Växjö, la mañana del viernes 4 de julio
Fue la vecina quien encontró a Linda y, con independencia de todo lo demás, era preferible a que la hubiera encontrado su madre. La policía ganó así un montón de tiempo. La madre no pensaba volver del campo hasta el domingo por la noche, y ella y su hija eran las únicas personas que vivían en el piso. Cuanto antes, mejor, al menos para la policía y, sobre todo, tratándose de un asesinato del que aún no tenían ningún sospechoso.
A las ocho y cinco minutos de la mañana recibieron la llamada en el centro provincial de emergencias de la policía de Växjö. Respondió al aviso una patrulla que se hallaba en las inmediaciones. Tan solo tres minutos después, volvían a llamar a la central. Ya habían llegado al sitio, la mujer que había avisado estaba a buen recaudo en el asiento trasero del coche policial y ellos tenían intención de entrar en el piso para comprobar la situación. Un coche policial que, en realidad, tendría que haber estado aparcado en las cocheras de la comisaría a aquellas alturas, ya que era la hora del cambio del turno de noche al turno de día y prácticamente todos los policías que estaban de servicio o bien se encontraban en las duchas, o bien estaban tomando café en la cocina a la espera del sermón matutino y del reparto de tareas.
Fue el oficial de guardia quien atendió la llamada. Los dos colegas más jóvenes que respondieron desde el coche ya se habían agenciado una fama considerable en el Cuerpo de Växjö. Por desgracia, no del todo positiva, y puesto que él les doblaba la edad, llevaba treinta años en la profesión y las había pasado canutas prácticamente siempre, en un primer momento pensó en enviarles refuerzos (a saber a quién encontraba a aquellas horas), pero mientras así razonaba, los colegas volvieron a llamar. Al cabo de ocho minutos solamente y, además, a su móvil, para que nadie más que él oyese lo que tuvieran que contarle. Ya habían dado las ocho y cuarto y el primer informe de los colegas desde el lugar del crimen les llevó algo más de un minuto.
Y lo más curioso de todo. Por una vez, con independencia de la edad, la experiencia y la fama, lo hicieron todo como es debido. Hicieron todo lo que se esperaba que hicieran y, por si fuera poco, uno de ellos incluso fue más allá. Se ganó una estrella de oro para la hoja de servicios y, además, de un modo hasta entonces insólito en la práctica policial de la comisaría de Växjö.
En el dormitorio del apartamento encontraron a una mujer muerta. Todo indicaba que la habían asesinado y que —a saber cómo habían llegado a aquella conclusión— había muerto hacía tan solo unas horas. En cambio, no había más rastro del asesino que la ventana abierta del dormitorio, que daba a la parte trasera del edificio y que al menos proporcionaba una idea de cómo había abandonado la escena del crimen.
Por desgracia, había que añadir a aquella otra complicación. El más joven de los dos agentes con el que el oficial de guardia habló por teléfono estaba convencido de que reconocía a la víctima y de que, si era quien él creía, había visto al oficial saludarla en varias ocasiones aquel verano y, la última vez, el día anterior, cuando se marchó de la comisaría.
—Mal asunto, mal asunto —murmuró el oficial, más bien para sus adentros.
Luego cogió la lista de lo que debía hacer si lo peor que podía ocurrir, ocurría en el trabajo. Una cuartilla metida en una funda de plástico con una decena de puntos que recordar bajo el título más que sugerente de «Si la cosa se va a la eme en el trabajo». Solía dejarla bajo el cartapacio de la mesa en cuanto entraba de servicio y pronto haría cuatro años desde la última vez que tuvo que sacarla.
—Bueno, chavales —dijo el oficial de guardia—. Entonces, vamos a hacer lo siguiente…
Y después, él también hizo todo aquello que en justicia podía exigírsele. Pero nada más, porque a otras andanzas no se arriesgaba uno a su edad.
En el primer radiopatrulla que llegó al escenario del crimen iban dos jóvenes agentes de seguridad ciudadana de Växjö. El inspector interino Gustaf von Essen, de treinta años y conocido en el Cuerpo como el Conde, pese a que él siempre ponía buen cuidado en señalar que no era «más que un simple barón». Y su colega cuatro años más joven, el ayudante de policía Patrik Adolfsson, al que llamaban Adolf por razones que, por desgracia, no solo guardaban relación con el apellido.
Cuando atendieron el aviso, se hallaban a unos kilómetros del presunto lugar del crimen, rumbo a la comisaría, y puesto que el tráfico en la zona a aquella hora de la mañana era prácticamente inexistente, Adolf dio un giro de ciento ochenta grados, pisó el acelerador hasta el fondo y tomó el camino más rápido sin poner luces ni sirenas mientras el Conde vigilaba cualquier vehículo sospechoso que viniera en sentido contrario.
Juntos sumaban cerca de doscientos kilos de policía de seguridad ciudadana de pura raza campera. Músculos y huesos esencialmente, en perfecto estado en lo que se refería a agilidad y reflejos. En conjunto, un sueño hecho realidad para el ciudadano que los llamase aterrado porque hay tres malhechores desconocidos echando abajo la puerta de su casa.
Cuando se detuvieron delante de la puerta, en la calle Pär Lagerkvist, donde se había producido el suceso, una mujer de mediana edad se les acercó corriendo por la calle. No paraba de agitar los brazos y hablaba atropelladamente, y Adolf, que fue el primero en salir del coche, la cogió del brazo y la llevó con delicadeza al asiento trasero asegurándole que «ya puede estar tranquila». Y mientras el Conde desenfundaba el arma y se apostaba detrás del edificio, por si acaso el malo aún andaba por allí y se le ocurría huir por ese camino, Adolf comprobó la entrada del edificio antes de entrar en el piso. Con toda facilidad, puesto que la puerta estaba abierta de par en par.
Y fue entonces cuando se ganó la estrella de oro, antes incluso de hacer, por primera vez, todo aquello que le habían enseñado en la Escuela Superior de Policía de Estocolmo. Revisó el apartamento pistola en mano, caminando de puntillas y pegado a las paredes a fin de no entorpecer la tarea de los colegas del grupo técnico ni darle al asesino ninguna ventaja fácil, si es que aún merodeaba por allí y estaba lo bastante loco para arriesgarse. Pero lo único que encontró en esa inspección fue a la víctima. Estaba tendida en la cama del dormitorio, inmóvil, envuelta en una sábana manchada de sangre que le cubría la cabeza, el tronco y la mitad de los muslos.
Adolf llamó al Conde por la ventana abierta del dormitorio y le dijo que todo estaba despejado y que podía comprobar la escalera, entonces enfundó la pistola y cogió la pequeña cámara digital que tenía sujeta debajo del brazo izquierdo. Luego hizo tres fotos de aquel cuerpo inmóvil aún tapado, antes de retirar la parte de la sábana que le cubría la cabeza para comprobar si aún estaba viva o si había muerto.
Buscó la vena con el índice de la mano derecha, a pesar de que, seguramente, era un gesto inútil, habida cuenta de la expresión de los ojos y dado que tenía una cuerda al cuello. A continuación le palpó las mejillas y la sien pero, a diferencia de las mujeres a las que había tocado del mismo modo estando vivas, la piel de aquella otra respondía muda y rígida a las yemas de sus dedos.
Muerta está, desde luego, aunque no puede hacer mucho que la mataron, pensó.
Además, la reconoció enseguida. No como a alguien a quien uno conoce de pasada, sino como a alguien con quien de hecho se relacionaba, con quien había hablado e incluso elaborado fantasías después. Lo más curioso de todo… aunque eso no pensaba contárselo a nadie.
Nunca se había sentido tan implicado como en aquel momento. Totalmente implicado y, al mismo tiempo, como si estuviera al margen de lo que ocurría, observándose a sí mismo desde fuera. Como si en realidad no se tratara de él y mucho menos de ella, la mujer que yacía cadáver en la cama, pese a que, hacía tan solo unas horas, debía de estar tan viva como él.