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Por supuesto que el oficial de guardia había hecho su parte. En menos de dos horas, todos los que debían acudir al escenario del crimen estaban allí; por desgracia, también otras muchas personas que más valía que hubiesen estado en otra parte, pero contra eso él no podía hacer nada. Habían acordonado la zona alrededor del edificio y la calle de la fachada principal, en los dos sentidos.

Los agentes de seguridad ciudadana ya habían inspeccionado los edificios vecinos y las inmediaciones, mientras que una unidad canina trataba de localizar las huellas que se suponía que el asesino debió dejar, si es que saltó por la ventana de la parte trasera del bloque. Aunque sin éxito, y teniendo en cuenta el chaparrón de dos horas antes, no era de extrañar.

Los técnicos habían empezado a examinar el apartamento, el forense estaba avisado y ya iba de camino desde su lugar de veraneo. Los colegas responsables de la judicial provincial ya le habían tomado una primera declaración a la testigo que encontró a la víctima, a cuyos padres habían informado de lo sucedido y llevado a la comisaría. Pronto podrían empezar a preguntar de casa en casa por toda la zona y el oficial de guardia tenía ya resueltos y tachados todos los puntos de la lista, a excepción del último.

Una vez tuvo claro que todas las piezas estaban en su lugar o, al menos, en camino, se puso manos a la obra con el último punto de la lista y llamó al jefe de la policía provincial. Era un hombre tan raro que, aun siendo un viernes de aquel verano sin fin, y aunque en realidad estaba de vacaciones, no se encontraba en la casa de veraneo que tenía junto al mar, cerca de Oskarshamn, a más de cien kilómetros de Växjö, sino detrás del escritorio de su despacho, unos pisos más arriba que el oficial de guardia. Estuvieron cerca de un cuarto de hora hablando por teléfono hacia las nueve y media de la mañana. Sobre todo hablaron de la víctima, y, por experimentado y curtido que fuera, el oficial de guardia se sintió repentina e inexplicablemente abatido tras colgar el teléfono.

Curioso, a decir verdad, porque desde la última vez que tuvo que sacar la lista manuscrita —durante una sustitución bastante larga en la comisaría de Kalmar—, casi se animaba cada vez que oía un aviso. Dos de los peores malhechores de la ciudad empezaron a disparar incontroladamente a su alrededor, a plena luz del día, en pleno centro, en medio de todos aquellos ciudadanos buenos y honrados, un total de veinte disparos en todas las direcciones imaginables. Pero, como por un milagro del Señor, solo lograron dispararse entre sí. Algo que no puede suceder más que en Småland, pensó entonces el oficial de guardia.

El jefe de la policía provincial tampoco estaba contento. Cierto que él no era investigador de homicidios, y una de sus principales reglas era no sufrir ni llorar por adelantado, pero aquel caso no tenía buena pinta. Presentaba todas las características de un asesinato en el que sería difícil encontrar sospechosos, y si venían mal dadas, y teniendo en cuenta quién era la víctima, existían demasiadas posibilidades de que se sintiera como se sienten los que son como él cuando la vida profesional muestra su cara más injusta.

En el discurso que había dado en una cena la semana anterior, se detuvo en la falta de recursos de la policía y, para concluir, comparó a sus unidades con «una valla de estacas descompuestas y demasiado separadas, una protección no demasiado buena ante una delincuencia cada vez más brutal».

Un discurso muy aplaudido, y él mismo se sintió particularmente orgulloso de la comparación con la valla de estacas, que le parecía muy ingeniosa y bien formulada. Y no solo se lo parecía a él, por cierto, sino también al redactor jefe del periódico local, que había asistido a la cena y se la alabó mientras se tomaban el café y un coñac. Pero aquello ya había pasado a la historia, y el jefe de la policía provincial no quería ni pensar en el rumbo que tomarían los pensamientos del mismo redactor jefe unas horas más tarde.

Lo peor de todo eran, en cualquier caso, sus sentimientos personales y puramente privados. Conocía al padre de la víctima, y a la hija —la víctima del asesinato— la había visto en varias ocasiones. La recordaba como una joven encantadora y, de haber tenido una hija, le habría gustado que tuviera su físico y su carácter. ¿Qué está pasando?, pensaba, y ¿por qué en Växjö precisamente, donde no habían tenido un asesinato de aquellas características en todos los años que él llevaba trabajando allí? ¿Por qué aquí, en mi zona? Y en pleno verano, para colmo.

Fue entonces cuando tomó la determinación. Con independencia de lo separadas que estuvieran las estacas de la valla, y sin tener en cuenta las vacaciones de verano, que no ayudaban a hacer la valla más compacta, había llegado el momento de prepararse para lo peor. De ahí que hubiese cogido el teléfono para llamar a su amigo y compañero de estudios «Jota pe jota» para pedirle ayuda. Porque, ¿a quién mejor podía acudir en una situación como aquella?, pensó el jefe de la policía provincial.

Después de la conversación, que no duró ni diez minutos, el jefe de la provincial se sintió bastante aliviado, casi liberado. Recibirían ayuda, la mejor ayuda posible de la comisión de homicidios de la policía judicial central, el legendario grupo central de homicidios, cuyo más alto mando había prometido que llegaría a lo largo del día.

Finalmente, él también quedó satisfecho de su aportación al estadio inicial de la misión. Sin estrella de oro, cierto, ni tampoco de plata, pero al menos una de bronce por haber pensado en un detalle de tipo práctico nada desdeñable. A saber: le había pedido a su secretaria que llamase de inmediato al Stadshotell y reservase seis habitaciones sencillas por tiempo indefinido y que dijese expresamente que debían estar juntas y algo apartadas del resto.

En el Stadshotell se alegraron mucho porque la cosa estaba muy tranquila por ser verano y tenían bastantes habitaciones vacías, circunstancia que cambió aquel mismo día, unas horas después, cuando no quedó una sola habitación libre que ofrecer en toda Växjö.