Al contrario de lo que creía Bäckström, el comisario Jan Lewin se había retirado en solitario a su habitación después de la cena para leer tranquilamente la documentación del caso. Señaló lo bueno y lo malo y, aunque se trataba simplemente de datos preliminares, sabía que la mayoría jugaban a favor de él y sus colegas.
Tenían una víctima de identidad conocida, un escenario del crimen, una idea aproximada de cómo y cuándo se había producido el asesinato. Él y sus colegas habían llegado al lugar de los hechos menos de veinticuatro horas después, y no era una suerte con la que se encontrasen a menudo quienes trabajaban en la comisión de homicidios. Habían cometido el delito en el interior de una vivienda, lo cual —aun con las demás circunstancias— era mejor que si se hubiese cometido fuera, y la víctima parecía ser una joven de lo más normal, de costumbres y amigos nada libertinos.
A pesar de todo, no podía evitar el martilleo de aquella desazón habitual en él. En un primer momento, consideró la posibilidad de visitar el lugar del crimen, en la calle Pär Lagerkvist, para formarse personalmente una idea de lo sucedido, pero ya que todo indicaba que los colegas de la Científica estaban más que ocupados con lo suyo, decidió no molestarlos innecesariamente.
A falta de otra cosa, y más que nada para tener algo con lo que distraerse, enchufó el ordenador, se conectó a internet y se puso a leer sobre el escritor y Premio Nobel Pär Lagerkvist, que había dado nombre a la calle donde la víctima había perdido la vida. Aunque el hombre no tiene nada que ver, pensó Lewin, puesto que ya lleva treinta años muerto.
Como cabía esperar, resultó que Lagerkvist era natural de Växjö. Nacido en 1891, el menor de siete hermanos. Situación económica apurada, padre ferroviario de la estación de Växjö, cuyo hijo menor tenía, a diferencia de sus hermanos mayores, un talento extraordinario y pudo estudiar. Terminó los estudios de bachillerato en la Escuela Superior General de Växjö.
Cuando dejó atrás la adolescencia, se marchó de allí y se convirtió en escritor. A la edad de veinticinco años, en 1916, triunfó con la colección de poemas titulada Angustia. Con el tiempo, llegó a ocupar un sillón en la Academia Sueca y, en 1954, recibió el Premio Nobel de literatura.
Además, era un hijo predilecto al que la ciudad donde nació y se crió tenía muy presente, porque tan solo unos meses después le dedicaron una calle. Más de veinte años antes de su muerte, lo cual no suele ser habitual en el caso de los hombres como él ni en ese tipo de acontecimientos, y a pesar de que las casas que llegarían a construirse en la calle que llevaba su nombre solo existían, en aquel entonces, en el proyecto urbanístico de la zona.
En la actualidad, se había convertido en el escenario de un crimen al que Jan Lewin, tenía pensado ir a echar un vistazo tan pronto como tuviese tiempo y las circunstancias fueran propicias. No esa noche, puesto que los colegas de la Científica necesitaban trabajar tranquilos.
Así que dio un paseo por la ciudad. Calles oscuras y desiertas que, después de recorridos cuatrocientos metros, lo condujeron a la nueva comisaría, que iba a convertirse en su lugar de trabajo los próximos días.
La comisaría estaba en Sandgärdsgatan, junto a la plaza Oxtorget. Claramente un templo de la justicia construido en el umbral del nuevo milenio y para perdurar en el tiempo. Un edificio estilo cajón de cuatro o cinco plantas, dependiendo de cómo se contara, de fachada amarillo pálido, donde la policía compartía el espacio con la fiscalía, la sala del tribunal para negociaciones de letrados, el calabozo y la asistencia penitenciaria. Una fábrica de justicia, planificada con espíritu práctico de modo que bastase para toda la cadena judicial. Un mensaje claro, pero un flaco consuelo para quienes iban a parar allí, y mal sustento de la tesis de que había que tratar a todo sospechoso como inocente mientras no se demostrase lo contrario más allá de toda duda razonable.
A la izquierda de la entrada vio una placa de cobre según la cual allí se encontraba antaño la antigua central lechera de Växjö, con la vaquería y el mercado local de ganado. En la época de Pär Lagerkvist e incluso mucho después de que hubiera recibido el Nobel. Pensando en todo aquello, Lewin se sintió angustiado de pronto, dio media vuelta y regresó al hotel para tratar de dormir unas horas antes de que la cosa comenzara en serio.
Aún no se había dormido y, sin saber por qué, empezó a pensar en aquello de la angustia. Seguro que no era un tema con el que un poeta joven no estuviese familiarizado, con independencia de la época en la que viviera. Seguro que era un tema habitual entre aquellos escritores, de cualquier edad, que escribían en medio de una guerra mundial en la que toda Europa estaba en llamas.
Jan Lewin sabía un rato de angustia. De experiencias privadas y personales de aquella angustia que fue su herencia desde la niñez. Y sí, era cierto que ese sentimiento lo inundaba cada vez menos a medida que iba cumpliendo años, pero aún lo acechaba ahí fuera, siempre presente, siempre dispuesto a abalanzarse sobre él cuando no se encontraba con las fuerzas suficientes para defenderse. Repentina, inesperadamente, en cada ocasión con un emisario diferente. Y muy claro en sus consecuencias, a pesar de que el mensaje siempre iba envuelto en la penumbra, tanto en lo tocante al contenido como en lo que a las causas se refería.
A aquella angustia se añadía la que había conocido en la profesión y que tenía su origen en los crímenes brutales que había tenido que investigar. Reuniones que degeneraban en violencia, relaciones que se desviaban y se convertían en terreno abonado para el miedo y el odio. A veces iban a parar a su mesa de la comisión de homicidios de la policía judicial de Estocolmo.
Y por último, la angustia que, recién cometido el delito, podía apreciarse en el más crudo y desalmado de los criminales cuando tomaba conciencia de las consecuencias de sus actos. Siempre y cuando la policía diese con él, naturalmente, y, entre tanto, más valía esconderse en la oscuridad. Siempre consciente de que los hombres como Jan Lewin se adentraban en la misma oscuridad para encontrarlo a él precisamente.
Si no por otras razones, para mitigar mi propia angustia, pensó Jan Lewin antes de dormirse.