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Patricia Gish se acodó en la mesa. Cuando lograba superar el efecto de la muerte de Alex, aunque fuera por unos segundos, brillaba en ella el destello de su personalidad y la fuerza de su carácter. Se trataba de una mujer culta, preparada, viajera, que había confiado su vida a una causa. En una España sin ellas, era un símbolo y un ejemplo.

Al otro lado de las fronteras, el mundo sí iba en serio.

O lo intentaba.

Miquel se sintió embrujado por su presencia.

—Como le he dicho, Alex y yo llevábamos cuatro años juntos, desde el final de la guerra —comenzó su relato—. Él ya formaba parte de los Monuments Men, y por amor, para estar juntos, me afilié a su ideal. Tenía la ventaja de vivir sola y no depender de nadie: mis padres habían muerto en un bombardeo en Londres hacia el final de la guerra. Hablaba idiomas y me gustaba viajar e investigar en torno al legado de los nazis, sus barbaridades y asesinatos. Una manera como otra de sentirme viva, capaz de hacer algo positivo tras los años de amargura. De esta forma, Alex y yo empezamos a viajar por media Europa. Así fue como encontramos parte del legado de la humanidad en sitios insospechados, desde casas normales y corrientes, con obras a la vista, hasta despachos, sótanos, cajas fuertes o pasadizos subterráneos y minas. En estos últimos casos, hablamos de miles de obras que podían estar allí ocultas. Miles, ¿entiende? Hitler estaba loco, eso ya se sabe ahora, pero pocos hablan de su locura por el arte. Quería tener esos cuadros, regocijarse con ellos. Y no carecía de gusto, al contrario. Sus listados y catálogos, como el de Alex, eran famosos, y sus acólitos ponían de su parte todo lo necesario para complacerle. Naturalmente, esto acabó con el final de la guerra en 1945 y los recientes juicios de Nuremberg. Con la desbandada, las hormigas huyeron del hormiguero, y necesitamos más paciencia y medios para ir encontrando esas obras de arte, a veces siguiendo rastros e indicios muy pequeños.

—¿Cuántos Monuments Men hay ahora?

—Somos unas trescientas cincuenta personas.

—Una labor ingente.

—Somos buenos. —Le guiñó un ojo cómplice—. A Klaus Heindrich le seguimos el rastro hasta España. Luego… nada, desapareció. Podría estar en cualquier parte. Cruzó los Pirineos y ésa fue nuestra última pista. Creíamos que le habíamos perdido, estábamos desesperados, porque sabíamos que tenía en su poder piezas muy valiosas. Le dimos por perdido y, de pronto, cometió un error.

—¿Un nazi cometiendo un error? —pareció burlarse Miquel.

—El más estúpido e infantil, ¿puede creérselo? —Patricia Gish abrió las manos con las palmas hacia arriba, los ojos brillantes—. Se puso en contacto con su madre.

—Un buen hijo.

—¡Y tanto! —expresó vehemente—. Nosotros la teníamos vigilada de cerca. Toda una dama, alta burguesía bávara. De entre lo poco o mucho que conocíamos de Heindrich, según se mire, sabíamos de su devoción por ella. ¡La adora! Era nuestra última esperanza de dar con él y funcionó. Klaus le envió una carta desde Barcelona.

—Y la interceptaron.

—Antes de que la leyera ella, desde luego. De hecho examinábamos todo su correo, hasta los recibos, por si dentro, enmascarado, había algún mensaje. Abrimos aquel sobre con un remitente español y quedamos asombrados. Le decía que pronto se reunirían de nuevo, que tuviera paciencia. Hablaba de los «amigos» de Curitiba, en Brasil, donde se han refugiado un sinfín de nazis en estos años, y de «su tesoro», en clara alusión a los cuadros. En la carta hacía referencia al deseo de llevárselos, pero también decía que, en caso de no ser posible, tal vez, y con gran dolor, tuviera que venderlo todo a algún coleccionista. Con más razón y debido a ese comentario, Alex visitó a los posibles compradores en Barcelona. Por último, al final de la carta, daba los nombres: que un falsificador llamado Félix Centells iba a prepararle documentos falsos y que embarcaban en el Ventura el jueves por la noche para salir al amanecer del viernes 9 de diciembre.

—Alexander hizo algunas anotaciones a mano en sus papeles —dijo Miquel—. Ahí aparecía el nombre de Centells y el de Rojas de Mena, además de lo del Ventura, que al ser un nombre muy catalán, interpreté que era el de una persona.

—Queda algo más —finalizó su relato Patricia Gish—. El remite, como le he dicho, era español: Eduardo Llagostera. Pero, en la firma de la carta, Klaus se despedía diciendo: «Tu nuevo hijo, Bertomeus Moraes».

—El nombre de su nuevo pasaporte.

—Sí.

—Todo encaja, finalmente —convino él.

—Alex se vino a Barcelona de inmediato, pero yo no pude seguirle sin terminar antes unos asuntos. Él era muy minucioso, muy profesional e intuitivo. Siempre estuvo seguro de que Heindrich sacaría sus pinturas por mar. En un vuelo se arriesgaba demasiado, y por carretera, ¿hacia adónde? ¿Portugal? No, el destino tenía que ser algún país de América Latina.

—¿Cómo pudo imaginar que un coleccionista de arte fuera alguien legal? —dijo Miquel—. La mayoría de ellos son obsesivos, capaces de cualquier cosa por una pieza para su colección.

—Usted dice que contactó con dos, y que uno sí era legal.

—Imagino que Klaus Heindrich ha jugado desde el primer momento con el hecho de que esos cuadros no eran muy grandes. He visto sus medidas en el catálogo. Todos son pequeños.

—Por eso ha podido moverlos en estos últimos años. Telas, sin marcos. Basta un doble fondo en una maleta o un baúl. Abultan poco. Fue lo bastante listo como para llevarse los más transportables y renunciar a otros.

—Si no hubiera sido por esa carta…

—Heindrich estaría en paradero desconocido, y nunca habríamos sabido qué fue de él ni de las pinturas. Tuvimos suerte.

—No, no es suerte. Si vigilaban a su madre, tuvieron su justo premio.

No dijo que Alexander Peyton Cross había muerto por ese «premio».

Anochecía rápido. El Zurich se iba vaciando de quienes habían ido a pasar la tarde, calentitos, a la espera de los que preferían la noche. Las luces navideñas comenzaban a brillar. En alguna parte se escuchaba el sonido de una zambomba movida por un vendedor callejero.

—Señor Mascarell…

—¿Sí? —Salió de su leve ensimismamiento.

—Imagínese que encontramos a Heindrich —repuso ella—. No nos dará los cuadros, claro. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por miedo? No tenemos ninguna autoridad. Hace un momento usted ha dicho: «Si damos con ellos antes de que suban a ese barco o de que los encuentre Rojas de Mena, podemos ocultar los cuadros y ver la forma de que usted se los lleve a Inglaterra para devolvérselos a sus legítimos dueños». Pero ¿cómo hacemos eso?

—Supongo que lo he dicho sin pensar —reconoció frustrado—. ¿Qué suelen hacer ustedes cuando encuentran obras de arte robadas?

—Es que sería la primera vez que eso se produciría en España. No tengo clara cuál es aquí la legislación vigente. Alex tampoco me habló de eso.

Miquel lo meditó.

—Podemos denunciarlo para impedir que huya, y después, a pesar de que imagino que será muy largo y complicado por el tema burocrático, que los dueños de los cuadros, el gobierno inglés o quien tenga algún tipo de autoridad sobre el caso formule la correspondiente reclamación.

—Imagine que se los robamos.

—No sé lo que haría el nazi, pero entonces tendríamos a Rojas de Mena y a Amador tras nuestros pasos. Y, en un caso como en otro, están los restantes implicados: Félix Centells, su hijo, su nieto, y el señor Soto. Amador los matará a todos.

—¿Un callejón sin salida? —dijo ella con tristeza.

—Primero metámonos en ese callejón. Luego, ya veremos si tiene salida. A veces basta con una puerta lateral o una ventana.

Patricia Gish miró de nuevo la hora.

Ya no le quedaba ni una gota de café en la taza.

—He de volver al hotel —reconoció—. No sabe el papeleo que representa llevarse un cadáver a otro país. Y según ese policía, el comisario, lo ha agilizado todo al máximo.

—Lo creo. Le interesa que nadie examine el cuerpo. Me apuesto lo que sea a que, además de los cortes en las muñecas, hay alguna clase de golpe en la cabeza o incluso el pinchazo de una aguja hipodérmica.

La pelirroja hundió sus ojos en la mesa, que era tanto como decir en ninguna parte. Los mantuvo así unos segundos. Luego se fijó en las manos de Miquel.

—Está casado —musitó.

—Sí.

—¿Mucho tiempo?

—No, apenas unos meses. Mi primera mujer murió nada más terminar la guerra.

—Es usted un hombre extraño.

—¿Ah, sí?

—Sigue siendo policía.

—Imagino que se lleva en la sangre.

Patricia Gish tomó su abrigo y se puso en pie. Sacó un puñado de pesetas del bolsillo y lo dejó en la mesa. Miquel fue a decirle que no, que pagaba él, pero ella no le hizo caso. Ni siquiera esperó a que llegara el camarero, ni un posible cambio. Tampoco le dio tiempo a él para decirle que seguían el mismo camino, por lo menos hasta el Ritz.

De todas formas, no convenía tentar a la suerte.

Si les veían juntos…

Bastante se arriesgarían al día siguiente.

—¿A qué hora mañana? —inició la despedida la mujer.

—¿Temprano?

—Tengo que ver al cónsul a las nueve. ¿Quedamos a las nueve y media, en mi hotel?

—Vivo cerca. Pasaré a por usted. Pero esté ya en la puerta. No quiero que me vean de nuevo por el interior.

Patricia Gish le tendió la mano.

—Gracias por todo, señor Mascarell.

Había perdido a su novio. Había perdido a su amor. Había perdido parte de su vida.

Aunque fuese joven y tuviera mucho por delante.

—No me las dé.

—A Alex le habría encantado conocerle.

—Y a mí conocerle a él.

Dejaron de estrecharse la mano. La de Miquel cayó a plomo. La de Patricia Gish flotó en el aire. Luego se puso el abrigo y se abrochó el cinturón.

—Hasta mañana —se despidió.

—Descanse.

Era una simple palabra, pero a ella debió de antojársele un mundo. Reapareció la tristeza en los ojos, el dolor en la expresión, el abatimiento en el cuerpo.

Mientras caminaba hacia la puerta, ningún hombre dejó de mirarla.

Desapareció en la noche, igual que una ilusión.