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—Pues manos a la obra —dijo Bäckström. Sentado a la cabecera de la mesa, se inclinó hacia delante y sacó tanto la barbilla que parecía el jefe de toda la policía judicial central—. Había pensado que podríamos empezar exponiendo el estado de la cuestión —prosiguió—. Qué sabemos de la víctima y en qué estaba metida. Hasta ahí —añadió.

La víctima se llamaba Linda Wallin. Tenía veinte años y habría cumplido los veintiuno justo una semana después de que la asesinaran. Aquel otoño habría empezado el tercer semestre de los estudios de policía en Växjö. Medía uno setenta y dos centímetros y pesaba cincuenta y dos kilos. Rubia natural, pelo corto y ojos azules. Una chica guapa, si a uno le gustaban las flacuchas de cuerpo bien entrenado, pensó Bäckström mientras observaba la foto. Una copia ampliada de la que había en la identificación de la escuela de policía, que mostraba a una Linda sonriente, que miraba directamente a la cámara, concentrada en el instante y llena de expectativas sobre la vida por venir. Como aquel verano, por ejemplo, en el que había empezado a trabajar como empleada civil sustituta en la policía de Växjö; cierto que solo en la recepción, pero de forma impecable. No solo agradable a la vista, sino solícita, eficaz y muy apreciada tanto por las visitas como por los compañeros de trabajo.

Quienes la conocían la describían como una joven inteligente, encantadora, abierta, habilidosa y deportista. Tal vez fuese lo lógico, dadas las circunstancias, pero por una vez, estaba acreditado. Muy buenas calificaciones en el instituto y en la escuela de policía, tanto en las asignaturas prácticas como en las teóricas. Además, era la alumna de su promoción que recorría el circuito de pruebas físicas en menos tiempo y la segunda goleadora del equipo de fútbol femenino de la escuela. Igualmente, parecía una persona social y políticamente comprometida, pero del modo adecuado. Había escrito un trabajo para la escuela titulado «Criminalidad, racismo y xenofobia». No parecía la típica mujer que resulta víctima de un asesinato, pero seguramente era una de esas que se lleva a casa a cualquiera y, con toda probabilidad, eso fue lo que pasó, ni más ni menos, pensó Bäckström.

Como todos los niños, Linda tenía dos progenitores y, como muchos niños de la generación a la que ella pertenecía, esos progenitores estaban separados. En su caso, desde hacía más de diez años. Linda era la única hija del matrimonio y los padres habían compartido la custodia después del divorcio. Antes del mismo, vivieron en Estados Unidos un par de años, ya que el padre había fundado una empresa con sede en Nueva York. Y cuando la relación entre los padres se malogró, la madre volvió a Suecia y se llevó a Linda consigo.

La madre de Linda tenía cuarenta y cinco años y trabajaba desde hacía quince de profesora de secundaria en una escuela de Växjö. El padre era veinte años mayor, un hombre de negocios de éxito que estaba a punto de retirarse. Regresó a su tierra de Småland unos años después que Linda y su madre, y vivía en una finca bastante grande cerca del lago Rottnen, a varios kilómetros al sudeste de Växjö.

De un matrimonio anterior tenía dos hijos que, más o menos, le doblaban la edad a la hija que acababa de perder. Según la información, Linda apenas tenía contacto con sus dos medio hermanos mayores. En cambio, sí que mantenía buenas relaciones con sus padres, pese a que estos no se habían vuelto a ver desde el divorcio. Parece el típico lío matrimonial, pensó Bäckström, y ya es hora de hacer una pregunta.

—O sea que vivía con su madre, en el apartamento donde la asesinaron —preguntó.

—Yo creo que vivía tanto con el uno como con el otro, solo que últimamente parece que pasaba más tiempo con la madre —aclaró la colega de la policía de Växjö encargada de la información personal acerca de la víctima.

—¿Y qué estaba haciendo antes de que le pasara lo que le pasó? —preguntó Bäckström en un tono tan amable como atento. Esa es la pinta que deben tener, si es que se empeñan en meterse a policías, se dijo. Rubia de bote, las domingas por delante, alegre y divertida y de unos treinta años, pero bien entrenada. El único problema era que seguramente estaría liada con alguno de los imbéciles de los polis paletos que, en el peor de los casos, trabajaría en el mismo despacho. Estaba alerta como ella sola.

—Pues has dado con la persona adecuada —respondió la colega sonriendo—. Resulta que la víctima y yo estuvimos en el mismo sitio. En Grace, el pub del Statt, o sea, del Stadshotell, porque había un fiestorro el jueves por la noche. Aunque Linda se fue a casa antes que yo, que me quedé hasta que cerraron. Más vale aprovechar cuando el marido y los niños están en el campo a buen recaudo —explicó sin el menor asomo de remordimiento. Ni de reprobación por parte de nadie, a juzgar por las sonrisas discretas que afloraron a la cara de los miembros de la unidad de investigación.

—No me digas —dijo Bäckström tan amable y atento como antes. Bueno, es que esta ciudad es demasiado pequeña, pensó. Sobre todo si tenía intención de entrarle a alguien del Cuerpo. Como por ejemplo, a la inspectora Anna Sandberg, treinta y tres primaveras, de la policía de Växjö. Porque así era como se llamaba según la lista de personal de la unidad de investigación que tenía delante.

—Pues sí, funciona de maravilla —constató Sandberg—. El caso es que había un montón de gente. Gyllene Tider daba un concierto ayer en Öland, así que la ciudad estaba más animada que de costumbre y, ojo, que yo no era la única colega o futura colega que andaba por ahí… así que… pero creo que ya empezamos a tener controlado el asunto. Si quieres que te lo cuente en versión abreviada —dijo mirando inquisitiva a Bäckström, que le sonrió asintiendo amable y atento.

Claro, guapa, adelante, pensó. Ya entraremos en los detalles cuando estemos solos tú y yo.

El jueves, el día antes de que la asesinaran, Linda estuvo trabajando en la recepción de la comisaría. En compañía de una amiga, una civil empleada en la policía, dejó el trabajo poco después de las cinco de la tarde. Dieron una vuelta por la ciudad, curiosearon en algunas tiendas y hacia las seis y media se tomaron una ensalada de pasta con agua mineral en una pizzería de Sandgärdsgatan, en pleno centro. Y fue entonces cuando quedaron en que se verían aquella noche en el Stadshotell.

Cuando terminaron de comer, se despidieron y Linda se fue a casa dando un paseo. Por el camino hizo tres llamadas desde el móvil. La primera, inmediatamente después de las siete y media, al lugar de veraneo de su madre, a varios kilómetros al sur de Växjö. Una conversación breve y trivial en la que le habló de sus planes para aquella noche.

La segunda y la tercera fueron a una amiga y compañera de la escuela de policía, para saber si no «se apuntaba a dar una vuelta y a tomar algo». La compañera quería pensárselo y cuando Linda la llamó diez minutos después y le dijo que acababa de llegar a casa y que iba a meterse en la ducha —por si la amiga la llamaba y ella no contestaba—, la amiga ya había decidido que saldría con ella. Se vieron delante del Stadshotell, junto a la plaza Stora, a las once y cuarto de la noche y entraron juntas al pub del hotel.

De lo que hiciera entre las ocho menos cuarto y las once de la noche aún no tenían los detalles, pero lo más seguro es que no saliera del piso. Ni hizo más llamadas con el móvil ni tampoco las recibió. Sin embargo, sí había llamado a su padre poco antes de las nueve desde el teléfono fijo del domicilio, y aquella conversación duró más de quince minutos. A decir del padre, hablaron de cosas cotidianas, de lo que había ocurrido en el trabajo y de los planes de Linda para el resto de la noche. Según Linda les había contado a los amigos que se encontró en el bar aquella noche, estuvo viendo en la MTV un programa de música que empezó a las nueve y media, luego cambió a TV4 para ver las noticias de las diez.

Aproximadamente una hora después, la vecina la vio salir del edificio y alejarse por la calle Pär Lagerkvist en dirección sur, hacia el centro. Un dato que luego pudo comprobarse fue que, a las once y catorce minutos, sacó quinientas coronas del cajero de SE-Banken que hay en la esquina de Storgatan y la plaza Stora, a tan solo cincuenta metros del pub del Stadshotell.

—Yo creo que todo encaja bastante bien —sintetizó la colega Sandberg—. Cualquier chica sabe que lleva un rato ponerse guapa para salir de fiesta por la noche. Y seguramente eso fue lo que hizo el tiempo que no estuvo hablando por teléfono o viendo la televisión o relajándose un poco. Sencillamente, estuvo arreglándose para salir —concluyó con una súbita expresión de abatimiento.

—¿Y qué pasa en el pub? —preguntó Bäckström. Las mujeres son así, y como se anden con estas, la psicóloga va a estar de lo más atareada, pensó.

Lo que ocurrió en el pub tampoco lo sabían con detalle y ello por razones obvias. Había mucha gente, mucho jaleo, lo normal en un pub, y eran muchas las personas a las que aún no habían interrogado. Aquella noche, además, hubo más jaleo que de costumbre, porque habían contratado la actuación de una serie de perlas locales que, tras haber participado en varios culebrones de telerrealidad ahora se ganaban la vida como artistas en los bares.

Al mismo tiempo, no parece que hubiese sucedido nada excepcional ni interesante siquiera, teniendo en cuenta lo que le ocurrió a Linda unas horas después. Linda anduvo de un lado para otro por el local, como la mayoría de la gente. Compartió mesa con dos grupos de amigos. Estuvo hablando y bailando y todo indicaba que estaba de buen humor. No tuvo ningún enfrentamiento con nadie, ni siquiera una discusión, y nadie se metió con ella. Tampoco estaba especialmente borracha. Se tomó una cerveza, quizá un vodka con frambuesa, y luego un par de copas de vino, como máximo, a las que la invitó una colega de la comisaría.

En algún momento entre las dos y media y las tres de la mañana localizó a la compañera de la escuela de policía y le dijo que pensaba irse directa a casa a dormir. El portero la vio salir —«poco antes de las tres, creo yo»—, y según él, estaba sobria y sola, ni contenta ni triste cuando la vio cruzar la plaza en diagonal y pasar por delante de la residencia del gobernador, en dirección a su casa en la calle Pär Lagerkvist.

Desgraciadamente, en aquel punto era donde desaparecía en la niebla policial. Ningún testigo la vio recorrer el kilómetro largo que hay entre el pub y su domicilio. Al menos, nadie que hubiese llamado a la policía. Ninguna conversación en el móvil, ni de llamadas recibidas ni efectuadas. Además, aquella noche la ciudad estaba tranquila, sobre todo en las calles por las que Linda debió de volver a su casa.

—De acuerdo —dijo Bäckström clavando la vista en la unidad de investigación—. Esta parte es importante de cojones, como sabéis. Quiero averiguar lo que sucedió en el pub hasta el mínimo detalle. Hay que hablar con todo quisque, con todos los que pusieron el pie en el establecimiento, con el personal y, por supuesto, con los artistas de la telebasura. Con ellos sobre todo. Y lo mismo con el paseo de vuelta a casa. ¿Ningún testigo que haya dado señales?

Bäckström miró inquisitivo a la ayudante Sandberg, que negó con expresión casi culpable.

—Las cámaras de vigilancia —dijo Bäckström con énfasis—. Has mencionado un cajero automático, ¿no? Allí debe de haber alguna cámara, ¿verdad? —Aficionados de mierda, pensó.

—Sí, y hemos requisado la cinta —dijo Sandberg—. Por desgracia, aún no hemos podido verla. Sencillamente, no hemos tenido tiempo.

—¿Qué otras cámaras hay en el camino hasta su casa? —Bäckström se balanceaba apoyado en los codos con gesto ceñudo.

—Estamos comprobándolo —respondió Sandberg—. Ya había pensado en eso pero es que no hemos tenido tiempo.

—Pues entonces tendremos que darle prioridad a ese asunto —dijo Bäckström—. Antes de que el pequeño comerciante de la esquina y todos los demás que piensan como él caigan en la cuenta de que han olvidado solicitar permiso para tener cámara y decidan esconderla y borrar la grabación del viernes por la noche.

—Ya, entiendo —dijo la colega Sandberg.

—Estupendo —dijo Bäckström—. Además, ya es hora de empezar a preguntar de casa en casa por el camino del pub a la suya. Asígnaselo a los colegas que ya iniciaron la investigación indagando en el barrio de la víctima.

En esta ocasión, la colega se limitó a asentir y hacer una anotación en el bloc.

Joooder, pensó Bäckström mirando el reloj de soslayo. Ya llevaban cerca de tres horas, el estómago comenzaba a protestarle por la falta de comida y todavía no habían llegado al punto del lugar del crimen. Y si no quería pasarse allí el día entero, más le valía tomar el mando, acelerar el proceso y procurar que la unidad de investigación hiciera lo que tenía que hacer.

—De acuerdo —dijo Bäckström asintiendo en dirección al técnico responsable, que se llamaba Enoksson, aunque lo llamaban Enok y era comisario y jefe de grupo—. Corrígeme si me equivoco, Enoksson. El lugar del crimen es el piso donde ella vivía con su madre, y sucedió en algún momento de la madrugada. Más o menos entre las tres y las cinco de la mañana del viernes. Según visteis tú y tus colegas, la estrangularon y la violaron, y lo más probable es que estemos hablando de un único asesino.

—No voy a corregirte —respondió Enoksson, que también parecía necesitado de comida y de descanso—. Eso es precisamente lo que creemos. Además, estamos bastante seguros de que se largó saltando por la ventana del dormitorio. Hemos obtenido restos de sangre y de piel del marco.

—¿Y por qué no salió por la puerta, sin más? —preguntó Bäckström.

—Si creemos a la vecina que la encontró, la puerta del apartamento estaba cerrada por dentro. Es uno de esos pestillos que no se cierra automáticamente de un portazo. Mis colegas y yo intuimos que se fue cuando el repartidor del periódico dejó la prensa en el buzón. Seguramente pensó que alguien iba a entrar en el piso y, puesto que el dormitorio es la habitación más alejada de la entrada, decidió saltar por la ventana.

—Y ¿a qué hora llegó el periódico? —Cómo se enrolla este cretino, pensó Bäckström.

—Poco después de las cinco de la mañana, y ese dato parece seguro. —Enoksson asintió para subrayar lo que acababa de decir.

—¿Sabemos algo más? —preguntó Bäckström.

—Habían anulado el código del portal del edificio. Fallaba y el repartidor se quejó, de modo que, desde el miércoles pasado, no había más que entrar. La empresa de cerrajería había prometido arreglarlo para el jueves pasado, pero se ve que no pudieron. —Enoksson suspiró y sacudió los brazos con un estremecimiento.

—Y la puerta del piso, Enoksson, ¿cómo estaba?

—Ninguna señal de que la hubiesen forzado —aseguró el interpelado—. Ninguna otra señal de violencia en el recibidor. Así que, o bien la víctima lo dejó entrar voluntariamente o bien se olvidó de echar la llave.

—O bien le puso una navaja en el cuello cuando la vio entrar en el portal y la obligó a abrir. O le quitó las llaves —contraatacó Bäckström.

—No puede descartarse —dijo Enoksson—. Claro que no. Tendremos que invertir un par de días más en el piso hasta que podamos esclarecer los hechos. Y los análisis del laboratorio aún tardarán, como de costumbre, pero el forense ha dicho que iba a llamar para dar un informe preliminar mañana, así que estará liado con la autopsia.

—Bueno, entonces no todo son malas noticias —comentó Bäckström con una amabilidad repentina. Se trata de variar un poco, se dijo. Mucho látigo y alguna que otra zanahoria.

—Hemos aislado muestras de sangre y esperma y, seguramente, también alguna huella, así que tan negro no lo tenemos —constató Enoksson.

—Pero prefieres esperar para dar detalles, ¿verdad? —Bäckström seguía sonriendo.

—Sí, eso pensábamos hacer mis colegas y yo —asintió, como queriendo decir que todo tenía su momento, incluso Bäckström—. Aunque quizá pueda contarte un par de reflexiones.

—Te escucho —respondió Bäckström. Pero puede que no todo el día, pensó. Porque la actividad que se le había desencadenado a la altura de la cintura había alcanzado las proporciones de una auténtica revolución.

—Por lo pronto, creo que ella lo dejó entrar voluntariamente. O que lo conoció por el camino y se lo llevó a casa. O que había quedado con él antes. A juzgar por el aspecto del piso, parece que todo empezó pacíficamente.

—Así que eso crees —dijo Bäckström pensativo. De modo que era de las que le abrían la puerta de su casa a cualquiera, pensó.

—Y además, y con todos mis respetos por lo que la colega Anna acaba de decir hace un momento, yo no creo que Linda viviera allí con regularidad. He leído el interrogatorio de la madre y he concluido que esa es su versión.

—¿Y por qué lo pones en duda? —preguntó Bäckström.

—Estaba en la cama de la madre —respondió Enoksson—. Y está claro que fue allí donde la liquidó. La única cama del apartamento. Aunque a lo mejor dormía en el sofá de la sala de estar, porque es lo bastante grande, pero nada indica que haya vivido allí un periodo de tiempo prolongado, no sé si me explico.

—Pero la madre es profesora —objetó la inspectora Sandberg, como si la hubieran puesto en evidencia—. Lleva casi un mes de vacaciones y lo más probable es que haya pasado la mayor parte del tiempo fuera. O sea, con el tiempo que hemos tenido.

Es que no pueden evitarlo, pensó Bäckström. Siempre, siempre tienen que llevar la contraria.

—Sí, ya entiendo por dónde vas, Anna —dijo Enoksson—. Pero no parece que hubiera decidido mudarse allí para siempre. Lo único que hemos encontrado en el apartamento y que suponemos pertenecía a Linda es una bolsa de aseo en el cuarto de baño que contenía lo normal, y una bolsa deportiva de tela que hay en el altillo de un armario de lo que tiene pinta de ser el despacho de la madre. En la bolsa hay una muda de ropa interior y una blusa. Así que tengo la impresión de que solo vivía allí cuando su madre no estaba y cuando le interesaba quedarse en el centro para salir, por ejemplo. Como el jueves pasado, que estuvo en el Statt.

—Seguiremos indagando —afirmó Bäckström sonriéndole amablemente también a Anna—. No sé vosotros, pero yo, desde luego, tengo que comer algo ya.