Patricia Gish llegó diez minutos después que él. Sentado en una de las mesas interiores del popular café, epicentro de viajeros y visitantes de Barcelona, que en invierno quedaban allí para no hacerlo en medio de la plaza, la vio aparecer por la puerta envuelta en un halo de irrealidad. Su mata de pelo rojo brillaba como una bandera y contrastaba con su piel blanca, nacarada, pura. Los ojos, transparentes, de un gris profundo, le comunicaron, nada más verle y darse cuenta de que era él, un extraño calor y bondad. Era una mujer hermosa, diferente en todo; por eso nadie dejó de mirarla, fijamente o de reojo, mientras avanzaba por entre las mesas y Miquel se ponía en pie. Le calculó unos treinta y seis o treinta y siete años. Su ropa tampoco era usual, porque llevaba pantalones al estilo de Marlene Dietrich.
—¿Señorita Gish?
Le estrechó la mano. De cerca impactaba aún más. Ahora podía asomarse al fondo de sus pupilas y ver en ellas la humedad reciente de sus ojos. Una pátina de dolor sembraba su rostro de cenizas y confería a los labios un sesgo de tristeza.
Ella le estudió con igual atención.
—¿Cómo se llama? —quiso saber.
—Miquel Mascarell.
—Ya no sé a quién creer, señor. ¿Puede…?
—Sí, claro. —Se sacó la cartera y le mostró el reciente Documento Nacional de Identidad.
—Lo siento —reconoció la novia de Alexander Peyton Cross.
Seguían de pie. Se quitó el abrigo y entonces ella cogió la silla y la ocupó, depositándolo en su regazo. Vestía un traje chaqueta impecable. El cabello, rizado, se le extendía por encima de los hombros. Miquel recordó haber leído en alguna parte que, mientras las personas morenas tienen unos ciento cuarenta mil pelos en la cabeza, las pelirrojas sólo llegaban a los noventa mil, aunque, por contra, fueran más espesos y la sensación de abundancia más notoria.
—¿Quiere tomar algo? —Se ofreció al ver que el camarero se aproximaba.
—Un café, si hay.
—¿Tienen café? —preguntó Miquel al muchacho.
—Sí, sí señor, claro. —Pareció extrañarse por la pregunta, como si jamás hubiese habido racionamiento o escasez.
Se quedaron solos y sostuvieron sus miradas. Inquieta e insegura la de él. Decidida y firme la de ella. No daba la impresión de ser una mujer frágil. Destilaba carácter.
Una mujer de mundo.
Tenía un claro acento inglés, pero hablaba muy correctamente el español.
—¿Qué sabe de todo esto, de la muerte de Alex, de los cuadros…?
—¿No prefiere que empiece por mí?
—De acuerdo, ¿quién es usted?
—Fui policía en la República. Al acabar la guerra me condenaron a muerte, conmutaron la pena, pasé ocho años y medio preso y después, por un azar que no viene al caso, me indultaron. —Hizo una pausa—. Con esto sólo quiero decirle que soy una persona poco recomendable para las autoridades franquistas.
—Lo imagino.
—Estoy en este lío de casualidad, como suelen suceder a veces las cosas. ¿Cree en el destino, señorita Gish?
—No.
—Pues el destino me ha metido a mí en esto, y quizá, con suerte, evitemos lo peor.
—¿Y qué es lo peor?
—Que esos cuadros salgan de España en poder de un nazi o acaben en el sótano de un coleccionista privado para siempre. Algo que imagino es lo que menos desea, después del precio que pagó el señor Peyton por ello.
Mencionarle a su novio muerto le hizo endurecer la mirada.
—Dice que está en esto por casualidad. Quiero saber el cómo y el porqué.
—Por un conocido… un amigo.
—Todavía me estoy preguntando qué hago aquí y si no debería levantarme e irme. —Se impacientó—. ¿No podría ser más explícito? Me ha dicho por teléfono que Alex no se suicidó, que no confíe en la policía, que tiene la cartera y el catálogo, que Klaus Heindrich embarcará…
Se lo contó todo.
Desde el comienzo, honestamente, sin quitar nada, con nombres y datos. Todo hasta su último paso, unos minutos antes, tratando de localizar a Isidro Fontalva, el único que podía saber el escondite de aquella mujer y su novio, el presunto Klaus Heindrich. Y le contó también por qué él, a sus sesenta y cinco años, en lugar de estar en casa tranquilo con Patro, se jugaba la vida por nada.
Por unos cuadros.
Por dignidad.
Cuando terminó su relato, Patricia Gish ya se había bebido el café y pedido otro.
Una estatua en un museo no habría estado más rígida.
Entonces dejó caer los hombros y se vino abajo parcialmente.
—Dios… —Suspiró.
—Siento su pérdida —dijo él.
—Perdone.
—¿Por qué?
—No sabía…
—Lo entiendo. No se preocupe.
—Gracias.
—No me las dé. He seguido un impulso, mi instinto… Como quiera llamarlo. Ni siquiera he conseguido resolver gran cosa.
—A mí me resulta asombroso todo lo que ha hecho.
Miquel apuró el último sorbo del vaso de agua. Contar una historia en voz alta siempre le ayudaba a pensar, a ver flecos, reflexionar sobre determinados aspectos que, al escuchar su voz, se le hacían más claros. En ese instante, por contra, sólo sentía cansancio.
Mirando a Patricia Gish pensó en Patro.
Tan distintas y, en el fondo, tan iguales.
¿Qué haría Patro si él muriera?
—Habla usted muy bien español. —Quiso romper aquel inesperado silencio.
—Y alemán, francés, italiano, un poco de polaco, algo de húngaro, checoslovaco… —La pelirroja no pareció darle importancia. Su obsesión era evidente—. ¿Qué podemos hacer ahora, señor Mascarell?
—Usted es extranjera, y yo una persona amenazada. Puedo volver a la cárcel o ser fusilado en cualquier momento. El asesino de su novio trabaja para ese coleccionista de arte llamado Jacinto José Rojas de Mena, que a su vez es amigo del comisario Amador, el mismo que le ha dicho a usted que Alexander se suicidó.
—Le insistí en que eso era absurdo, y me contestó que la policía española es la mejor del mundo y no se equivoca.
—El poder y la ley, de la mano. Eso deja pocas opciones.
—Hace un momento me ha dicho que el destino le había metido en esto y que quizá, con un poco de suerte, pudiéramos evitar lo peor, que los cuadros salieran de su país.
—El problema es que luchamos en dos frentes. Por un lado, Heindrich y los cuadros. Por el otro, Rojas de Mena y Amador. —Miquel buscó la forma de ser positivo, sin encontrarla—. Esto es una dictadura férrea e implacable, no lo olvide. Sea como sea…
—Sea como sea… —Lo invitó a seguir.
—Sí tenemos alguna opción —reconoció.
—¿Cuál?
—Dar con Heindrich. Si encuentro al contacto de su novia, le localizaré a él.
—Y si no es así, subirán a ese barco y se perderán para siempre.
—Depende de Amador y de lo que sepa Rojas de Mena. Van tras la pista de Heindrich, y tienen más medios que yo. Si le pillan antes, adiós. Le mentirán y jamás encontrará esos cuadros.
Patricia Gish se dejó caer hacia atrás. Apuró el segundo café y volvió la cabeza para localizar al camarero y pedirle otro. Debía de alimentarse con ellos, para seguir despierta, viva, en tensión, mientras el cuerpo de su novio esperaba en el depósito la hora de volver a casa.
Sintonizaron sus pensamientos.
—Alex estaba tan feliz… —reconoció con suavidad—. Por ese motivo adelantó el viaje, solo, para evitar que Heindrich escapara. Quedamos en vernos aquí.
—¿Cuánto llevaban juntos?
—Cuatro años. Íbamos a casarnos al acabar esto.
El gris de sus ojos estuvo a punto de naufragar.
Se contuvo.
Esta vez sí logró que el camarero la viera y asintiera al indicarle ella su taza vacía.
—Alex siempre fue demasiado inocente —admitió de pronto.
—¿En qué sentido?
—A veces era como un niño grande, lleno de ilusiones, esperanzas. Como si la guerra se hubiera llevado todo lo malo y realmente el mundo entero empezara de nuevo.
—Una utopía.
—Él decía que era un utópico posibilista. —Sonrió con dulzura.
—Su error fue ir a ver a esos coleccionistas españoles para preguntarles si Heindrich les había ofrecido los cuadros. Uno era lo bastante ambicioso como para ver la oportunidad. Rojas de Mena puso en marcha su poder para hacerse con esas pinturas.
—Tenemos controlados a la mayoría de esos coleccionistas por toda Europa —dijo ella—. Es parte de la rutina. Los nazis que siguen escondidos y que tienen en su poder objetos de arte, o que saben dónde están ocultos, no siempre pueden moverlos. Hay piezas demasiado grandes. Por eso, mientras intentaba localizar a Heindrich, Alex siguió el procedimiento habitual. Lo malo es que tal vez habló de más, o quizá le dio a Rojas de Mena algún indicio. Una vez descubierto el pastel, se lo quitaron de en medio.
—Cuando el secuaz de Rojas de Mena vio que Alexander no tenía la cartera, y encima le llamó alguien después ofreciéndosela, comprendió que algo inesperado se les escapaba.
—¿Dónde la tiene, señor Mascarell?
—En mi casa. Sé que ya es inútil para la investigación, pero comprendo su valor. Podemos pasar a recogerla ahora mismo si quiere.
Miró su reloj.
—Mañana —dijo.
—Bien.
—Me gustaría acompañarlo.
—Puede ser peligroso.
—Por favor. He lidiado con auténticas bestias. No me asusta el riesgo.
—De acuerdo —convino Miquel.
—¿Por qué cree que un comisario de policía ayuda a ese hombre? —preguntó de pronto ella.
—Puede ser por dinero, aunque no lo creo. Amador es un fanático. Tal vez tenga aspiraciones políticas, en cuyo caso la amistad y la fortuna de Rojas de Mena sí le vendrán muy bien.
—Usted le tiene miedo a ese hombre, ¿verdad?
—La última vez me dijo que la próxima sería la última.
—Eso es muy duro.
—Lo sé.
—¿Podemos acudir a otras instancias policiales?
—No lo sé. —Hizo un gesto impreciso—. Éste es un país nuevo para mí, y yo siempre seré un ex policía republicano bajo sospecha, inexplicablemente indultado por la «generosidad» del Generalísimo. —Quiso aclarárselo y añadió—: En 1947 alguien también poderoso pensó utilizarme como cabeza de turco en una especie de complot. Por suerte, salí bien librado.
—¿Y si yo denuncio los hechos, hablo del barco, de Heindrich…?
—Se arriesga. Y no puede denunciar a Amador sin pruebas. También hay más personas implicadas que no merecen morir o acabar en la cárcel, como los Centells o el tal Soto de la comandancia. Heindrich es un asesino, pero ellos lo ignoran. Deben de pensar que es uno de tantos republicanos que buscan la libertad al otro lado del Atlántico. Por eso fue esa presunta novia la que se ocupó de todo. A él nadie le ha visto. Si damos con ellos antes de que suban a ese barco o de que los encuentre Rojas de Mena, podemos ocultar los cuadros y ver la forma de que usted se los lleve a Inglaterra para devolvérselos a sus legítimos dueños.
—Seguro que fue un buen policía —admitió ella con una sincera sonrisa.
—Supongo que sí —asintió Miquel—. Y ahora…
—¿Sí?
—Creo que es el momento de que yo le haga unas preguntas a usted, si dispone todavía de unos minutos.
La tercera taza de café aterrizó en la mesa. El camarero casi rozó con la mano la cabellera de Patricia Gish, como si pensara que era irreal. Se alejó moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué quiere saber? —se interesó la novia de Alexander Peyton Cross.
—¿Cómo dieron con la pista de Klaus Heindrich en España y cómo sabía Alex todos esos datos acerca del barco o de Félix Centells?