37

El taxi les dejó en el cruce de la avenida de la República Argentina con el viaducto de Vallcarca. Bajaron la suave pendiente de apenas cincuenta metros hasta la calle Gomis y la enfilaron hacia arriba. Se movían despacio, revestidos de cautelas. A ambos lados había casitas ajardinadas, pequeños huertos, un entorno propio de las zonas más alejadas del centro. Miquel pensó en lo cerca que estaba de aquel bosquecillo en el cual, en octubre del 48, hacía poco más de un año, Patro y él habían estado a punto de morir.

¿Se repetía la historia?

Fue como, si de repente, comprendiera lo que Patricia Gish y él estaban a punto de hacer.

Klaus Heindrich seguía siendo un criminal de guerra.

Un nazi dispuesto a todo.

Y ni mucho menos se comportaría como un cordero, ni se rendiría, ni…

—Patricia. —Jadeó un poco, porque la calle ascendía lenta pero implacablemente—. No podemos entrar ahí sin más. Bastará con ver si es él, ¿no?

—¿Y entonces qué, señor Mascarell?

Estaban solos, y lo sabían.

—No podrá quitárselos. No la dejará.

Seguían sin ver la casa, la cancela metálica con el dragón. Un único coche había pasado por la calle y, salvo una mujer limpiando una alfombra en una ventana y un hombre cavando su huerto, lo que les envolvía era el silencio y la soledad.

—¿Sabe cómo murió mi marido?

—Me dijo que fue en Dunkerque.

—Sí, pero no en la playa, donde el ejército británico quedó acorralado y fue masacrado —le reveló ella—. Mi marido fue apresado en la huida. Le torturaron durante nueve días a pesar de ser un oficial. Ni Convención de Ginebra ni nada, así que debieron de ser las SS. Ya muerto, un avión de la Luftwaffe lo dejó caer sobre las tropas, a modo de aviso. Estaba irreconocible, pero llevaba sus placas, así que le identificaron.

Miquel tragó saliva.

—Lo siento.

—No hago todo esto por venganza, señor Mascarell. —El tono de Patricia Gish era firme—. Lo hago por justicia. Esos cuadros son algo más que un tesoro para la humanidad. Representan… la vida y la muerte de muchas personas.

—Ni siquiera va armada, ¿verdad?

—No, no voy armada. Escuche. —Se detuvo un momento para que él la mirara a los ojos—: Si ese hombre es Heindrich, los cuadros han de estar con él. Según usted, no los ha vendido a ningún coleccionista; porque, de haber sido así, el asesino de Alex no habría estado buscándole. —Llegó a iluminarse con una tenue sonrisa antes de proseguir—. Sé que sin usted yo no estaría tan cerca, y se lo agradezco. Es un buen hombre. Conserva la dignidad que jamás perderá. Pero el resto es cosa mía. No puedo consentir que se exponga.

—¿Quiere meterse sola en la boca del lobo?

—Sí.

—Ellos son dos. Y además Heindrich es peligroso, no hace falta que se lo diga.

—Váyase a casa, con su mujer.

—No.

—¿Por qué? —Hubo dolor en su expresión.

—No puedo.

—Sí puede. Por favor, llevo cuatro años haciendo esto.

—No aquí, en esta España, con los que mandan ahora. Sigue necesitándome.

—La única victoria posible de las víctimas sobre los verdugos es la supervivencia —dijo despacio Patricia Gish—. Usted es esa clase de superviviente. No lo estropee ahora por nada.

—No es por nada. Además de por muchas otras razones, también es porque me gusta terminar lo que empiezo. Defecto de fabricación, supongo.

—No voy a convencerle.

—No. —Abrió los brazos—. Pero le propongo que seamos cautos.

—¿En qué sentido?

—No es nuestra última oportunidad. Ellos no van a embarcar en el Ventura hasta la noche, así que hay tiempo. ¿Qué tal si llamamos a la puerta y fingimos ser un matrimonio que busca una casa para comprar? Estudiamos el terreno y…

—¿Y qué?

—Puedo encontrar a algunas personas dispuestas. Cuando vayan al puerto esta tarde, se les asalta.

—¿Habla en serio?

—¿Por qué no?

La pelirroja se resignó.

Reanudó el paso y ascendieron un poco más por la empinada y larga calle. Cuanto más arriba, más huertecitos, más casitas con terrenos, sobre todo a la izquierda. Éstas iban de la avenida República Argentina hasta Gomis, como lenguas de tierra con apenas siete u ocho metros de anchura.

La casa de la cancela con el dragón era de las más discretas.

Una sola planta, el jardín sin cuidar, malas hierbas, el desarreglo de la provisionalidad o el aislamiento más cerrado.

—No hay timbre. —Le hizo ver Patricia.

Miquel puso una mano en la cancela. La empujó.

Abierta.

—Adelante. —La dejó pasar primero.

No trataron de esconderse. Caminaron en línea recta hacia la puerta de la casa. No se veía a nadie, ni siquiera a través de las cortinas de las ventanas. Tampoco percibieron el menor ruido.

—¿Y si ya se han ido? —vaciló ella.

—Yo más bien temo una mentira de Isidro Fontalva —consideró él.

Llegaron hasta el edificio.

Quedaba llamar a la puerta o…

—Espere —dijo Miquel.

—¿Qué pretende? —Frunció el ceño.

—Venga.

Rodearon la casa por la parte izquierda. La primera ventana, con la cortina mal corrida, les permitió ver una sala comedor relativamente espaciosa. En el suelo, cuatro maletas y un baúl, además de dos maletines pequeños, de mano. En la mesa, junto a un florero sin flores, una pistola.

Los dos la vieron.

Una Luger.

Antes de que pudieran hacer o decir nada, tuvieron que agacharse, con las espaldas pegadas a la pared y la cabeza por debajo del alféizar de la ventana. Lo último que vieron, de manera apresurada, fue a una mujer atractiva, morena, con un pañuelo en la mano y el rostro extraviado, ojos llorosos.

—María, tranquila.

—Klaus…

Las voces quedaban ahogadas, pero eran audibles, con claro acento español una, rígida y muy marcada la otra.

—No, Klaus, no. No vayas a traicionarte. Bertomeus.

—Perdona.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé —gimió ella—. Buscaba mi neceser, y de pronto…

—Lo he visto en la habitación.

—No sé dónde tengo la cabeza, es…

—En unas horas, todo habrá terminado. Estaremos a salvo. Lo habremos logrado.

—Prométemelo, por favor. —Pareció hundirse un poco más.

Les sobrevino el silencio.

Se apartaron un poco de la ventana, sin incorporarse. Volvieron a escuchar a lo lejos la voz con el marcado acento alemán de Klaus Heindrich, alias Eduardo Llagostera, alias Bertomeus Moraes, esta vez sin poder precisar sus palabras.

—Ya está —afirmó Miquel.

—Ahora váyase —le pidió Patricia.

—No, de ninguna forma. O nos vamos los dos o me quedo. ¿Qué va a hacer?

—No me arriesgaré a esperar. —Obvió su plan de asaltarles por la tarde—. Podré con ellos.

—¿Está loca? —No pudo creerlo.

—Si salen de esta casa, sé que no tendré ninguna oportunidad. Los cuadros están en ese baúl. O embarcan y se van, o los detendrá su maldito comisario para hacerlos desaparecer y que acaben en manos del coleccionista. Klaus Heindrich es un asesino, no lo olvide. Y si ella está con él…

—¡No puede entrar ahí usted sola!

—¿Dispararía usted? ¿Sería capaz de matar si tuviera un arma en la mano? —puso el dedo en la llaga Patricia.

Miquel no respondió. Trataba de pensar rápido. Empezaba a darse cuenta de lo que pretendía hacer su compañera. Bastaba con ver su fría determinación.

Primero, Klaus Heindrich.

Después… Jacinto José Rojas de Mena.

Al día siguiente se iba con el cadáver de Alex, de vuelta a casa.

—¿Ha matado a alguien? —le preguntó ella con rostro grave.

—He sido policía.

—Le pregunto si ha matado a alguien. —Su voz era un susurro, pero sonaba como un latigazo en su alma.

—Sí, una vez.

—¿Cuándo?

—El 26 de enero de 1939.

—¿Todavía en la guerra?

—Ajusticié a un fascista asesino de niñas.

Patricia Gish apoyó la nuca en la pared.

—Escuche, señor Mascarell. No queda tiempo y, si seguimos aquí hablando, acabarán por descubrirnos. Por favor…

—¿Qué es lo que pretende?

—Tengo una idea.

—¿Cuál?

—Si me ayuda, prométame que se irá después.

—Se lo prometo.

—Piense en su mujer, en usted mismo, en lo que ha pasado.

Era en lo que más pensaba, en Patro, pero también en sus ocho años y medio preso en el Valle.

Nadie se los devolvería.

—Voy a ver si hay puerta trasera —dijo la pelirroja—. Si la hay, usted va a la principal, llama, finge haberse equivocado, lo que sea. Pero distráigalos unos segundos. Para mí serán suficientes.

—¿Quiere…?

—Entrar y coger esa pistola de la mesa, sí.

Miquel sintió un sudor frío.

—Quizá pueda con ellos, pero no lo conseguirá con Rojas de Mena.

Patricia Gish sostuvo el peso de su mirada.

—Ahora. —Se puso en marcha, agachándose para llegar a la parte de atrás de la casa.

Miquel alargó la mano. Fue inútil. Lo único que atrapó fue el viento. Su compañera gateó hasta desaparecer por la esquina más alejada. Esperó cinco segundos. Ella reapareció para hacerle una seña con el pulgar hacia arriba. Y luego otra indicando que no sólo había una puerta, sino que estaba abierta.

Todas las puertas traseras que daban a jardines útiles o inútiles estaban abiertas.

Cerró los ojos, contó hasta tres, volvió a subir los párpados y, doblado sobre sí mismo, llegó por segunda vez a la puerta principal.

No miró en dirección a la calle.

Se concentró en lo que iba a hacer, nada más.

No les vio.

En el instante en que levantó el puño derecho para golpear la madera de la puerta, escuchó el chasquido a su espalda.

Volvió la cabeza.

El comisario Amador sonreía. Ni siquiera parecía asombrado. Sonreía.

La pistola, con silenciador, la llevaba el secuaz de Jacinto José Rojas de Mena.

Y le apuntaba directamente a la cabeza, con la mano extendida.