Miquel, Patro y Patricia contemplaron cómo el ataúd con el cuerpo de Alexander Peyton Cross era introducido en el coche. Los hombres que lo cargaban se movían en silencio, con respeto. Ni uno solo había dejado de mirarlas, más a la británica, por su mata de pelo rojo.
Un color maldito, casi prohibido en la nueva España.
La escena se desarrolló a cámara lenta en su recta final.
Después, ellos se retiraron y al volante del coche que debía de llevarlos a ella y al ataúd al aeropuerto sólo quedó el conductor.
Patricia Gish los contempló a ambos con una mezcla de gratitud y envidia.
La tarde anterior ya se habían contado todo lo que necesitaban saber. Quedaba la despedida. Y sin embargo…
Miquel sentía el ardor de la pregunta.
Ella lo comprendió.
Señaló el ataúd y dijo:
—Alex es, ahora mismo, el muerto más rico del mundo.
Miquel abrió unos ojos como platos.
—¿Quiere decir que…?
—Vino a buscar unos cuadros, y desde luego se va con ellos —asintió la inglesa.
El ataúd era grande, metálico, para soportar el vuelo, los posibles cambios de temperatura.
—¿Cómo lo ha hecho? —exclamó Miquel.
—Pedí que me dejaran a solas con él. Me costó, pero ya era de noche. Lo hice al salir de su casa. Era la única forma de estar segura. Nadie abre un ataúd. O los sacaba ahora, sin tener que regresar, o comprometía a otras personas.
—Podía haberlos guardado yo.
—Usted ya hizo bastante. —Le sonrió—. Sin su ayuda, jamás habríamos recuperado esas pinturas y la muerte de Alex habría sido en vano.
Patro repitió algo que ya había expresado la tarde anterior, mientras contemplaban los diecisiete lienzos recuperados.
—Tiene usted mucho carácter.
—A veces hay que escudarse en algo. Unos lo llaman carácter, otros necesidad, otros supervivencia. Yo prefiero llamarlo amor, ¿sabe? —Dulcificó su expresión—. El amor es el único antídoto contra el espanto, porque aunque sea casi imposible vencerlo, siempre ayuda, te mantiene vivo, retrasa su victoria hasta el aliento final al llegar la muerte.
Patro le apretó el brazo a su marido.
—Ayer no le pregunté si habría disparado, señor Mascarell —inquirió de repente Patricia.
Meditó una respuesta imposible.
—No lo sé —reconoció.
—Era él o usted, y lo sabía.
—Pero mirándole a los ojos…
—Los ojos de un asesino.
—Sí —admitió.
Otra sonrisa, llena de determinación y arrojo, envuelta en un suspiro.
—Volveré —dijo Patricia Gish—. No sé cuándo, ni cómo, pero volveré. Usted sabrá de mí por la prensa.
—¿Cuando lea que Jacinto José Rojas de Mena ha muerto?
—Sí.
—¿Podrá hacerlo?
—No le quepa la menor duda. —Fue categórica—. Mi guerra sigue, y tengo paciencia. Mientras… —Extrajo un sobre del bolsillo de su abrigo—. ¿Puede echarme esta carta al buzón cuando me haya ido?
Miquel vio que no había remite.
El sobre estaba a nombre de Manuela León Rivadaura.
La esposa de Rojas de Mena.
—¿Un anónimo? —Comprendió la realidad.
—Me contó que era una mujer religiosa, católica, de principios —manifestó Patricia—. Le interesará saber qué hace su marido, conocer el nombre de Cristina Roig, dónde vive…
—Un anónimo —lo reafirmó Miquel.
—No. —La sonrisa llegó de oreja a oreja—. Armas de mujer. El infierno de ese cerdo no ha hecho más que empezar, se lo aseguro. Un simple prólogo para el fin.
La cabeza del conductor apareció por la ventanilla.
—Señorita, tenemos el tiempo justo, y está lo del papeleo final…
—Voy —asintió ella.
Primero abrazó a Patro. Las dos quedaron unidas por un fuerte halo de calor. Luego le llegó el turno a él.
Miquel aspiró su aroma.
—Gracias —le susurró al oído.
—No, se lo repito: gracias a usted. Se jugó mucho por nada. Lástima que, cuando regrese, lo haga de incógnito y no nos veamos. Tampoco creo que disponga de tiempo.
—¿Quiere hacerlo en persona?
—Sí, mirándole a los ojos. Que sepa por qué muere.
—Tenga cuidado.
—Escríbame cuando…
—Tranquila. Tardarán días en dar con ellos. Puede que semanas incluso. Esa casa perdida… Como usted dijo, nadie sabe nada. Un misterio más.
Patricia Gish caminó hacia el coche.
Puso una mano en el frío metal.
Miró el ataúd.
—Cuídense el uno al otro —les deseó—. Es lo único que cuenta.
—Lo haremos —dijo Patro.
La vieron meterse en el coche, cerrar la portezuela, sacar una mano por la ventanilla mientras el vehículo arrancaba y se alejaba por la calle.
Se quedaron solos.
—¡Vaya mujer! —expresó lo que sentía Patro cuando el vehículo ya no era más que un punto en la distancia.
—Tú también lo eres —dijo Miquel.
Ella se le puso delante. Él guardó el sobre con el anónimo en el bolsillo del abrigo.
Sí, tenía algo que decirle.
Y lo comprendió incluso antes de que lo expresara en voz alta.
—Miquel, me ha venido la regla.
No estaba triste. No estaba alegre. No estaba rota. No estaba feliz. No estaba nada.
Ingrávida.
De momento.
—Está bien —musitó él.
Podía haber dicho muchas cosas: «Lo siento», «Si quieres lo probaremos», «Tranquila», «No pasa nada»… Pero dijo «Está bien».
No era necesario más.
Se dieron un beso, dulce, suave, y echaron a andar.
Cogidos del brazo.
Seguía haciendo frío, pero brillaba el sol.