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Casi temió abrir los ojos.

Lo hizo con uno.

Patro.

Perfecto. Miquel suspiró. No había un niño o una niña en medio, separándoles. Podía hacer lo que siempre hacía, una de las maravillas de amanecer al lado de ella: acercarse, pegarse a su cuerpo y acariciarla.

Alargó la mano.

La piel desnuda reaccionó a su contacto.

Un murmullo, un primer acurrucamiento, y él desplazándose para unir su cuerpo al de ella.

Levantó un poco la cabeza, para besarle el cuello y darle los buenos días, y entonces los vio.

A los dos, Pablito y Maribel, al otro lado de la cama, mirando a Patro y ahora también a él.

—Maldita sea… —Reprimió un exabrupto y retiró la mano del cuerpo de Patro, a pesar de que bajo las sábanas y las mantas ellos no podían verla.

El cambio hizo que su mujer se moviera.

—¿Qué pasa? —musitó con la voz pastosa.

—La tita duerme desnuda —dijo Pablito.

—¡Pero bueno! —Se dispuso a saltar de la cama.

Los hijos de Lenin echaron a correr y salieron de la habitación.

—¿Por qué gritas? —Acabó de abrir los ojos Patro.

—¡Porque estaban ahí, como pasmarotes, mirándonos! —Se enfureció—. Esto ya… ¡Hoy los despacho a todos! ¡A su casa! ¡Y ese camandulero, esté como esté!

—Miquel, que te va a dar algo.

—¡Si es que ya está bien!

—Ya se han ido, ven.

—¡Me han cortado el momento!

—Un par de minutitos, va, abrázame.

Se habían dejado la puerta abierta. Podían volver a aparecer, o hacerlo Mar, aunque sólo fuera caminando por delante. Y si se levantaba para cerrarla, ya no volvería a la cama.

—Esto es de locos. —Se pasó una mano por el cabello revuelto.

—Al menos dame un beso.

Se lo dio, en plan paterno: en la frente. Tuvo que ser Patro quien le sujetase la cara con las dos manos y le estampara el suyo en los labios.

—Gruñón.

—Mira, no te pongas de su lado.

—Piensa en esos pobres niños. No creo que vivan en un piso como éste, ni que tengan más familia que sus padres. Para ellos, esto es una novedad. Su abuelo y su tita.

—Patro…

—Si te vas a pasar el resto de tu vida volviéndote agrio, me divorcio.

—¿Divorciarte? Anda que no ha de llover para que eso vuelva a España, si vuelve, porque esos malditos curas…

Se miraron y eso le bastó para calmarse lo justo. Por lo menos, para no salir dispuesto a asesinarles. Alargó la mano, comprobó la hora en su reloj y se dio cuenta de que, de todas formas, no iba sobrado de tiempo. Patricia Gish le esperaba a las nueve y media.

Fue hasta el fregadero, en pijama. Se lo quitó, orinó allí mismo, se lavó, se secó tiritando, volvió a ponérselo y regresó a la habitación para vestirse. Patro ya llevaba su bata, pero estaba sentada en la cama. Mientras él se ponía la ropa se lo dijo.

—Creo que aceptaré la propuesta de la señora Ana.

—¿Quedarte la mercería?

—Sí.

No supo qué decir, así que se limitó a soltar un lacónico:

—Bueno.

—¿Estás conforme?

—Si tú lo estás, sí.

—Puede irnos bien. Le haría cambios, la mejoraría, vendería otras cosas… Ahora, sin tantas restricciones, es el momento. Si a ella, que la cuida poco, le va bien, a nosotros podría irnos mejor.

—¿Y si estás embarazada y tenemos un niño?

—Tendría una dependienta igualmente, lo he pensado. No te veo a ti todo un día detrás de un mostrador.

Él tampoco se veía.

Pero no se lo dijo.

—No podemos seguir así. —Le hizo ver Patro—. Cuando se termine ese dinero…

—Lo sé.

—Hablaré con ella, a ver qué tal.

—¿Y cuándo lo has decidido? ¿Ha tenido que ver lo que está pasando, con esta gente en casa?

—No, no, para nada. Simplemente lo he estado pensando desde que lo hablamos el domingo. Ya hay muchos bares, uno en cada esquina, que parecemos un país de borrachos; pero una buena mercería, con todo lo necesario, no se encuentra fácilmente.

—Sabes que te apoyaré en todo lo que decidas.

—Pero no quiero que lo hagas por obligación, para tenerme contenta o protegerme, ¿estamos? Ya no soy una cría y lo único que me importa es que seamos felices.

Tantos años de crueldad, miedo, privaciones y humillaciones obligaban a abrazar esa felicidad como fuera, y defenderla con uñas y dientes.

Lo sabían bien.

—He de ir a hacer pis. —Salió de pronto corriendo ella.

Miquel caminó hasta la cocina. Era pequeña, pero con Pablito y Maribel apretados uno contra otro, la cabeza baja, y su madre detrás, con una mano en cada uno, daba la impresión de serlo todavía más.

—Señor, siento lo de los niños. —Entonó el mea culpa—. ¡Si es que no puedo con ellos! Aparecen y desaparecen como por arte de magia.

Miquel los miró a ambos torvamente.

—No soy vuestro abuelo.

—Perdone… —Intentó volver a hablar Mar.

Se encontró con la mano del dueño de la casa frente a ella.

—Y Patro no es vuestra tía —lo remachó—. En todo caso, si es mi mujer, sería tan abuela como yo, ¿estamos?

Pablito y Maribel asintieron con la cabeza.

—¿Cómo está el moribundo? —Se dirigió a Mar.

—Ha dormido toda la noche.

—Mira qué bien.

—Ha dicho que le despierte, que se va con usted, que no quiere dejarle solo, no vaya a meterse en más problemas.

—¿Meterme en MÁS problemas YO? —remarcó con estupor las dos palabras mientras se hundía el índice de la mano derecha en el pecho.

—Lo hace con buena intención.

—Mar.

—¿Sí, señor?

—Ni se te ocurra despertarle.

—Bueno.

Era un ogro. A lo peor, los dos niños tenían pesadillas con él el resto de sus vidas.

Miquel abandonó la cocina no muy convencido. Patro ya le esperaba en el recibidor, para ayudarle a ponerse el abrigo. Ni le preguntó si desayunaba en casa.

—No estés de mal humor. —Le bañó con una mirada dulce que le derritió.

—Lo siento.

—Yo también echo en falta la intimidad.

—Puede que hoy acabe todo.

—Si me dejaras ir contigo…

—Ni lo sueñes.

—Porque es peligroso.

—Porque hay cosas que es mejor hacerlas solo —la rectificó él—. Si estoy pendiente de ti, no me concentro al cien por cien en lo otro.

—Júrame que…

La abrazó para que no siguiera.

—No he de jurarte nada. Siempre tengo cuidado y pienso en ti. Además, ya sabes que caigo de pie.

—Oh, sí.

Le dio un beso fugaz.

—Si no me viene la regla tampoco hoy, iré a que me hagan la prueba.

—Te vendrá —se le ocurrió decir.

—¿Por qué estás tan seguro? —Abrió los ojos ella.

—Porque, si se resuelve este maldito embrollo como espero, en un sentido o en otro, no todo puede salir bien. Es ley de vida.

—O sea que, si no se resuelve, es que estoy preñada.

—Yo no he dicho eso.

—Anda, vete, adivino. —Le abrió la puerta—. Y come algo.

—Que sí.

Otro beso, y después, el silencio de la escalera acariciado por el roce de sus pasos, el vestíbulo, el saludo a la portera resistiendo su mirada críptica por la presencia de intrusos en la vecindad, la calle, el frío, la mañana invernal.

En el Valle de los Caídos, las mañanas de invierno eran dramáticas. A veces los sabañones impedían siquiera poder cerrar mínimamente las manos, y a los verdugos eso no les importaba. Había que coger el pico, la pala, el martillo, y golpear la piedra. Los hombres se orinaban en los dedos como única fuente de calor, igual que Lenin aquella noche en comisaría.

Sí, lo de la mercería estaría bien.

La sola idea de que él muriese y ella pudiera volver, por necesidad, a su antiguo «trabajo»…

No, ya no. Antes se mataría. Patro no era la misma.

El amor era capaz de redimirlo todo.

—Cuando saliste del Valle, no tenías nada por lo que luchar. Ahora tienes tanto que perder… —Habló en voz alta, como era su costumbre.

Estuvo tentado de no entrar en el bar de Ramón y pasar de largo. Pero la otra opción era no desayunar o hacerlo en cualquier sitio. Con la cabeza metida en el caso, Ramón no era la mejor de las ayudas.

En el fondo se parecía a Lenin.

Estaba rodeado de unos y otros.

Cruzó el umbral, recibió el calor y los aromas propios del bar y, antes de dar tres pasos, ya se encontró con su característico y feliz recibimiento.

—¡Hombre, maestro, buenos días!

Como si hiciera un mes que no le veía.