A la testigo que halló a la víctima y dio el aviso a la policía la interrogaron dos inspectores del turno de guardia de la policía judicial provincial a las diez de aquella misma mañana. Grabaron el interrogatorio y sacaron una copia impresa ese mismo día. Algo más de veinte páginas: Margareta Eriksson, cincuenta y cinco años, viuda, sin hijos, residente en el último piso del mismo edificio que la víctima y su madre.
En el último apartado de la copia de la declaración constaba que habían advertido a la testigo de que debía guardar el secreto de sumario según el párrafo décimo del capítulo 23 de la ley procesal, pero ni una palabra de lo que dijo la mujer cuando supo que «incurriría en responsabilidad penal» si le contaba a alguien de qué habían hablado durante el interrogatorio. En realidad, era normal, no se trataba de opiniones que se anotaran en las declaraciones y, además, la testigo reaccionó como solía hacer la mayoría de las personas cuando se las informaba al respecto: diciendo que, desde luego, ella no era de las que iban por ahí cotilleando sobre esos asuntos.
El edificio constaba de sótano, cuatro plantas y desván y pertenecía a una comunidad de propietarios cuya presidenta era la testigo; dos apartamentos en cada una de las tres primeras plantas y uno el doble de grande en la última, donde vivía la testigo. En total, siete propietarios, todos ellos de mediana edad o mayores, personas que vivían solas o parejas con hijos emancipados. La mayoría fuera, de vacaciones, cuando se cometió el asesinato.
El apartamento escenario del crimen era propiedad de la madre de la víctima y, según la testigo, la víctima pasaba allí temporadas. Últimamente la había visto a menudo, mientras la madre estaba de vacaciones en su casa de veraneo en Sirkön, a veinte kilómetros al sur de Växjö.
Era una vivienda de cuatro habitaciones y cocina. Por la fachada que daba a la calle, el piso estaba en la planta baja pero, puesto que el edificio se había construido parcialmente en desnivel, quedaba en la primera planta por la fachada que daba al patio, que, por lo demás, colindaba con un espacio verde no muy extenso rodeado de casas y algún que otro bloque aislado.
Según declaró durante el interrogatorio, la testigo tenía dos perros que constituían su principal afición desde hacía mucho tiempo, un labrador y un spaniel, a los que sacaba cuatro veces al día. Hacia las siete de la mañana solía darles un largo paseo de una hora, como mínimo.
—Soy persona de madrugar y nunca he tenido problemas para levantarme temprano. Detesto quedarme remoloneando en la cama.
Una vez en casa después del paseo, acostumbraba a desayunar y leer el periódico mientras los animales se tomaban «el pienso de la mañana». Hacia las doce tocaba otra vez. Otro paseo de una hora aproximadamente con los perros, y, a la vuelta, almorzaba tras premiar a sus queridos cuadrúpedos con una oreja de cerdo seca o cualquier otra golosina que mordisquear.
Alrededor de las cinco volvían a salir, aunque entonces el paseo solía ser más corto. Media hora, más o menos, para poder cenar después tranquilamente, mientras Peppe y Pigge tomaban «el pienso de la noche», hasta que llegase el momento de poner las noticias de la tele. Después solo quedaba «el pis de la noche», entre las diez y las doce, dependiendo de la oferta televisiva.
Hábitos más o menos fijos que, en términos generales, parecían determinar los perros. En las horas libres entre paseo y paseo se dedicaba a hacer recados en el centro, a ver a sus amistades —«la mayoría, amigas de toda la vida y gente que también tenía perro»— o a trabajar desde casa.
Su marido, que había fallecido diez años atrás, era contable y tenía una empresa en la que también ella trabajaba media jornada. Después de su muerte, ella siguió ayudando con la contabilidad a algunos de los antiguos clientes. Sin embargo, su principal fuente de ingresos era la pensión de viudedad.
—Ragnar fue siempre muy meticuloso con esas cosas e hizo todo lo posible por que yo no pasase ningún apuro económico.
El interrogatorio tuvo lugar en casa de la mujer. Los policías que le tomaron declaración constataron con sus propios ojos que no había motivo alguno para dudar de sus palabras sobre aquel particular: todo aquello que veían indicaba que Ragnar se había preocupado de dejar bien atendida a su mujer.
En torno a las once de la noche anterior y al salir para el llamado «pis de la noche», la testigo vio salir del portal a la víctima, que luego se alejó en dirección al centro.
—Iba vestida como si fuera a una fiesta, aunque a mí me da la impresión de que la mayoría de los jóvenes de hoy van siempre vestidos así, a cualquier hora del día.
Ella se encontraba a unos treinta metros calle arriba y no se saludaron, pero estaba segura de que aquella joven era la víctima.
—No creo que ella me viera a mí, parecía ir con prisa. De lo contrario, seguro que se habría parado a saludarme.
Cinco minutos después, estaba de nuevo en su casa y, según su costumbre, se fue a la cama y se durmió casi de inmediato. Y aquello era todo lo que recordaba de la noche anterior.
Aquel verano inverosímil había comenzado en el mes de mayo y no parecía querer terminar nunca: día tras día sin la menor brisa, el sol ardiente como una parrilla, el cielo de un azul pálido, implacable, sin nubes y sin sombras, batiéndose constantemente el récord de temperaturas. A la mañana siguiente, la testigo salió con los perros a las seis y media.
Cierto que era más temprano de lo habitual, pero teniendo en cuenta «este verano inverosímil… y no soy la única que piensa que esto no es normal… quería evitar las peores horas». Por lo demás, cualquier propietario de perro con cierto sentido de la responsabilidad sabía que los animales lo pasan muy mal si se los obliga a hacer esfuerzos cuando hace demasiado calor.
La testigo recorrió la ruta de siempre. Subió calle arriba a la izquierda en cuanto salió del portal, pasó por delante de los bloques vecinos y giró a la derecha por la calle peatonal, en dirección a la zona boscosa más amplia que se extendía a tan solo unos cientos de metros detrás del edificio en el que ella vivía. Media hora después —y, para entonces, ya hacía un calor insufrible pese a que no eran más que pasadas las siete de la mañana—, decidió volver. Tanto Peppe como Pigge iban jadeando cabizbajos y también su dueña estaba deseando verse en casa, a la sombra, y beber algo fresco.
Más o menos al mismo tiempo que ella decidió dar media vuelta y regresar, el cielo se nubló y se ensombreció; el viento azotaba árboles y arbustos, y empezó a acechar inminente la tormenta. Cuando cayeron las primeras gotas gruesas, se encontraba a no más de unos doscientos metros de su casa y echó a correr a pesar de que, en realidad, era inútil, ya que la primera lluvia se había convertido en un auténtico diluvio y, cuando llegó al portal desde la zona verde que daba al patio del edificio, ya estaba calada hasta los huesos. Y fue entonces cuando advirtió que la ventana del dormitorio de la vecina estaba abierta y golpeteaba con el viento, y que las cortinas estaban empapadas.
Tan pronto como se vio en la entrada —«y entonces tenían que ser más o menos las siete y media, si no he calculado mal»—, llamó varias veces al timbre de la vecina, pero nadie fue a abrirle.
—Pensé que quizá dejó la ventana abierta si llegó tarde anoche. Aunque no entiendo para qué… porque fuera hace mucho más calor que dentro. De todos modos, cuando salimos a solventar lo del pis de la noche, estaba cerrada, porque yo suelo fijarme en esas cosas.
Como nadie le abrió, cogió el ascensor hasta su apartamento. Secó a los perros por encima y se puso ropa seca. Además, estaba de mal humor.
—Se trata de una comunidad de propietarios y los daños provocados por el agua son un problema serio. Por no hablar del riesgo de robo. Claro que el alféizar está a varios metros del suelo, pero es que no pasa un día sin que el periódico saque algo sobre esos trepadores de fachadas, que roban todo lo habido y por haber y, cuando van demasiado drogados, no tienen más que coger prestada una escalera de alguno de sus compinches.
Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Hablar con la hija la próxima vez que la viera? ¿Llamar a la madre e irle con el cuento? Dos semanas atrás cayó un aguacero parecido, pero no duró ni diez minutos y cesó tan pronto como había empezado, el sol comenzó a brillar otra vez en un cielo azul y limpio de nubes y, en realidad, fue muy beneficioso para el césped de los jardines y las plantas en general. Sin embargo, no fue así esta vez, y después de quince minutos, mientras andaba ocupada con los comederos de los perros y con la cafetera, al ver que seguía lloviendo con la misma intensidad, no se lo pensó dos veces.
—Como decía, soy presidenta de la comunidad, y quienes vivimos aquí nos ayudamos vigilando mutuamente nuestras casas. Sobre todo ahora, en verano, que hay tantos vecinos de vacaciones. Así que tengo llaves de la mayoría de los pisos del bloque.
De modo que fue a buscar la llave que le había dado la madre de la víctima.
Cogió el ascensor y bajó al portal, llamó unas cuantas veces más, «por si acaso ya estaba en casa», abrió la puerta y entró.
—Todo estaba más o menos como suelen tenerlo los jóvenes que viven solos, así que en el desorden no me fijé, creo que pregunté en voz alta si había alguien en casa, pero como seguía sin responder, entré… y llegué al dormitorio… bueno, y entonces vi lo que había ocurrido. Lo comprendí enseguida. Así que… me di media vuelta y salí corriendo a la calle… se me ocurrió que podría seguir allí dentro y estaba muerta de miedo. Por suerte, llevaba el móvil, así que llamé… al número de emergencias… el ciento doce. Y la verdad, atendieron enseguida, a pesar de todo lo que dicen los periódicos de que nunca hay policías disponibles.
La mujer nunca llegó a cerrar la ventana del dormitorio, lo que, a decir verdad, no tenía tanta importancia, puesto que había dejado de llover cuando se presentó la primera patrulla y los posibles daños por culpa del agua habían perdido todo el interés a aquellas alturas. Al ayudante de policía Adolfsson no se le había pasado por la cabeza cerrarla, por supuesto. En cambio, sí se percató de que había numerosos rastros de sangre mezclada con agua en el marco exterior de la ventana, pero, como había dejado de llover, les dejó ese detalle a los colegas más experimentados del grupo técnico.
El verano más caluroso hasta donde alcanzaba la memoria, una vecina que sacaba a pasear a los perros todas las mañanas por el mismo lugar y que, además, tenía un juego de llaves del piso de la víctima, un aguacero repentino, una ventana abierta… Circunstancias concurrentes, frutos del azar, si queremos llamarlo así, pero en cualquier caso, contribuyeron a que la policía descubriese lo sucedido de aquel modo, precisamente, y no de otro. Y en comparación con las demás alternativas posibles, aquello no era, ni mucho menos, lo peor que podría haber sucedido.