A las seis y media de la mañana del domingo —mientras Jan Lewin estaba debajo de la ducha en la habitación del hotel, dejando correr el agua—, sonó el móvil corporativo del jefe de la policía provincial. El hombre estaba durmiendo y le costó un poco ponerse las gafas y encontrar el aparato para responder. Algo ha ocurrido, seguro, pensó tras una rápida ojeada al despertador que tenía en la mesilla de noche.
—Aquí Nylander —dijo la voz al otro lado del hilo telefónico—. Doy por hecho que no te he despertado.
—No, tranquilo —dijo débilmente el jefe de la provincial—. Tranquilo. —Tiene que haber ocurrido algo terrible, pensó.
—Llamaba para ver cómo está la cosa —dijo Nylander escuetamente—. ¿Qué tal os va por allí?
—Avanzando según los planes —respondió el jefe de la provincial. Claro que cómo voy a saberlo yo, que me he pasado la noche durmiendo, pensó—. ¿Te interesaba algo en particular, Nylander? —añadió.
No había nada en particular que interesara a Nylander («no soy de esos»). En cambio, por su condición de jefe de la policía judicial central había estado dándole vueltas a ciertas «consideraciones estratégicas» con motivo del caso que ahora compartían. Y el resultado de las mismas era que ahora le hacía, además, una oferta de «aportaciones operativas».
—¿Qué habías pensado exactamente? —preguntó el jefe de la provincial.
¿Consideraciones estratégicas? ¿Aportaciones operativas? ¿De qué habla?, pensó.
—Tal y como yo lo veo, existe un riesgo bastante alto de que tengáis a un loco suelto por las calles —comenzó Nylander—. Y lo más probable es que muy pronto se le ocurra algo peor aún.
—¿Estás pensando en algo concreto? —repitió el jefe de la provincial sin firmeza, a lo que Nylander le enumeró una serie de escenarios posibles, extraídos de su fecunda experiencia como máximo responsable de la policía de la nación.
—Estaba pensando, por ejemplo, en el asesino samurái de Malmö, que mató y mutiló a varios de los vecinos del barrio en el que vivía. En el alférez de Falun, que mató a una decena de personas, la mayor parte de las cuales eran mujeres jóvenes. Y… qué más tenemos… —dijo el jefe en un tono pensativo que sonaba como si se estuviera frotando la barbilla—. Bueno, tienes al tío de la lanza de hierro que arremetió como un loco en un andén del metro aquí en Estocolmo, no hace tanto. Tres muertos y media docena de heridos, si no recuerdo mal. Luego está el loco del barrio de Gamla Stan, que se llevó por delante con el coche a un centenar de peatones pacíficos, en pleno día. Por mencionar algunos ejemplos —remató Nylander.
—No me digas —respondió el jefe de la provincial. Por Dios bendito. Aquí, en Växjö.
—Ya he estado hablando con nuestros analistas —dijo Nylander—. Y están totalmente de acuerdo conmigo. Estamos hablando de un asesino en serie que, con toda probabilidad, es capaz de cometer un asesinato múltiple o dedicarse a lo que llamamos spree killing. O sea, un asesino relámpago, uno que, durante una o varias horas, liquida a las víctimas aquí y allá, más o menos. Va por ahí rociando muerte a su alrededor, vamos —aclaró Nylander.
—Y dices que tenías alguna propuesta que hacerme —mencionó el jefe de la provincial. Por Dios bendito, pensó.
El jefe de la judicial central tenía hasta tres propuestas operativas. Es más, ya había enviado dos de ellas y había tomado todas las medidas necesarias para que aterrizara la tercera.
—Creo que el GMP debe echarle un vistazo en serio a ese chiflado desde ya. Además, mandaré el caso a VICLAS. La precaución es un arma —murmuró Nylander.
—¿El GMP? ¿VICLAS? —dijo el jefe de la provincial. Cuánto acrónimo, pensó.
—El grupo de análisis de conducta, para tener una imagen más precisa de quién es. Y la unidad de análisis y base de datos de delitos violentos, para relacionarlo con todos los delitos similares que se hayan cometido antes —aclaró Nylander secamente. Típico de los de paisano, pensó.
—Habías mencionado también una tercera cosa —dijo el jefe de la provincial un tanto a la defensiva.
—Exacto —dijo Nylander—. En el momento de detenerlo, creo que lo mejor será que lo dejes en manos de nuestra Unidad Nacional de Operaciones. Para evitar derramamientos de sangre innecesarios. Ya les he avisado. En condiciones normales, podemos plantarnos allí en tres horas, desde que se dé la orden de intervención. Intentaremos reducirlas y, si seguimos contando con tan buen tiempo de vuelo como llevamos teniendo todo el verano, podemos conseguirlo en dos, según el jefe de operativos. Tres de los equipos de la Unidad han elevado ya el grado de alerta de azul a naranja.
—Por Dios bendito —dijo el jefe de la provincial. Por Dios bendito, pensó. ¿Y de cuántas personas estamos hablando cuando dice lo del derramamiento de sangre innecesario?
Quince minutos después —y a pesar de lo temprano de la hora—, el jefe de la policía provincial había llamado al jefe de la investigación, el comisario Olsson, para comunicarle que el jefe de la policía judicial central y él, de mutuo acuerdo y tras una deliberación conjunta, habían decidido reforzar la investigación con los expertos del GMP y de la unidad de VICLAS, y que de la detención del sujeto se encargaría la Unidad Nacional de Operaciones. Curiosamente, Olsson había estado pensando lo mismo y le pareció una idea excelente.
—Lo cierto es, jefe, que tenía intención de llamarlo más tarde para proponerle exactamente lo mismo, y la razón de que decidiera esperar un poco es que sé que ahora está usted disfrutando de unas merecidas vacaciones.
Bäckström se sentía estresado, cansado y resacoso. La noche anterior, él y Rogersson habían hecho lo posible por compensar la prolongada abstinencia a la que el trabajo los había obligado. Bäckström se desmayó en la cama poco antes de medianoche, se quedó dormido y tuvo que desayunar a la carrera sin tiempo siquiera de hojear la prensa matinal. Además, tuvieron que parar por el camino en una tienda a comprar caramelos de menta y un par de botellas de bebida isotónica con los que remediar medianamente el asunto del aliento y el equilibrio de fluidos.
No había mejorado la cosa cuando cruzó a toda prisa el pasillo, camino de la reunión matutina con la unidad de investigación, porque entonces se le abalanzó el payaso de Olsson y empezó a chamullar sobre los diversos escenarios de crisis que él y el jefe de policía se habían visto abocados a gestionar sin implicar a Bäckström.
—¿A ti qué te parece, Bäckström? —preguntó Olsson—. ¿Qué opinas de que busquemos la vinculación con otros casos junto con tus colegas del GMP y de VICLAS?
—Me parece una idea excelente —respondió Bäckström, que no tenía la menor intención de malgastar su precioso tiempo dejándose aleccionar por su jefe superior, el jeta de Sten Nylander.
Allí estaba pues, por fin, a la cabecera de la mesa. Cierto que sin «botella de Höganäs colgada del cuello», como había escrito Strindberg, pero con una enorme taza de café con mucha leche y azúcar y con toda la unidad de investigación allí reunida.
—Bueno —dijo Bäckström—. Pues vamos a empezar.
La inspectora Sandberg comenzó hablando de las cámaras de vigilancia que había a lo largo del camino que la víctima recorrió hasta llegar a casa. La que estaba en el cajero automático donde se paró a sacar dinero no tenía nada, seguramente porque la víctima se hallaba fuera de su alcance cuando salió del Statt.
—Es una cámara que solo abarca la acera y una porción de calle pequeñísima, delante del cajero —explicó—. Pero hemos encontrado algo mucho mejor y me parece que es el jefe quien puede atribuirse el honor —constató al tiempo que asentía sonriente mirando a Bäckström.
—Soy todo oídos —dijo Bäckström devolviéndole la sonrisa. Bien, muchacho, ya la tienes metida hasta la mitad, pensó.
Resultó que Sandberg y sus colegas habían encontrado otra cámara mucho mejor, sin tener en cuenta las posibles licencias. Estaba sobre el mostrador de una tienda que había al principio de la calle Pär Lagerkvist, a tan solo quinientos metros del domicilio de la víctima, y, por la noche, cubría también la porción de calle delante del establecimiento. A las tres menos cuatro minutos de la noche del viernes se grabó una imagen de Linda Wallin cuando iba camino a casa. En cambio, nadie más apareció en la media hora siguiente, y, lo más probable, nadie que la persiguiera y, desde luego, nadie que la fuera persiguiendo.
—La tienda abre hasta las once de la noche. Normalmente, la cámara cubre la puerta de la tienda y las cajas, pero antes de irse a casa poco antes de medianoche, el dueño cambia la orientación de la cámara para que capte también a quienes pasen por la calle. Lo hace porque ha tenido problemas, le han echado agua en la entrada de la tienda y han escrito pintadas racistas con espray en el escaparate. El dueño de la tienda es iraní —explicó Sandberg.
—¿Y estamos seguros de que se trata de Linda? —preguntó Bäckström, que no pensaba soltar aquel pequeño pero alentador detalle en el gran marco del trabajo de investigación.
—Totalmente seguros —dijo Sandberg—. Yo misma he visto la cinta, junto con los técnicos. Somos varios los que conocemos a Linda… bueno, la conocíamos…
Después la cosa continuó con la eficacia y el ritmo habituales cuando era él quien llevaba el timón. Menos mal, joder, pensó Bäckström, que no hay que aguantar que la mitad del Cuerpo de Policía tenga que presentarse ante la otra mitad.
—Las rondas por el vecindario y el asunto de peinar la zona —prosiguió—. ¿Hemos encontrado algo interesante desde ayer?
Por desgracia no, según el colega encargado de esa tarea. Lo último que habían hallado del asesino era la sangre y los restos de piel del alféizar de la ventana, en el dormitorio del apartamento donde se había producido el asesinato.
—En ese caso, ampliaremos la zona de búsqueda —dijo Bäckström con hosquedad—. Comprobad todas las cosas raras que hayan sucedido en la ciudad el día de autos. Todo el repertorio, desde simples alborotadores, asaltos, vandalismo, coches robados, hasta aparcamientos indebidos, vehículos extraños, sucesos y personas. Quiero listas de todo eso antes del almuerzo.
Panda de gandules, todo lo tiene que hacer uno, pensó.
—¿Y no ha llamado nadie con nada interesante que contar? —continuó Bäckström mirando a Lewin. Si has conseguido despegarte de la amiguita Svanström, salido de mierda, pensó.
—Hemos recibido cientos de mensajes —dijo Lewin—. Por teléfono, por correo electrónico e incluso por sms enviado a algunos de los que trabajan en la unidad de investigación y cuyo número de móvil conocen al parecer algunos informantes. No es tan raro, quizá, puesto que los colegas que han recibido el mensaje en el móvil trabajan habitualmente en la unidad de investigación o en narcóticos, y todos hemos tenido informantes a quienes damos el número del móvil. Si alguien se ha puesto en contacto por carta, aparecerá mañana, tal y como está últimamente el correo postal.
—¿Y qué tenemos? —preguntó Bäckström—. ¿Algo a lo que hincarle el diente?
Por desgracia, nada, según Lewin. Lo habitual. Ciudadanos indignados que se lamentaban de la depravación social en términos generales y del aumento de la criminalidad en particular. Los listillos de siempre, que querían sugerirle a la policía qué debían hacer si querían hacerlo bien y, seguramente, lo habían aprendido viendo todas las series policiacas de televisión. Por descontado, también un nutrido grupo de visionarios, adivinos, adivinas y videntes que querían compartir sus visiones, advertencias, avisos generales, presentimientos y vibraciones.
—Nada concreto, nada a lo que hincar el diente —insistió Bäckström.
—Algunos de ellos fueron muy concretos en sus aportaciones —dijo Lewin—. El problema es que no han entendido nada.
—Danos algún ejemplo —dijo Bäckström.
—Claro. —Lewin consultó sus papeles—. Tenemos a una antigua compañera de clase de Linda, de la época del instituto. Está convencida al cien por cien, palabras textuales, de que habló con Linda en el concierto de Borgholm, en Öland. Un grupo que se llama Gyllene Tider estuvo allí, al parecer, en su gira de este verano.
Borgholm, pensó Bäckström. Eso está a ciento cincuenta kilómetros de Växjö por lo menos, ¿no?
—El problema es que el concierto tuvo lugar el viernes por la noche y para entonces nuestra víctima ya estaba en la camilla de la unidad forense de Lund —suspiró Lewin—. Así que esa testigo ni siquiera leyó los diarios de la tarde. En fin. Aquí tenemos a otro —prosiguió Lewin hojeando la montaña de soplos que tenía delante—. Uno de los jóvenes talentos locales que llamó a un colega de seguridad ciudadana y le contó que había visto a Linda a quinientos metros al este del Stadshotell muy temprano la mañana del viernes. En Norra Esplanaden, a la altura de las dependencias municipales, si no me equivoco.
—Y a ese ¿qué le pasa? —preguntó Bäckström.
—Pues el problema con este —afirmó Lewin—, aparte de la credibilidad que queramos darle en términos generales, es que, según él, fue sobre las cuatro de la mañana, en una calle en dirección completamente opuesta al recorrido que Linda tenía hasta su casa, y que iba en compañía de lo que el testigo llamó «un puto negro grande como un gigante».
—Ya, en ese caso, creo que ya sé quién es el testigo —dijo uno de los colegas de Växjö desde el otro extremo de la mesa—. El mundo de ese hombre está poblado de negros malvados.
—Sí, ya me lo imaginé al leer el resumen de su certificado de delitos penales —dijo Lewin con media sonrisa.
—En fin, bueno —dijo Bäckström—. ¿Preguntas? ¿Opiniones? ¿Propuestas? —Aquí no hay nadie que abra el pico para decir nada sensato, pensó al ver aquellas cabezas negando alrededor de la mesa—. Ya, pues seguimos —dijo levantándose de repente—. ¿A qué esperáis? Levantaos y a moverse. Venga, en marcha, a trabajar. Para el almuerzo, a más tardar, quiero el nombre del que lo hizo. Si me dais un buen nombre, os invito a café y tarta.
Caras alegres alrededor de la mesa. Son como niños, pensó Bäckström, y qué coño, no tenía la menor intención de malgastar en una tarta lo que tanto sudor le costaba ganar.
Él, por su parte, cogió papel y lápiz y buscó el retiro de una sala de interrogatorios vacía con la intención de sentarse a pensar tranquilamente. En primer lugar, encendió la luz roja de la puerta, cerró y soltó el cuesco que había mantenido bajo una vigilancia férrea toda la reunión. Al fin solos, pensó espantando los efluvios de la noche anterior.
Llega a casa poco después de las tres, pensó. No parece que la haya seguido nadie ni que ella haya concertado ninguna cita en el piso. Poco después y a pesar de todo, el asesino entra en acción. La cosa degenera enseguida y, teniendo en cuenta el aspecto del escenario del crimen, y lo que Bäckström ya había deducido a raíz de otros datos, aquel tío psicópata debió de andar ocupadísimo durante al menos una hora y media. De modo que Linda murió probablemente en algún momento entre las cuatro y media y las cinco, pensó.
Luego, el tío entra en el baño para quitarse lo más visible. Después llega el periódico a eso de las cinco y se cree que viene alguien. Se pone lo imprescindible y salta por la ventana del dormitorio, y para entonces son poco más de las cinco, piensa Bäckström. ¿Qué nos da eso? Miró el reloj de pulsera y empezó a calcular desde la madrugada del viernes hasta el domingo por la mañana. Pronto hará dos días y medio desde que se escapó. Ese hijo de puta puede haber llegado a la luna a estas alturas, pensó abatido. Recogió los papeles y decidió volver y vapulear un poco más a sus colaboradores.
Por otro lado, se dijo una vez en el pasillo, sería absurdo hacerlo con el estómago vacío y, puesto que el restaurante de la comisaría estaba abierto también aquel domingo, precisamente a causa de lo ocurrido, podía aprovechar y echarle algo a su pobre estómago.
Patata rellena al estilo de Småland, pensó ansioso al ver el menú. Sí, eso tomaría. Rematada con un buen café y un pastelito de mazapán mientras leía tranquilamente los diarios de la tarde que había afanado del hotel, pero que aún no había tenido tiempo de ojear. Ninguna novedad, pensó Bäckström dando sorbitos del café caliente. La mayoría, especulaciones con muchas alharacas.
En uno de los periódicos habían lanzado una nueva variante de la clásica línea de investigación policial.
El asesino era seguramente un delincuente peligroso que odiaba a la policía y que alimentaba «una aversión irracional hacia la víctima porque esta trabajaba para el Cuerpo», constataba uno de los integrantes del panel de expertos del periódico, que, a la menor ocasión, solía reunir una selección de las cabezas más piradas del país.
Ya, ya, seguro, pensó Bäckström masticando el pastelito. Debe de ser algún conferenciante que la víctima tuviera en la escuela de policía de Växjö, se dijo. Quizá la chiflada aquella que se encargaba del debriefing, y para ella lo más importante no era el esperma, puesto que podía tratarse de una falsa pista astutamente dispuesta.
Según la competencia y sus expertos, la explicación era otra. Se trataba de un asesino en serie movido por un odio compulsivo hacia las mujeres y un modus operandi ritual a la hora de cometer sus crímenes. Suena como el colega Olsson, pensó Bäckström, ¿de dónde coño se sacan todo eso?
Existían también ciertos rasgos comunes en las descripciones de ambos diarios. Un vínculo delicado, cierto, pero aun así. Un experto más, el que exponía la línea policial en el primer periódico, no consideraba imposible que pudiera tratarse de un tipo especial de asesino en serie interesado en liquidar policías, que ignoraba a todos los demás porque lo que despertaba su apetito sexual eran los uniformes. Su «detonante» particular, según el rotativo.
Deben de tener un sitio web común para pirados del que extraer alimento espiritual, pensó Bäckström, y estaba a punto de dejar el periódico cuando vio un artículo que lo dejó perplejo.
El experto entrevistado, cuya foto, enorme, incluían y que era profesor de lo que llamaban psiquiatría forense en el hospital psiquiátrico de Sankt Sigfrid, en Växjö, ofrecía una explicación detallada de las lesiones por tortura que la policía había hallado en el cadáver. O bien ha tenido acceso a las mismas fotografías que el círculo de la unidad de investigación había visto la noche anterior, pensó Bäckström, o bien alguno de los que las vieron se las ha descrito de forma totalmente correcta y exhaustiva.
También aquel profesor con un conocimiento extraño y particular del trabajo policial se adhería a lo que debe llamarse la línea principal de investigación. Se trataba de un asesino en serie. Teniendo en cuenta la brutalidad del crimen, habría cometido ya asesinatos de crueldad similar, y la probabilidad de que volviera a hacerlo, y además en un futuro muy próximo, era bastante alta, por no decir del cien por cien.
Al mismo tiempo, «no era un sádico sexual normal y corriente con fantasías bien desarrolladas», tal y como parecían creer los colegas criminólogos menos puestos en el tema. Y mucho menos se trataba de alguien interesado en futuras policías con o sin uniforme. No, se trataba más bien de un ser «con un fuerte trastorno psicológico» y, en estos momentos, de un criminal prácticamente «caótico». Además, «era un joven de origen extranjero que fue víctima de experiencias violentas y traumáticas en la niñez o en los primeros años de juventud»; por ejemplo, habría sufrido tortura o habría sido víctima de agresiones sexuales. En aquel punto de la lectura, Bäckström se apresuró a apurar el café, se guardó el periódico en el bolsillo y se fue en busca de la portavoz de prensa de la investigación.
—¿Has visto este artículo? —preguntaba Bäckström cinco minutos después en la oficina de la portavoz. Le entregó el periódico abierto por la página en cuestión.
—Comprendo lo que estás pensando —dijo la portavoz—. Lo leí esta mañana y reaccioné exactamente igual que tú. Este barco hace aguas por todas partes —constató—. Y si queremos ver el lado positivo, no es extraño que el agua haya salpicado precisamente a este experto.
»Tú conoces el Sankt Sigfrid, naturalmente —continuó la mujer—. Es un hospital enorme, el psiquiátrico de la ciudad, donde están internos algunos de los peores casos de presos psiquiátricos. Nuestro amigo el profesor es un conferenciante asiduo tanto en la escuela de policía como aquí, en la comisaría. Yo ya no sé cuántas veces lo he oído.
—¿De verdad? —dijo Bäckström—. ¿Y es bueno? —preguntó.
—Pues yo diría que sí —respondió la portavoz—. Por lo general, a mí me parece que da en el clavo.
En fin, pues igual habría que hablar con ese tipo, pensó Bäckström. Lo de asesino joven y extranjero no me parece ninguna tontería, se dijo. Además, la víctima tenía debilidad por esa clase de gente. Quizá tanta que, si llamara a su puerta, le abriría y lo dejaría entrar.
Cuando volvió a la sala donde ya estaba reunida la unidad de investigación, lo hizo con la máscara de mariscal de campo y clavando los ojos en los presentes.
—Bueno —dijo Bäckström—, ¿a qué esperáis? Ya he almorzado, así que quiero que me deis un nombre. —Para subrayar el mensaje, se dio una palmadita en la oronda barriga sin reparar en ello siquiera.
—Yo puedo darte un nombre. Acabamos de terminar la lista de personas relacionadas con la víctima —dijo Knutsson blandiendo un puñado de folios de la impresora.
—¿Y hay algo bueno? —preguntó Bäckström. Cogió la lista y se sentó en su puesto.
—Pues, por lo menos, hay un buen número de nombres —constató Knutsson, y se sentó al lado de Bäckström—. Setenta y nueve, para ser exactos, y eso que solo hemos podido incluir a los vecinos de la zona, a los que conocían a la víctima y a los talentos locales de Växjö.
—Cuéntame —lo apremió Bäckström—. Dame alguien a lo que hincarle el diente.
—Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo Knutsson—. Ya voy.