Estocolmo, mañana del viernes 4 de julio
A pesar de que solo eran las diez de la mañana, y aquel verano tan raro que había comenzado en el mes de mayo y que no parecía querer terminar nunca, ya había llegado a su puesto de trabajo una de las mayores leyendas de la comisión de homicidios de la policía judicial central. El comisario Evert Bäckström, que, a diferencia de la mayoría de sus compañeros, no se había ido de vacaciones al campo para vérselas con los mosquitos, el mal humor de la mujer y las protestas de los niños. Por no hablar de los pirados de los vecinos, la peste de las letrinas, el aroma a gasolina de las parrillas y las cervezas demasiado calientes.
Bäckström era bajito, gordo y primitivo, pero, si la situación lo requería, podía ser taimado y rencoroso. Él se consideraba un hombre sensato, en sus mejores años. Un hombre libre y sin trabas que prefería el ambiente tranquilo de la ciudad y, ya que un número suficiente de señoras apetitosas y ligeras de ropa parecía tener la misma idea, no veía razón para quejarse.
Las vacaciones de verano eran motivo de disfrute para quienes no daban más de sí y, dado que casi todos sus compañeros recurrían a ellas en tropel, existían sobradas razones para quedarse trabajando y, al menos por una vez, tener la oportunidad de hacer lo que le viniera en gana. El último en entrar y el primero en salir, y nadie que le diera su opinión. Y eso era lo mejor. Tener tiempo suficiente para las tareas fuera de la comisaría y, si alguno de los jefes se hubiera quedado y pasara a mirar en su oficina, él estaba preparado.
El día antes de que su superior inmediato se marchara de vacaciones Bäckström le dijo que, aparte de ocuparse, naturalmente, de los aspectos prácticos en el supuesto de que ocurriera lo peor, él pensaba dedicar el tiempo libre que le quedase a revisar casos antiguos que, lamentablemente, se hubieran enfriado. El jefe no puso objeciones, lo que él quería era largarse cuanto antes de la comisaría de Kungsholmen, y desde luego no quería hablar con Bäckström, así que en la mesa de Bäckström había ahora una montaña de antiguos asesinatos sin resolver, que los colegas menos dotados intelectualmente habían embrollado sin necesidad.
Lo primero que hacía al llegar al puesto de trabajo era cambiar de sitio los montones de papeles, por si a alguien se le ocurría asomarse a curiosear. Después de planificar el resto del día en aquella silla bastante cómoda que tenía delante de la mesa atestada de documentos, tecleaba cualquiera de las alternativas de respuesta automática del teléfono de la oficina. Había muchas entre las que elegir, y para evitar un sistema que despertara sospechas, lanzaba los dados y dejaba que el azar decidiera si el resto del día se encontraría «reunido», «de servicio», «fuera unos minutos», «haciendo un recado» o quizá incluso «de viaje de servicio». Una vez solventados aquellos quehaceres diarios, solía ser la hora de proseguir con otras penurias y tareas del día, es decir, la hora del «almuerzo». Una necesidad básica del ser humano, un derecho inscrito en la ley del trabajo y que, obviamente, contaba con un código propio en el listín telefónico de la policía. Ni siquiera tenía que echar los dados.
El único problema de tipo práctico era que la cosa iba floja de horas extra y otros extras pecuniarios porque, como acostumbraba a suceder, la caja estaba tiritando pese a que no había pasado más de una semana desde que cobró la nómina. Todo se arreglará, pensó Bäckström. Habrá que disfrutar del tiempo y de todas las señoras medio desnudas que andan por la ciudad. En cualquier momento, un chiflado se cargará a un pobre diablo en algún hotel de tres estrellas digno de una visita y entonces tendré horas extra, dietas y todo tipo de beneficios libres de impuestos para un simple agente de policía. Y cuando estaba inmerso en aquellas reflexiones, sonó el teléfono.
También el jefe de la policía judicial central, el Jefe PJC, Sten Nylander —o Jota pe jota, como lo llamaban normalmente sus ochocientos colaboradores—, estaba cavilando cuando el jefe de la policía provincial de Växjö lo llamó por teléfono. Pensamientos sublimes acerca de un intrincado problema operativo que había puesto sobre la mesa gigantesca de su propia central de operativos u «Op-Center», como él prefería llamarla, y que en concreto trataba de cuál sería el mejor modo de formar su propia Unidad Nacional de Operaciones si a una banda internacional de terroristas se le ocurriera la nada feliz idea de intentar secuestrar un avión en el aeropuerto de Arlanda.
El colega de Växjö no tenía, al parecer, la capacidad de priorizar entre lo grande y lo pequeño y, para no echar a perder la mitad de la jornada, Nylander le prometió que le enviaría a alguien de su propia comisión de homicidios inmediatamente. En el peor de los casos, si es que tenían algo entre manos, que lo aparcasen y diesen prioridad a esto, pensó cuando colgó el teléfono. Llamó a la secretaria y le pidió que «localice al gordo ese de homicidios cuyo nombre nunca recuerdo». Y acto seguido, se concentró en asuntos de más enjundia.
—Jota pe jota parece tener infinidad de cosas que atender, y eso que estamos en periodo vacacional —constató Bäckström mientras le sonreía adulador a la secretaria del jefe y señalaba la puerta cerrada que la mujer tenía a su espalda. Op-Center, Jefe PJC, sí que suena rimbombante, pensó Bäckström.
—Pues sí, tiene mucho trabajo —respondió la secretaria algo seca y sin levantar la vista de los documentos—. Con independencia de la época del año —añadió.
Claro, pensó Bäckström. O puede que haya asistido a algún curso donde le enseñaran que los tíos como él tienen que hacer esperar a los tíos como yo el cuarto de hora que se tarda en leer el editorial del Svenska Dagbladet.
—Desde luego, son malos tiempos —comentó Bäckström hipócritamente.
—Sí —coreó la secretaria mirándolo suspicaz.
Sobre todo cuando uno no es Jota pe jota, claro, pensó Bäckström. Menudo título tenía aquel elemento. Jota pe jota, que sonaba militar y masculino a un tiempo. Sonaba mucho mejor que «jefe de la policía central», el gallo número uno del corral, y que te llamen Jota pecé. ¿Quién coño quiere que lo llamen Jota pecé? Suena como si hubieras estado haciendo cosas feas con la mujer equivocada y hubieras contraído algo raro.
—Jota pe jota puede atenderte ya —dijo la secretaria señalando la puerta cerrada.
—Muchísimas gracias —dijo Bäckström con una reverencia.
Un cuarto de hora exactamente, hasta un niño lo habría adivinado. Incluso tú, marimacho sabueso, pensó mientras sonreía amablemente a la secretaria. La mujer no dijo nada, pero se lo quedó mirando con desconfianza.
El superior de Bäckström parecía inmerso en sus reflexiones. Al menos, se frotaba meditabundo la angulosa barbilla masculina con el índice y el pulgar derecho y, cuando Bäckström entró en el despacho, no dijo una palabra y solo hizo un breve gesto de asentimiento.
Un tío curioso, pensó Bäckström. Y vaya vestimenta que me lleva, con los treinta grados que tenemos.
El jefe de la policía judicial central llevaba, como siempre, el uniforme impecable y, precisamente aquel día, las botas negras de montar, los pantalones azules de la policía montada y la camisa blanquísima con las divisas en las hombreras: cuatro bandas doradas con hojas de roble rematadas por una corona real. En el pecho, a la izquierda, el pasador de cuatro bandas; y a la derecha, los dos sables de oro cruzados que, por alguna extraña razón, se habían convertido en el emblema de la policía judicial central. Corbata, como es lógico, perfectamente sujeta con el alfiler policial para altos mandos, la espalda recta como un atizador, barriga adentro y pecho fuera, como dispuesto a afrontar la batalla con la parte del cuerpo más sobresaliente.
Y menuda barbilla. Tiene una jeta que parece un petrolero, pensó Bäckström.
—Si te estás preguntando por mi indumentaria —dijo Jota pe jota sin dignarse mirarlo siquiera y sin apartar los dedos de la parte de la cara que ocupaba los pensamientos de Bäckström—, tengo intención de salir con Brandklipparen dentro de un rato.
Y el tío está alerta, habrá que medir las palabras, pensó Bäckström.
—Un nombre regio para un caballo de carreras noble —añadió Jota pe jota.
—Sí, era el jamelgo de Carlos XII, ¿no? —dijo Bäckström en tono adulador, pese a que, cuando tocó aprender aquello, él faltaba bastante a la escuela.
—De Carlos XI y de Carlos XII —puntualizó Jota pe jota—. El mismo nombre, aunque no el mismo caballo, naturalmente. ¿Tú sabes lo que es esto? —añadió señalando la maqueta primorosamente ejecutada que tenía en aquella mesa gigantesca.
Teniendo en cuenta todas las terminales, los hangares y los aviones que había allí desplegados, no podía tratarse de la batalla de Poltava, pensó Bäckström.
—Arlanda —se aventuró a responder Bäckström. A saber cómo era el aeropuerto de Arlanda visto desde arriba.
—Exacto —respondió Jota pe jota—. Aunque no era de eso de lo que quería hablar contigo.
—Soy todo oídos, jefe —dijo Bäckström poniendo cara del empollón de la clase.
—Växjö —dijo Jota pe jota con énfasis—. Un asesinato, sin sospechosos, mujer joven. La encontraron estrangulada en su domicilio esta mañana. Seguramente también la violaron. He prometido que les echaríamos una mano. Así que reúnes a los colegas y os vais enseguida. Los detalles ya te los darán allí. Y si alguien tiene algún problema, me lo mandas.
Genial, pensó Bäckström. Joder, esto es mejor que en tiempos de los tres mosqueteros. Porque ese libro sí que lo había leído. Cuando era un chiquillo y se fumaba las clases.
—Cuenta con ello, jefe —dijo Bäckström. Växjö, pensó. ¿Eso no estaba junto al mar, por el sur, en Småland? Seguro que había infinidad de señoras pululando en aquella época del año.
—Por cierto —añadió el jefe de la judicial central—, otra cosa. Antes de que se me olvide. Existe una complicación. Se trata de la identidad de la víctima.
Pues veamos, dijo el ciego, pensó Bäckström media hora después, de nuevo sentado ante su mesa y completamente enfrascado en organizar los aspectos prácticos del asunto. Lo primero de todo, un buen pegote de material fungible, el cheque que había logrado que le extendieran en la caja pese a ser viernes y época de vacaciones. Luego lo reforzó con varios miles al contado que cogió del fondo del grupo de delitos violentos. Siempre había algo de dinero para intervenciones rápidas e inesperadas en ese fondo, y también estaba presente en la memoria de Bäckström, porque gracias a eso y con independencia del estado de su exigua cuenta privada, no tendría que pasar ningún apuro en los próximos meses.
Después se las arregló para reunir a cinco colegas, cuatro de ellos policías de verdad y solo una mujer que, por lo demás, era una empleada civil y no tenía otra misión que encargarse del papeleo, así que Bäckström tiene que aguantarse. Además, uno de los colegas estaría encantado, puesto que solía lanzarse sobre ella siempre que la antipática de su mujer se encontraba a la distancia de seguridad adecuada. Bueno, quizá no era la élite, pensó Bäckström mientras estudiaba la lista, pero eran bastante buenos. Teniendo en cuenta que estaban en época de vacaciones, no podía quejarse. Y, además, él también estaría allí.
Faltaban los vehículos para el viaje a Växjö y para realizar el trabajo una vez allí. Coches había de sobra, no sabía por qué, y él ya se había agenciado los tres mejores. Para sí mismo, un Volvo con tracción en las cuatro ruedas, el modelo más grande, con el motor más potente y tanto equipamiento adicional que los chicos del departamento técnico debían de estar de subidón cuando lo encargaron.
Y eso era todo, pensó Bäckström tachando la última línea de la lista. Ya solo le quedaba hacer el equipaje y, cuando empezó a pensar en ese capítulo, se desmoralizó un poco. Esta vez el alcohol no era ningún problema. No tendría que pasarse por un Systembolaget, las tiendas de licores, para aprovisionarse. Por una vez en la vida tenía un montón de bebida en casa. Uno de los colegas más jóvenes había estado en Tallin el fin de semana y había hecho una buena compra, y Bäckström le había comprado bastante, whisky y vodka y dos cajas de una cerveza que era pura dinamita.
Pero qué coño me pongo, pensó Bäckström recordando la lavadora, que se había estropeado, el cesto de la ropa sucia, que estaba a rebosar, y las montañas de ropa sin lavar que había ido acumulando desde hacía cerca de un mes, tanto en el dormitorio como en el cuarto de baño. Aquella misma mañana, antes de ir al trabajo, ya las pasó canutas para vestirse. Allí estaba, recién duchado y aseado y, por una vez, sin asomo de resaca, pero pasó un calvario para encontrar una camisa y unos calzoncillos que no hicieran pensar a los colegas en un comerciante de queso danés si tenía que hablar con ellos. Ya encontraré la solución, pensaba Bäckström cuando se le ocurrió una idea brillante. En primer lugar, una visita rápida al centro comercial de Sankt Eriksgatan para hacerse con algo de ropa nueva. No le faltaba dinero contante y, bien pensado, podría llevarse la ropa sucia que tenía en casa para que la lavaran en el hotel de Växjö. Brillante, pensó Bäckström. Pero lo primero de todo, tenía que comer algo, porque sería una falta grave en el ejercicio de mis funciones ir a investigar un asesinato en ayunas.
Bäckström se tomó un almuerzo abundante, a base de montones de tapas y otras exquisiteces veraniegas, en un restaurante español que había cerca. Puesto que había decidido que el patrono bien podía pagar el pato, incluyó en el dorso de la factura el nombre de un informador, que no estaba presente, pero que había tenido el buen gusto de tomarse dos cervezas grandes. Bäckström, por su parte, como estaba de servicio, se contentó con un agua mineral y cuando, más que satisfecho, salió a la calle después de comer, se sentía mejor que nunca. Brilla el sol y la vida me sonríe, pensó Bäckström poniendo rumbo a casa. No tenía que coger ningún taxi, porque hacía ya unos años que vivía en un apartamento de lo más acogedor situado en Innedalsgatan, a tan solo un par de minutos a pie de Kronobergsparken, donde estaba la comisaría.
Le había cedido el apartamento un antiguo colega que llevaba años jubilado y al que conoció en Estocolmo, mientras estuvo en delitos violentos. El colega se mudó a una casa de campo que tenía en el archipiélago para poder matarse tranquilamente a base de borracheras y, entre una y otra, pescar de cuando en cuando. De ahí que el hombre no necesitara el apartamento de la ciudad, así que le pasó el contrato a Bäckström.
Bäckström le vendió a su vez su propia guarida a un colega más joven de la judicial provincial al que habían echado de casa por liarse con otra colega de seguridad ciudadana, pero puesto que ella ya estaba casada con un tercer colega que trabajaba en la unidad de traslados y podía ser un tío duro de verdad cuando la cosa se ponía fea, no era cuestión de mudarse a vivir con ella.
De modo que compró la leonera de Bäckström. Al contado, en negro y a un precio estupendo, a cambio de ayudar a Bäckström con la mudanza a Kungsholmen. Dos habitaciones, cocina y baño dos pisos má arriba, al otro lado del patio. Una mensualidad decente y casi todos vecinos mayores que nunca hacían el menor ruido y no tenían ni idea de que era policía, de modo que mejor, imposible.
El único problema era que tenía que encontrar a alguna mujer que fuera a limpiar y a lavar la ropa a cambio de unos cuantos repasos en condiciones en aquella cama de pino recio que Bäckström había comprado en Ikea.
Porque ahora mismo aquello estaba hecho un asco, pensó Bäckström mientras metía la ropa sucia en una bolsa lo bastante grande para enviarla al Stadshotell de Växjö y, de allí, a la lavandería más cercana.
Lo mejor habría sido que hubiera podido llevarse el apartamento entero y dejarlo en la recepción del hotel, pensó. Bueno, qué coño, da igual, ya se arreglará, decidió Bäckström mientras iba al frigorífico por una birra. Luego hizo la otra maleta con todo lo necesario, y entonces una idea horrenda le pasó por la cabeza. Fue exactamente como si alguien lo hubiera agarrado del cuello por detrás y le hubiese dado un tirón y, por desgracia, últimamente cada vez le pasaba más a menudo. Y ¿qué cojones hago con Egon?, pensó Bäckström.
Le había puesto Egon por el colega jubilado que le había cedido el apartamento pero, por lo demás, no se parecían demasiado, ya que el Egon de Bäckström era un pez de colores del modo más corriente, mientras que aquel por quien le pusieron el nombre era un ex policía de más de setenta años.
Egon fue un regalo que, junto con el acuario correspondiente, le hizo a Bäckström una mujer a la que había conocido seis meses atrás. Respondió a un anuncio de contactos que encontró en la red. Lo que lo inclinó a lanzarse fue, en parte, la descripción que la anunciante hacía de sí misma pero, sobre todo, la rúbrica: «Mejor con uniforme». Claro que Bäckström había dejado de llevar uniforme en cuanto se convirtió en un policía lo bastante bueno como para defenderse sin él, pero ¿quién reparaba en esos detalles?
Y al principio la cosa funcionó de maravilla. La descripción de «mujer liberada y abierta» no era nada engañosa. Al principio. Pero sí después de transcurrido un tiempo, porque entonces resultó ser claramente igual que todas las demás pesadas que habían desfilado por su vida. De modo que todo acabó como solía, salvo por Egon, que seguía viviendo con él y la cosa había llegado a ser tan grave que Bäckström se estaba encariñando.
La consagración sentimental de la relación entre ambos se había producido un par de meses atrás, cuando Bäckström tuvo que ausentarse una semana para perseguir a un asesino fuera de la ciudad, con lo que le fue imposible alimentar al pez de colores a diario.
Primero llamó a la mujer que le había endilgado aquel problema nadador, pero ella no hizo más que gritarle al teléfono antes de colgar. Bueno, puede que funcione, pensó Bäckström, y a pesar de la advertencia que se leía en el bote de comida, echó en el agua la mitad del contenido antes de irse. Es la ventaja de tener un pez de colores, se decía mientras iba en el coche camino de aquella investigación de asesinato. A un perro no lo puedes tirar al váter si la palma, y seguro que si pongo un anuncio en la red, me dan varios cientos de coronas por el acuario.
Cuando volvió diez días más tarde, resultó que Egon seguía vivo. Verdad era que antes de que Bäckström se fuese parecía más animado, y los primeros días después de su regreso nadaba un poco escorado, pero luego volvió a ser el de siempre.
Bäckström estaba impresionado e incluso hablaba de él en los descansos en el trabajo —«un granuja duro de pelar»— y, más o menos entonces, empezó a tomarle cariño. A veces incluso se quedaba mirándolo por las noches mientras disfrutaba del merecido cubata al final de una jornada larga y penosa. Había que ver cómo nadaba Egon de un lado a otro y de arriba abajo en el acuario sin preocuparse de que no hubiera ninguna señora a su alrededor. Tú sí que vives bien, muchacho, solía pensar Bäckström, y comparado con los documentales de naturaleza que ponían en la tele, Egon era el ganador incuestionable.
Tendré que darme prisa con la investigación, pensó Bäckström, que sentía ciertos remordimientos mientras se ponía en la mano una buena dosis de comida y se la echaba en el agua a tan silencioso compañero. Y si la cosa se alargaba, tendría que llamar al trabajo y pedirle a alguno de los colegas que se ocupase del animal.
—Cuídate, amigo —dijo Bäckström—. Tengo que irme a trabajar, pero volveremos a vernos muy pronto.
Y un cuarto de hora después, estaba en el coche camino de Växjö junto con dos de sus colegas de la comisión de homicidios de la central.