, puedes echarle un vistazo.
—Luego —dijo Bäckström—. Pero y después —dijo—. ¿Qué ha ocurrido después?
—No mucho —reconoció Anna—. Yo abordé el asunto el viernes con Bengt, bueno, con el comisario Olsson, pero para entonces el padre ya se había marchado de la comisaría con el médico y con unos amigos de la familia, y Bengt pensó que más valía esperar un poco. Dejarlo en paz unos días, dado lo sucedido. Desde entonces no ha pasado nada más, me parece. Aunque sé que los colegas de la Científica nos lo han recordado.
—O sea, que todavía no habéis efectuado ningún registro en la habitación que la víctima tenía en casa del padre, ¿no? —¿Adónde coño me han enviado?, pensó Bäckström.
—No, que yo sepa —respondió Anna—. Los técnicos no dan abasto con el escenario del crimen, claro. Pero entiendo tu pregunta.
—Lo hablaré mañana con Olsson —dijo Bäckström. Así podrá hacer el ridículo un día más.
Cuando Bäckström entró en la oficina de Rogersson, este estaba sentado al escritorio con los auriculares puestos y un reproductor de casetes.
—¿En qué puedo ayudarte, comisario? —preguntó Rogersson quitándose los auriculares y asintiendo apesadumbrado al tiempo que apagaba el reproductor.
—Vente conmigo al hotel y acompáñame a la habitación a comer algo y a tomarnos unas cervezas —dijo Bäckström.
—Creo que me ha salido un eccema en los conductos auditivos después de toda la tarde y parte de la noche oyendo un montón de interrogatorios absurdos —dijo Rogersson—. Hasta que llega el colega Bäckström y lo que oigo es música celestial.
—Manda eso a paseo, nos vamos —dijo Bäckström. Este tío está empezando a ablandarse. Será el alcohol, pensó.
—¡Hombre! —exclamó Rogersson. Lanzó un hondo suspiro de placer y se limpió un resto de espuma de la comisura del labio con la mano izquierda—. Al que inventó la cerveza deberían darle el Premio Nobel en todas las categorías. Desde el de la paz hasta el de literatura. Del primero al último.
—No creo que seas el único al que se le ha ocurrido —dijo Bäckström—. Y si hay algo mejor que una cerveza fría es una cerveza fría gratis. Así que el de economía deben de habérselo dado ya, porque tú te lo has bebido a estas alturas, so tacaño, pensó.
Rogersson no recogió la pelota, sino que cambió radicalmente de tema.
—El polaco ese que Knutsson pretende vendernos… —dijo.
—Pensábamos interrogarlo y tomarle una muestra de ADN mañana a primera hora —dijo Bäckström. Mejor hablamos de todas las cervezas que te has pimplado de gorra, pensó.
—No me cuadra —dijo Rogersson—. Me da que no es él.
—No me digas —dijo Bäckström—. ¿Y por qué te da que no es él?
—He leído los interrogatorios del repartidor de periódicos y del polaco. Incluso he hablado con Salomonson, el colega que llevó la investigación del acoso sexual, y parecía bastante normal —dijo Rogersson—. El polaco no es, te lo digo yo —insistió, y subrayó lo que acababa de decir con un buen trago de cerveza gratis.
Según Rogersson, existían tres razones de peso para descartar a Marian Gross, el vecino polaco de Linda, como su asesino. La primera, el interrogatorio con el repartidor de prensa que, todas las mañanas a la misma hora, echaba el periódico, previo pago, en el buzón de los residentes en el bloque.
—El polaco debía saber que era el repartidor y no una visita, ¿no? —preguntó Rogersson—. Si hasta lee los mismos diarios que la madre de la víctima, el Smålandsposten y el Svenska Dagbladet.
—Bueno, puede que él no suela estar despierto cuando llega el periódico —objetó Bäckström.
La segunda razón venía dada por el interrogatorio en el que Gross declaró que, a principios de aquella semana, había hablado con la madre de Linda, que le contó que se marchaba al campo y que su hija viviría en el piso mientras tanto.
—Bueno, eso habla más bien en su contra —dijo Bäckström—. Sabía que tenía vía libre.
—Pero, entonces, ¿por qué iba a salir por la ventana? —insistió Rogersson—. Más sencillo habría sido salir por la puerta y subir a su casa por la escalera o coger el ascensor.
—Ya, pero él creía que había alguien en la puerta —objetó Bäckström.
—Sí, el repartidor del periódico —dijo Rogersson con vehemencia—. No tenía más que esperar a que se marchara.
Vaya, hombre, pensó Bäckström, y se limitó a asentir.
La tercera razón tenía que ver con las capacidades físicas de Gross y la elección de la vía de escape del asesino. Según la investigación técnica, la ventana estaba a cuatro metros del césped de la calle. Gross medía un metro setenta y pesaba más de noventa kilos, le faltaba flexibilidad y no estaba en buena forma física.
—Según Salomonson, es un enano gordinflón de lo más desagradable. Además, dice que tiene una condición física pésima. Que jadea como una locomotora después de subir medio piso —añadió Rogersson—. Así que, si hubiera huido por la ventana, se habría matado. Si es que hubiese conseguido saltar.
Así que un jodido gordinflón, pensó Bäckström, que era solo un pelín más alto y un pelín más delgado, pero que se había imaginado a un asesino más atlético. Sí, algo de razón sí tiene, pensó.
—Algo de razón sí tienes —reconoció Bäckström—. Pero tomarle una muestra de ADN no estará de más, ¿no?
—Pues que tengas suerte —dijo Rogersson—. Porque por lo que me han dicho, Gross debe de ser un personaje extraordinariamente difícil.