En un primer momento, Bäckström y Rogersson tenían pensado escaparse al centro y almorzar en algún establecimiento discreto donde tomarse aquella cerveza que tan en justicia se habían ganado. Sin embargo, al ver el rebaño de periodistas congregado a la entrada de la comisaría, dieron media vuelta y se sentaron en el comedor del personal. Encontraron una mesa en el fondo de la sala y degustaron el menú del día con una cerveza sin alcohol.
—Cómo coño piensa quien sirve salchicha frita, macarrones con besamel y, de postre, tarta de queso de Småland con mermelada cuando estamos casi a treinta grados. Parecen los gusanos de un cadáver —dijo Rogersson revolviendo los macarrones con el tenedor.
—A mí no me lo preguntes. Nunca he comido gusanos de cadáver —dijo Bäckström—. Y me ha gustado, estaba rico.
—Claro, Bäckström —dijo Rogersson en tono cansino—. Pero para una persona normal como yo…
—Si tienes dudas sobre los gusanos de cadáver te recomiendo que hables con Egon. —Y que tengas suerte, pensó Bäckström, porque Egon era más taciturno aún que Rogersson.
—¿Quién coño es Egon? —preguntó su interlocutor.
—Mi Egon —dijo Bäckström.
—¿Le das gusanos de cadáver? —Rogersson lo miraba incrédulo.
—Maggots, larvas de mosca, es lo mismo. Aunque solo cuando es fiesta. ¿Tienes idea de lo que vale un tarro de larvas de mosca? —También a Egon hay que ponerle unos límites, pensó Bäckström. Los dos tenemos que vivir con mi modesto sueldo de policía.
—¿Quieres café? —preguntó Rogersson con un suspiro, al tiempo que se levantaba.
—En taza grande, leche y azúcar —respondió Bäckström. La mejor tarta de queso que he comido en mucho tiempo, pensó.
Después del almuerzo, Bäckström se entregó con renovada energía a poner un poco de orden en sus cosas y a procurar que la unidad de investigación hiciera lo que tenía que hacer. El colega Olsson apareció por allí, se dio una vuelta por la sala e intentó ponerse a pegar la hebra con todo el mundo, pero cuando se acercaba a Bäckström con la intención de hacerle perder su precioso tiempo, este recurrió al truco del teléfono, cogió el auricular y se puso a murmurar con aire concentrado en respuesta a los pitidos de la línea mientras ahuyentaba a Olsson con la otra mano. Por si acaso, había cogido un bolígrafo y tenía el bloc de notas bien visible encima de la mesa. Así que Olsson se marchó y se encerró en su despacho mientras Bäckström llamaba a la colega Sandberg para seguir examinando los contactos sexuales y las preferencias de la víctima, al mismo tiempo que aprovechaba la ocasión para aliviar sus ojos cansados contemplándola mientras ella hacía el trabajo.
—La vida sexual de la víctima, Anna. ¿Empezamos a hacernos una idea de esa parte de la historia? —comenzó Bäckström a modo de introducción del asunto, y con un gesto de asentimiento hacia la interrogada. Ese gesto grave, profesional, que solía utilizar cuando tocaba hablar de temas difíciles. Menudas domingas tiene la amiguita, pensó.
—Pues algo hemos averiguado —respondió Anna en tono neutral.
—¿Algo interesante? —preguntó Bäckström—. Interesante para la investigación, quiero decir —aclaró. Era como andar sobre el hielo que se ha cuajado de noche, y se trataba de mantener la lengua a raya para no romper la fina capa al pisar, pensó.
Hasta principios de la primavera, Linda tuvo un novio al que había conocido un año atrás.
Aquel novio era unos años mayor que ella y estudiaba Economía en la Universidad de Lund. Cuando terminó los estudios, poco antes de Navidad, hacía siete meses, encontró trabajo enseguida en una empresa de Estocolmo. El chico se mudó allí y la relación con Linda no tardó en enfriarse y morir.
No hallaron nada negativo ni sobre él ni sobre la relación con Linda y, por una vez, fue de lo más práctico, porque el muchacho parecía tener una coartada perfecta para la hora del asesinato. Estuvo de fiesta en el archipiélago de Estocolmo, junto con la nueva novia y unos amigos. Él mismo había llamado a la policía de Växjö en cuanto se enteró de lo que le había ocurrido a Linda y, después y por iniciativa propia, se puso en contacto con la policía de Estocolmo, que ya lo había interrogado. Naturalmente, estaba conmocionado pero, al mismo tiempo, presto a colaborar mucho más de lo que era de ley exigir. Entre otras cosas, se ofreció a dejar una muestra de ADN, a fin de que la policía no perdiera el tiempo con él.
—Un joven de lo más solícito —constató Bäckström—. ¿Y cómo se enteró tan pronto? De que habían asesinado a Linda, me refiero —aclaró.
—Su madre, que vive en Växjö y conoce a la familia de Linda, lo llamó a primera hora de la tarde, en cuanto lo supo. Él estaba en algún lugar de Sandhamn. Al parecer, en lo más recóndito del archipiélago de Estocolmo. Bueno, eso lo sabes tú mejor que yo, claro. Quiero decir dónde está Sandhamn. La mujer también conoce a la familia de los amigos, de modo que llamó a Sandhamn. Acabo de hablar con el colega que lo interrogó. Está convencido de que el antiguo novio de Linda no tiene nada que ver con esto. Aun así, le tomó la muestra de ADN y la enviará al laboratorio de inmediato —explicó Anna para terminar.
—Pues muy bien —dijo Bäckström—. Habrá que esperar. ¿Has localizado a algún otro novio desde que lo dejó con el economista?
—Ninguno —respondió Anna negando con un gesto—. Hemos hablado con tres de sus mejores amigas y con varios de sus compañeros de clase de la escuela de policía. Con los padres habíamos pensado hablar en cuanto se encuentren un poco mejor, ahora no tiene mucho sentido.
—¿Ninguna relación esporádica, ninguna rareza en lo que a sus inclinaciones sexuales se refiere? —insistió Bäckström.
—No —dijo Anna con vehemencia—. O al menos nada que conozcan las personas con las que hemos hablado hasta ahora. Por lo que dice todo el mundo, Linda era una chica perfectamente normal. Ligues normales, sexo normal. Nada raro.
—Seis meses sin novio y sin una relación esporádica siquiera… —Bäckström meneaba la cabeza incrédulo. ¿Es eso verosímil?, pensó. Una joven guapa de veinte años. Aunque estuviera demasiado delgada para su gusto.
—Seguro que es más frecuente de lo que la gente piensa —respondió Anna con expresión de saber de lo que hablaba—. Yo creo que se cruzó con un perturbado, sencillamente. Si quieres saber mi opinión, creo que es así de simple.
—Así que eso es lo que tú crees —dijo Bäckström pensativo—. Ya lo veremos —añadió de pronto, y le sonrió. Ya lo veremos. Todo el mundo tiene un armarito en el que esconderse, pensó.
La colega Sandberg no dijo nada. Solo asintió con cierto asombro.
Adelante, amiguita, ya tienes algo en lo que pensar, se dijo Bäckström siguiéndola con la mirada mientras ella se dirigía a su puesto.
Sin pausa y sin descanso, pensó Bäckström. Fue a buscar un café y luego se llevó a Knutsson y a Thorén a una sala vacía para informarse tranquilamente de cómo iban las investigaciones.
—Contadle a este anciano —pidió Bäckström, que había decidido adoptar una postura de noble retraimiento—. ¿Hemos encontrado algo interesante?
—¿Te refieres al lugar del crimen? —preguntó Thorén—. Allí están encontrando cosas continuamente.
—No, no me refiero al lugar del crimen —dijo Bäckström con la misma actitud serena y pedagógica—. Estaba pensando en todos los demás lugares distintos del lugar del crimen. En todo el camino que recorrió la víctima cuando volvió a casa. En los alrededores del lugar del crimen. En el camino que, supuestamente, tomó el asesino cuando se dio a la fuga. O en Växjö en general. O en Suecia… o ¿en el mundo entero?
—Ya, entiendo lo que quieres decir —dijo Knutsson—. Te refieres a que…
—No lo creo —lo interrumpió Bäckström, que ya se había encendido—. Estaba pensando en el paquete completo, desde el menor papelillo de la calle, delante del lugar del crimen, en los cubos de basura, en los contenedores, en las alcantarillas, rincones y recovecos, rellanos de escalera, cuchitriles de camellos, apartamentos normales, desvanes y sótanos, parcelas cubiertas de maleza y todos los espacios corrientes que no haya enumerado. Estaba pensando en vecinos raros, en delincuentes en general, mirones, exhibicionistas, chiflados del sexo y casos clínicos. Y también pienso en todos los ciudadanos normales que han sufrido un cortocircuito en la cabeza porque hace un calor increíblemente asqueroso que no parece acabar nunca.
—En ese caso, pues no, no hemos encontrado nada —constató Thorén.
—Ya, pero siguen buscando —objetó Knutsson—. Quiero decir que el mensaje que quisiste transmitir en la reunión era lo bastante claro. Y estoy seguro de que están haciendo todo lo que pueden.
—Pero todavía no han encontrado nada, ¿verdad? —Bäckström los miraba interrogante.
—No —declaró Thorén.
—No —confirmó Knutsson meneando la bola que tenía por cabeza.
—Pero no me negaréis que es bastante extraño que un chiflado que sale corriendo y se deja los calzoncillos en el lugar del crimen y salta por la ventana porque oye caer el periódico en el buzón, por no hablar de todo el esperma y los restos de sangre y las huellas dactilares que parece que ha dejado tras de sí, se esfume en cuanto sale a la calle —resumió Bäckström.
—Bueno, un poco misterioso sí es —constató Thorén.
—Sí, yo también lo había pensado —convino Knutsson—. No es fácil que atacara a la víctima en gayumbos… Era solo una broma —añadió enseguida, al ver la expresión de Bäckström.
—No te creas —dijo Bäckström—, no te creas. Teniendo en cuenta lo que ha estado haciendo con la víctima durante dos horas y lo que hace una vez que se la ha cargado. Porque se diría que se ha puesto a filosofar en la ducha.
—Sí, desde luego, debe de estar loco de remate. En eso estoy de acuerdo —afirmó Thorén.
—Pero no lo suficiente como para dejar ningún rastro fuera del lugar del crimen —observó Bäckström.
—Puede que recobrara la cordura cuando alivió la presión —dijo Knutsson con una risita.
—No lo creo —dijo Bäckström—. Si veo algo que se parece a una luciérnaga, se mueve como una luciérnaga e irradia un misterioso resplandor, ¿qué es lo que veo?
—¿Una luciérnaga? —Thorén miró a su jefe con expresión interrogante.
—Bien, muchacho —dijo Bäckström—. ¿No te has planteado nunca ser policía?
Antes de regresar al hotel por la noche, Bäckström y Rogersson pasaron con el coche por el lugar del crimen para echarle un vistazo al apartamento. Naturalmente, había allí varios representantes de los diversos medios, apostados detrás de la profusión de cintas policiales y, a juzgar por la longitud de los teleobjetivos, los fotógrafos parecían equipados para cualquier tipo de eventualidad policial. Bäckström se quedó al volante sin pestañear, pese a que uno de los fotógrafos por poco se encarama al capó del vehículo antes de darse por satisfecho. Finalmente pudieron cruzar al otro lado del cordón y Bäckström aparcó el coche justo delante de la entrada, para no tener que andar corriendo y evitar que lo fotografiaran.
—Jodidos buitres —dijo Rogersson en cuanto se vieron dentro—. Me extraña que no se hayan traído un quiosco de comida rápida.
—Es que hace demasiado calor —se carcajeó Bäckström. Claro que un helado no habría sido mala idea, pensó.
Los dos técnicos que se encontraban en el apartamento habían decidido descansar y tomarse un café, pero puesto que ni Bäckström ni Rogersson aceptaron la taza que les ofrecieron, dejaron las suyas y se levantaron para enseñarles el piso.
—¿Queréis una visita breve o una larga? —preguntó el más joven.
—Bastará con la breve —dijo Bäckström mientras se ponía los guantes y, con cierto esfuerzo, se apoyaba en la pared para no perder el equilibrio al enfundarse los patucos.
—Cuatro habitaciones, cocina, baño, aseo aparte más el recibidor, donde nos encontramos. Ochenta y dos metros cuadrados en total. —El técnico de más edad iba señalando mientras hablaba—. El salón lo tenéis ahí enfrente. Mide unos veinticinco metros cuadrados y se halla en el centro del piso. Dando a la calle tenemos la cocina y una habitación contigua que la madre de la víctima usa al parecer como despacho. Por cierto, os habrán facilitado el plano del apartamento, ¿verdad?
—Claro —respondió Bäckström—. Le hemos echado un vistazo, pero no es lo mismo que verlo en vivo y en directo.
—Exacto. Dímelo a mí —dijo sonriendo el de más edad—. En la parte de atrás, la que da al jardín, está el dormitorio donde la encontraron muerta, con entrada desde el salón —prosiguió—. Pared con pared con el dormitorio hay un baño grande con bañera, ducha, váter y bidé, al que se accede por una puerta que hay en el dormitorio. Enfrente del baño hay una habitación más pequeña que la madre utiliza, por lo que se ve, como trastero o cuarto de la plancha. Tiene una mesa de planchar y unos cubos grandes, además de un montón de chismes, y a ese cuarto se entra por el pasillo, por allí —dijo señalando con el brazo—. Y en ese pasillo hay también armarios empotrados.
Ni lujoso ni miserable, pensó Bäckström mientras recorría el apartamento con los demás. Ni limpio y recogido ni demasiado ordenado, si se tenía en cuenta lo que habían estado haciendo los técnicos. Presentaba exactamente el aspecto que se imaginaba que tendría la casa de una profesora de mediana edad y clase media. Una mujer sola con una hija de veinte años que vivía con ella a veces.
Un salón con un sofá grande, un asiento de tres cojines de quita y pon, de los que faltaba el del centro. Delante del sofá una mesa y enfrente dos sillones. Un aparador pequeño pegado a la pared, junto al sofá, pero puesto que quien vivía allí era una mujer, Bäckström no se sentía muy tentado de indagar qué había detrás de las puertas. Seguramente copas y servilletas y basura por el estilo, pensó.
Estanterías en las paredes y bastantes libros, lo cual era de lo más normal teniendo en cuenta a lo que se dedicaba la mujer, y, naturalmente, un televisor grande, estratégicamente colocado enfrente del sofá. Una araña de cristal no demasiado grande en el techo, un par de lámparas de pie y tres alfombras de origen oriental, desconocido para Bäckström. Un equipo de música con dos altavoces a media altura en la estantería del centro. Cuadros en las paredes, casi todos de paisajes o retratos.
—El cojín que falta en el sofá es el que nos hemos llevado —explicó el técnico más joven—. Y los celebérrimos calzoncillos, de los que seguramente pronto hablarán nuestros queridos periódicos de la tarde no solo por su condición de prenda típicamente masculina, estaban hechos una bola debajo del sofá.
Qué barbaridad, lo bien que te expresas, oye. ¿Has aprendido en un curso?, pensó Bäckström, pero puesto que había mejores ocasiones para ese tipo de comentarios, se limitó a asentir con un gruñido mientras su amigo y colega seguía tan callado como siempre.
Los colegas de la Científica habían hecho lo que se esperaba de ellos también en el dormitorio. Faltaban el colchón y las sábanas de la enorme cama de pino, y había restos de polvos para las huellas dactilares y diversos fluidos químicos en todas las superficies habidas y por haber. Además, habían cortado un trozo de la moqueta que cubría el suelo.
—Bueno, pues aquí es donde parece que ocurrió casi todo —dijo el técnico de más edad—. El centro de los acontecimientos, podría decirse. Lo que aún no hemos enviado a los colegas del laboratorio de Linköping está arriba, en nuestras dependencias, por si queréis darle un vistazo.
—En su momento —respondió Bäckström, y sonrió con camaradería—. Por nuestra parte, muchas gracias.
Ha llegado la hora de tomarse una birra o dos, pensó.
Bäckström y Rogersson pidieron la cena en la habitación del primero. Bastó una rápida ojeada al personal del restaurante del hotel para comprender que se trataba del peor sitio de toda la ciudad para un sencillo policía de la comisión de homicidios, que solo quería comer algo en paz y tranquilidad, tomarse una o dos cervezas y quizá algún que otro lingotazo.
—Salud, hermano —dijo Rogersson levantando el vasito antes de que a Bäckström le hubiese dado tiempo de servir las cervezas.
Este granuja está mucho más contento ahora, pensó Bäckström, que no tenía la menor intención de discutir por el hecho de que aún siguieran bebiendo de sus botellas.
—Salud, hermano —coreó Bäckström. Por fin es sábado, pensó apurando el primer chupito. Soy un hombre feliz, se dijo mientras notaba aquel calor y aquella paz que se le difundían por el estómago antes de alcanzar la cabeza.