Lo primero que hizo Amador fue llevarse un dedo a los labios.
Silencio.
Luego, al llegar hasta él, el hombre que había matado a Alexander Peyton y a Wenceslao le apretó el largo y prolongado cañón del arma contra la frente, como si quisiera atravesar el hueso y llegar directamente al cerebro.
—Marcial tiene el gatillo fácil —le advirtió el policía hablando en susurros.
Miquel sintió cómo se le doblaban las piernas.
El mayor de los ingenuos. El mayor de los estúpidos. El mayor de los temerarios.
La única persona a la que realmente temía acababa de atraparle.
La tercera vez.
«A la próxima, le haré fusilar, o le enviaré de nuevo al Valle».
No, no volvería al Valle.
Sabía demasiado.
No quiso pensar en Patro para que no le doliera tanto.
Amador puso una mano en el tirador de la puerta. Klaus Heindrich y su amante vivían de manera ingenua, porque no estaba cerrada con llave o con un pasador desde el interior. Una casita apartada, en un barrio extremo, el día de la escapada final… El nazi llevaba cuatro años huido, escondido, y ya se sentía a salvo.
En Curitiba, con los suyos y una fortuna en cuadros.
El comisario fue el primero en atravesar el umbral. Le siguieron Miquel y Marcial, que ahora hundía el cañón en su nuca. En el interior de la casa no se oía nada. Amador también sacó su arma y la empuñó con el brazo extendido. El recibidor era pequeño. A la derecha vieron un pasillo con algunas puertas. A la izquierda, la sala que Patricia y Miquel habían atisbado por la ventana, con las maletas.
Klaus y María Fernanda aparecieron entonces.
—¿Pero qué…?
No hizo falta mucho. Les bastó con ver la pistola en manos de Amador. El nazi cerró los ojos, golpeado con toda contundencia en su razón. La mujer se llevó una mano a los labios y palideció en cuestión de un segundo.
—No grite —la previno el comisario.
Estaban en la puerta de la sala, con las maletas a un lado.
Klaus Heindrich miró la mesa.
Pero su pistola no estaba allí.
Miquel se encogió.
Tensó su cuerpo, a la espera del cruce de balas.
Pero el comisario Amador seguía teniendo todos los ases.
—¡Señorita Gish, salga!
Hubo un amargo y tenso silencio.
—¡Vamos, señorita Gish, sé que está usted aquí! —insistió el policía.
Marcial hundió un poco más el cañón de su arma en la nuca de Miquel. No hacía falta ser más explícito.
Aunque lo fue:
—Quieto, viejo.
Miquel apretó los puños.
—¡Salga o matamos a su amigo! —gritó por tercera vez Amador.
Se abrió una puerta, en el pasillo, a su derecha. Patricia Gish, con su abrigo, su bolso colgando del hombro y las manos en alto, emergió de las sombras.
—Buena chica —asintió el comisario.
Miquel frunció el ceño.
María Fernanda Aguirre rompió a llorar.
—Todos ahí dentro, vamos —ordenó Amador señalando la espaciosa sala.
Klaus Heindrich no se ocupó de su pareja. Los miraba a todos como un perro enjaulado, calibrando opciones. A la primera sorpresa por la irrupción en la casa de los tres hombres, uno de ellos amenazado con un arma, se unía la segunda al descubrir a Patricia. Y seguía buscando algo. Algo que no estaba en la mesa y que debía estar.
—¿Me da su bolso, señorita Gish? —pidió Amador, que era el único que hablaba.
Ella se lo tendió.
La inspección fue rápida. Luego lo arrojó a un lado, sobre una butaca.
—Veo que no lleva armas —dijo—. Así que, o está loca, o… ¿Qué pretendía hacer metiéndose aquí, en la boca del lobo?
Patricia no le respondió.
Y Amador se guardó su pistola.
—Bien, bien, bien. —Entrechocó las manos satisfecho—. El cuadro completo. Perfecto.
—Señor… —quiso hablar Klaus Heindrich con su acento marcadamente alemán, así que más bien dijo «Señorrr».
—Cállese, Otto —lo impidió Amador.
—Mi nombre es…
Marcial fue rápido. Un paso y un impacto en pleno rostro con la pistola. Klaus cayó al suelo sangrando por la brecha de la mejilla. María Fernanda Aguirre ahogó un grito, tapándose la boca con las manos.
Tenían razón, era una mujer muy guapa.
Aunque con un pésimo gusto para elegir a su pareja.
Amador se dio la vuelta y se enfrentó a Miquel. Su rostro irradiaba felicidad.
—¿Recuerda lo que le dije la última vez?
Miquel no dijo nada.
—¿Lo recuerda? —insistió.
—Sí.
—Bien. —La sonrisa reapareció, aumentada por el tono sádico en el brillo de las pupilas—. Sabía que llegaría el momento, pero… ya ve, no lo esperaba tan pronto, y menos aquí, en este embrollo.
—Creía que la policía investigaba asesinatos, no que los encubría —le provocó Miquel.
Amador no alteró sus facciones. Era el centro de gravedad de la escena. Klaus Heindrich en el suelo, su compañera llorando hecha un guiñapo, Patricia con las manos en alto y él derrotado, con Marcial de juez abarcándoles a todos con su mano armada.
—Es usted un ingenuo, Mascarell. —Soltó un bufido el comisario—. A veces comprendo aún mejor que perdieran la guerra. Ingenuos, ingenuos, ingenuos. Hacen falta nuevas mentes para los nuevos tiempos, y ustedes… Ustedes ya no son de hoy, sino de ayer. El futuro es otra historia.
—¿Cómo ha dado con nosotros? —preguntó Miquel.
Era una pregunta estúpida. Lo sabía. Pero de lo que se trataba era de ganar tiempo. La pistola de la mesa tenía que estar en el bolsillo del abrigo o en el de la chaqueta de Patricia. Marcial era un perro de presa, pero hasta los perros de presa se distraían con un buen hueso.
Amador necesitaba disfrutar de la victoria.
—Anoche, cuando seguía a la señorita Gish, como último recurso para dar con los cuadros porque estábamos en un callejón sin salida, ¿con quién se reúne? —Abrió las manos explícitamente—. ¡Con usted! ¡Nada menos que con usted, oh sorpresa! Y yo pienso: ¿qué hago? Y se me ocurre tener paciencia, esperar. Así que esta mañana, de nuevo, toca seguirles, ¿y hasta dónde? —Lo que abrió ahora fueron los brazos, abarcando el espacio que le rodeaba—. Sigue siendo un buen policía, ¿sabe? —Asintió con la cabeza valorándolo—. Capaz de encontrar una aguja en un pajar. Lo he comprendido de inmediato al verles meterse aquí. Si no era el escondite de ese nazi, ¿qué podía ser? —Miró las maletas y el baúl antes de volver a hundir sus ojos de águila en él—. ¿Puedo preguntarle algo, Mascarell? —No esperó la respuesta—. ¿Cómo diablos se metió en esto?
—Es una larga historia.
—Y no hay tiempo, ¿verdad? —Puso cara de pena—. Una lástima, porque me gustan las historias, sobre todo aquellas en las que los demás pierden y yo gano.
—¿Puedo preguntarle algo yo a usted?
—Adelante —fue generoso.
—¿Por qué tuvieron que matar a Peyton?
Amador miró al secuaz de Rojas de Mena.
Una mirada reveladora.
—A veces Marcial no mide su fuerza. —Se encogió de hombros—. Por eso le echaron de la policía, ¿no es cierto, Marcial?
El hombre mantuvo su impasibilidad.
—Fue una chapuza. —Desgranó Miquel con amargura—. No sé cómo Jacinto José Rojas de Mena no le cortó en pedazos.
Los ojos de Amador emitieron destellos de ira.
—Sigue sorprendiéndome, ¿sabe?
—¿Por su relación con él? Es lo que tiene creerse impune.
—Me gustaría aplaudirle, pero no puedo. ¿Qué más da? Encima, ya ve. —Dirigió los ojos a Patricia, como si le pidiera perdón—. Hubo esa llamada telefónica, de alguien que tenía la cartera del muerto… Un cabo suelto. Un cabo demasiado extraño. Y quizá en ella estuviesen los indicios finales, los datos que Peyton no le reveló al señor Rojas de Mena y que le condujeron hasta Barcelona. —Frunció el ceño—. ¿Tiene usted esa cartera, Mascarell? ¿Es por ella por lo que está en esto?
—No, no la tengo —mintió.
—Yo creo que sí. Los caminos del Señor son inescrutables, y éstos, desde luego, parecen hechos a su medida. —La sonrisa que apareció ahora en su rostro fue de hiena—. Habrá que ir a su casa a echar un vistazo, saludar a su joven esposa… Porque es joven, ¿verdad?
Miquel apretó los puños.
Intentó dar un paso.
Primero, la pistola de Marcial volviendo a su nuca. Segundo, los ojos de Patricia pidiéndole calma.
Calma.
—¿Ha dado con ese falsificador, Centells? ¿Ha sido él quien le ha dicho dónde estaba Heindrich o le sacó la información al hombre al que fue a ver anoche?
Estaban muertos, todos. Amador se encargaría de ello.
Félix, Martín y Conrado Centells, Isidro Fontalva, Saturnino, si todavía seguía vivo en manos de Consue.
Hasta Lenin.
—El señor Peyton fue bastante explícito cuando fue a ver al señor Rojas de Mena, aunque no lo suficiente —ponderó el comisario—. Le habló hasta de eso, de Félix Centells, al que creíamos muerto. Pura inocencia. Como hablarle de un panal de rica miel a un oso goloso. Jacinto José me llamó a mí, me puse en marcha, pero lo único que conseguí fue un nombre gracias a un confidente: Wenceslao Matosas.
—¿También se le fue la mano a Marcial con él y su mujer?
—No, eso era necesario, para no dejar más cabos sueltos —lo justificó Amador—. Lo malo es que ese pobre imbécil no era más que un intermediario, y murió sin decir nada. Una lástima, porque habríamos acabado con esto mucho antes, y ahora usted y la señorita Gish no estarían metidos en este lío.
Miquel miró de nuevo a Patricia.
Seguía quieta, brazos en alto, inalterable.
¿Por qué no actuaba de una vez? ¿A qué esperaba? ¿Qué más podía decirle a su enemigo para alargar la escena y hacerles bajar la guardia a todos?
Marcial sólo aguardaba la orden. Con el silenciador, lo único que se escucharía sería una serie de taponazos.
—Bien. —Amador se agachó frente al baúl y las maletas—. Veamos qué tenemos aquí…
Abrió el baúl.
Ropa, utensilios, lo indispensable para una nueva vida al otro lado del mar.
Hizo lo mismo con las maletas.
Llegó a volcarlo todo en el suelo. Buscó un doble fondo en ellas.
Nada.
—¿Dónde están los cuadros, señora? —Se dirigió a María Fernanda Aguirre.
—¿Qué cuad…?
—Marcial.
El secuaz no soltó la pistola. Tampoco la golpeó. Se limitó a pasarle el brazo izquierdo alrededor del cuello.
—¿Dónde están los cuadros, Otto? —Amador se dirigió al nazi.
—Le he dicho que me llamo…
—Marcial —dijo el comisario.
El chasquido de los huesos al quebrarse fue seco.
La cabeza de la mujer se dobló primero hacia un lado. Luego cayó sobre su pecho. El cuerpo se deslizó hacia el suelo y quedó inerte.
—¡María!
Klaus Heindrich gateó hasta ella. Se la quedó mirando, sin tocarla. Su expresión era de pena, lástima, pero no hubo lágrimas ni un excesivo dolor.
—¿Por qué lo ha hecho? —exclamó agotado.
—Los cuadros —se limitó a decir Amador.
A él también se le cayó la cabeza sobre el pecho, rendido.
—En la habitación —dijo.
—Vigílalos, y a la más mínima… —le ordenó a Marcial.
Salió por la puerta. Miquel volvió a mirar a Patricia. La pelirroja le dijo que no con los ojos.
Quizá quisiera estar segura de que los cuadros estaban allí.
Quizá…
¿Qué?
Miquel sintió náuseas. Contuvo el deseo de vomitar.
Amador reapareció casi de inmediato, llevando otra maleta, nueva, dura y recia, con los cantos protegidos, piel clara. Una maleta cara, especial.
La colocó sobre la mesa, la abrió y fue suficiente.
Los diecisiete cuadros estaban en ella, protegidos, mimados, acolchados. Los lienzos únicos e irrepetibles por los que ya habían muerto cuatro personas en Barcelona.
Y quedaban ellos.
Amador se sintió feliz.
—Parece mentira que la gente pueda matar por estas cosas, ¿verdad? —Acarició la maleta con mimo—. Matar o pagar millones de pesetas.
—Escuche, señor. Puedo… —Intentó hablar Klaus Heindrich por primera vez.
—Tú no puedes nada, Otto —le interrumpió Amador empleando un marcado tono conmiserativo—. Para ti se acabó, ¿entiendes? Fin de viaje. Kaputt. Adiós.
Sonó un taponazo.
El descorche de una inexistente botella de champán.
Klaus Heindrich cayó hacia atrás, con un botón rojo a modo de tercer ojo.
Quedó tendido en perpendicular sobre su amante española.
Un cuadro trágico.
Fue el momento en que Patricia bajó los brazos, con la excusa de llevarse las manos a la boca primero y al pecho después.
Ya no volvió a subirlos.
—Bueno, Mascarell. —Amador prescindió de la novia de Alexander Peyton y se dirigió a él—. Ahora tenemos que montar la escena final, ¿no cree? —Paseó una mirada por el entorno—. Hay que ver quién mata a quién, organizarlo todo sin dejar nada al azar.
—¿Qué le ha prometido Rojas de Mena?
—Hila delgado —le aplaudió.
—Usted no se mojaría las manos con sangre si no fuera por algo importante.
—Hay mucho futuro en este país para los listos. —Cinceló otra sonrisa en su fría faz—. Lástima que usted no lo sea.
—Pero va a dejar un enorme rastro de cadáveres. A lo peor a él no le gusta. Quizá Marcial le mate a usted y monte otra escenografía.
Amador miró a Marcial.
Inamovible.
—El señor Rojas de Mena quiere esto. —El comisario indicó los cuadros.
—Entonces hágalo ya. —Miquel también bajó los brazos y hundió la cabeza en el pecho—. ¿A quién matará antes? ¿Las señoras primero o mejor asegurarse acabando con el viejo policía?
Amador no llegó a hablar.
Lo que pasó entonces fue… más bien inexplicable.
Patricia Gish se quitó el abrigo, despacio, con movimientos lentos y precisos, calculados, sin dejar de mirar a los dos hombres. Lo dejó caer al suelo e hizo lo mismo con la chaqueta de su elegante traje.
Después, la blusa.
—¿Qué está haciendo? —Frunció el ceño Amador.
No le respondió. Siguieron los pantalones. Se quedó con el sujetador, las bragas y las medias, unidas a las bragas con los ligueros. La ropa interior era de encaje.
Tenía un cuerpo precioso.
Unos pechos medidos, unas piernas largas…
—¿Se ha vuelto loca? —insistió Amador.
Marcial la miraba hipnotizado.
Liberó los ligueros. Se quitó la primera media, como una vedette de El Molino. Hizo lo mismo con la segunda. Incluso Miquel la contemplaba asombrado.
Porque, si ella se quedaba desnuda, ¿dónde tenía la pistola?
—Así no va a librarse, preciosa. —Se rió el comisario—. Es un regalo, pero…
Patricia miró a Miquel.
Empezó a quitarse las bragas.
Dejó a la vista su sexo, tan pelirrojo como su pelo.
Miquel se olvidó de la visión para concentrarse en Amador.
Porque, si Marcial tenía la pistola, la primera bala de Patricia sería para él.
Patricia Gish ya sólo llevaba el sujetador.
Se llevó las manos a la espalda, en apariencia, para desabrocharlo.
Pero no lo hizo.
Cuando reapareció con ellas por delante, sujetaba el arma de Klaus Heindrich con firmeza.
La bala le alcanzó a Marcial en la boca.
En el momento en que la cabeza del esbirro estalló, Miquel ya había saltado sobre Amador.
Se vencieron sobre el suelo, a peso, forcejeando. La mano del comisario buscó su arma, sin pretender luchar. Miquel le atrapó el brazo. El policía era casi veinticinco años más joven, así que consiguió apartarlo lo justo.
Llegó a cerrar los dedos sobre la culata.
Y eso fue todo.
—¡Quieto!
El grito de Patricia fue tan tajante como la pistola apuntándole a menos de un palmo de la cara.