Era la tercera vez que estaba allí, y la enfermera cuadrada daba la impresión de formar parte del mobiliario. Más aún, no se veía ninguna otra en las inmediaciones, como si allí, en el sector de los despojos, no hicieran falta. Cuando le vio acercarse hasta detenerse al otro lado del mostrador de su pequeño baluarte, le observó con atención y un cierto hastío, tal vez preguntándose si de verdad era policía.
—¿Otra vez usted? —Frunció el ceño.
—Ya ve. La ley no descansa nunca, y ése de ahí —señaló la habitación de Saturnino Galán con la cabeza— miente más que habla.
—Lo que sea, pero llegó aquí solo y de pronto…
—¿No está solo? —Se extrañó Miquel.
—Su hermana no se ha separado de su lado.
Hizo un esfuerzo para no delatarse, arquear las cejas o desencajar la mandíbula. Aguantó el tipo y, antes de reemprender la marcha, se limitó a decir:
—Es usted una santa.
—Espero que en el cielo no me hagan trabajar de enfermera —le soltó.
Miquel se acercó a la habitación con el paso discreto, sin hacer ruido. Los tres enfermos que compartían espacio con Satur estaban solos, miradas extraviadas, respiraciones fatigosas. Su objetivo, en cambio, tenía la cortinita de separación echada.
Metió la cabeza por el hueco.
Consue estaba masturbándole con la mano, por debajo de las sábanas, mientras le lamía la cara con su enorme y sonrosada lengua.
Saturnino, en el paraíso.
—¿Todo bien? —Fue lo único que se le ocurrió decir al recién llegado.
El enfermo pegó un respingo, abrió los ojos y miró en su dirección.
—¡Hostias, inspector, que me ha cortado, hombre!
—¿Todavía no se ha corrido? —le preguntó Miquel a Consue, que había dejado de mover la mano.
—¿Éste? —Soltó un exabrupto—. ¡No para! ¡Parece tener una fábrica de semen ahí abajo, es incansable!
—Es por la falta de uso —se excusó Saturnino sin bajar de su disgusto—. ¿Qué quiere ahora?
Miquel no le hizo caso.
Siguió hablando con la prostituta.
—¿Cómo sigues aquí?
—Ya ve. —Se puso en pie y pasó la mano por la sábana como si fuera una toalla—. Resulta que tiene unos ahorrillos y después del servicio de ayer, como quedó tan satisfecho, me los va a dejar todos si me quedo hasta que la palme.
—Virgen santa. —Miquel hundió la mirada en el moribundo.
—Pues sí —suspiró dudosa Consue—, porque con cada orgasmo parece estar mejor. Igual soy milagrosa, oiga.
—¡Eh, que estoy aquí! —protestó Saturnino.
—¿Quieres dejarnos solos? —le pidió el recién llegado a ella.
Consue se retiró.
—¡No te vayas muy lejos! —rezongó Saturnino.
—Aprovecharé para hacer pis, amor.
Se quedaron solos. Miquel se acercó a la cama, donde el enfermo, desde luego, tenía mucho mejor aspecto que la primera vez.
—Oiga, gracias. —Rompió el momentáneo silencio—. Nunca se lo agradeceré bastante, inspector. ¡Qué mujer!
—Creo que me la voy a llevar —le amenazó.
—¡Ni se le ocurra! ¡Eso sí sería maldad, no fastidie! —Se alarmó, casi queriendo incorporarse.
—¿Por qué me engañaste?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—¡Le dije lo que sabía, que me caiga muerto aquí mismo si le mentí! —Se dio cuenta de lo que acababa de decir y miró los aparatos a los que estaba conectado.
—¿Matan a Wenceslao y no piensas que puedan dar contigo?
—Se lo dije. Me importa una mierda. —Pareció a punto de echarse a llorar, abatido por el inevitable fin de sus días—. ¿Sabe lo que es estar aquí? Pasa un médico cada dos días y ni te mira. Lo único que hacen es preguntar: «¿Ése todavía aguanta?». Las enfermeras, lo mismo. Esto es una antesala del infierno. Por mí… ¡a la mierda con todo! Se lo repito, ¡a la mierda! Que venga Consue, va.
—A Consue me la voy a llevar.
—¡No joda, hombre!
—¡Cállate, pesado! ¡No grites! —dijo uno de los otros tres enfermos.
—Que te has pasado toda la noche gimiendo, carajo —protestó otro.
—¡A que os desconecto cuando se vaya éste! —les amenazó Saturnino.
Miquel comprendió que el tema se le estaba yendo de las manos. Se acercó a su interlocutor.
—Baja la voz, ¿quieres?
—¿Se va a llevar a Consue?
—Depende de ti.
—¿Qué quiere ahora?
—Encontrar a alguien.
—Y dale. ¿Qué se cree, que yo lo sé todo?
—Esto sí.
—¿Quién es?
—La mujer que quería un pasaporte para ella y para su novio.
—¿Ésa?
—Ésa, sí. ¿Por qué no me hablaste de ella?
—Coño, porque no preguntó —dijo con una lógica aplastante.
—Pues ahora sí lo hago. ¿Quién es y cómo fue todo?
—Cagüen… —Resopló—. Una tal María Fernanda Nosequé, guapa, pedazo de señora. Y recuerdo el nombre porque una tía mía se llama igual, que si no…
—Satur, al grano. ¿De dónde salió?
—Hizo preguntas aquí y allá, por el barrio. Ya sabe cómo son esas cosas. Cautelosa, que si alguien conocía esto y aquello, que si lo de más allá… Les faltó tiempo para venir a contármelo. Yo siempre tengo oídos sueltos por todas partes. Les digo que escuchen y, según lo que sea, que me llamen.
—¿Quién fue el intermediario?
—Un tal Isidro Fontalva. Que si papeles, que si salir de España… Parecía muy desesperada. Esas cosas se mueven con discreción, pero ella… En fin, que sí, que quedamos. Se echó a llorar diciendo que les matarían, a ella y a su novio… Hice mi parte y adiós. Wenceslao puso el geranio en la ventana. El resto…
—¿Sabes dónde vive?
—¿La señora? No.
—¿Dónde encuentro a Isidro Fontalva?
—Frecuenta una tasca en el Born, La Cala, por el lado de la estación de Francia.
—¿Nada más?
—Pues no.
—¿Y en La Cala sabrán dónde vive?
—No sé, vaya y pregunte… —Se puso la mano que no tenía el gota a gota bajo la sábana y se tocó—. Joder, oiga, menudo bajón. Suerte que ésa tiene mano de santo. Ya está, ¿no?
—Como tenga que volver…
—¡Y yo qué quiere que le diga, si no hizo las preguntas adecuadas! ¡Hágala volver, va, que usted se queda en esta mierda de mundo pero yo me voy!
Miquel se resignó.
—¿Seguro que te estás muriendo?
—Si no me mata lo que tengo, lo hará ella, así que…
Tuvo ganas de reír.
En el fondo, había cierta dignidad en él.
—Que tengas un buen viaje, Saturnino —le deseó.
—Le diré al diablo que le espere, porque usted, al cielo, tampoco va.
Miquel llegó a la puerta.
—Pasa, Consue.
La mujer se detuvo a su lado.
—No crea, que me lo gano, ¿eh? Es insaciable. Tetas, coño, paja, tetas, coño, paja… Y le quedan pocos dientes, pero sabe emplearlos. Se le coge cariño.
—¿Sabes si alguien ha dicho algo de su estado? —Bajó la voz.
—Dos, tres días… Vaya usted a saber. A este paso…
—Si aparece alguien preguntando por él…
—Yo callada, descuide.
—Suerte.
Consue se encogió de hombros y acabó de meterse dentro de la habitación. Llegó junto a la cama del enfermo.
—¿Dónde está esa cosita milagrosa que crece y crece y crece? —cantó como una niña.
Miquel echó a andar con una sonrisa en los labios. A pesar de todo. Una sonrisa en la que se escondían muchas cosas. Sentimientos contrapuestos. La diferencia entre estar del lado de la ley antes de la guerra y no tener ley en la posguerra era abismal. De pronto, ya no había buenos ni malos en su mundo, sino personas que sobrevivían como podían. El fascismo era una hidra omnívora capaz de devorarlo todo.
Pasó junto a la enfermera, la saludó con una inclinación de cabeza, llegó a la calle y comprobó la hora. Tenía tiempo suficiente para intentar encontrar a Isidro Fontalva antes de reunirse con Patricia Gish. Pero debía darse prisa.
Mientras viajaba en taxi hasta el Born, se imaginó a Saturnino Galán y a Consue, con los otros tres moribundos compartiendo habitación y gemidos. A lo mejor también tenían ahorros y Consue se hacía de oro.
El bar La Cala era un antro. No llegaba ni siquiera a bar. Como mucho, tasca, tascorro, agujero lleno de humo con olor a vino fuerte y peleón pegado a las paredes. El personal era ruidoso. Discusiones a gritos, partidas de dominó o de cartas, vapores etílicos enturbiando algunas miradas… Se acercó a la barra, donde un hombre bajo y enjuto, sin afeitar, servía lo que le pedían. Se lo quedó mirando con ojos dudosos.
—¿Está Isidro? —le preguntó él.
—¿Isidro? ¿Qué Isidro? —Se tomó su tiempo para evaluarle mejor.
—Isidro Fontalva. —Y agregó—: Me envía Satur.
—No conozco a ningún…
No le dejó terminar.
—Vamos, hombre. Satur se está muriendo en el hospital de San Pablo. Tengo un recado urgente para Isidro. ¿Tengo pinta de poli o algo así?
—¿El Satur está mal?
—Ya le digo: en las últimas.
—Siempre caen los mejores —se resignó el hombre.
Miquel nunca hubiera tildado de «mejor» a Saturnino, pero puso cara de circunstancias.
—Salga a la derecha —dijo el bodeguero—. Cien metros. La casa de los agujeros de bala y metralla que verá a la izquierda.
—Gracias.
—¿En San Pablo?
—Si quiere ir a verle…
—No, no. —Se estremeció y tocó la madera del mostrador con el índice y el anular de la mano derecha.
Miquel caminó los cien metros. La casa ametrallada estaba donde le había dicho su último interlocutor. Era baja, así que no tuvo que preguntar nada. Llamó a la puerta y esperó. La mujer que le abrió tendría unos cincuenta años y se secaba las manos con el delantal. Al fondo vio un patio lleno de ropa tendida. La primera mirada al verle fue de recelo.
—¿Qué quiere?
—Buenas tardes. —Fue educado—. ¿Está Isidro?
—No.
—Es urgente, necesito…
—¿Usted necesita? —le soltó con ira mientras empequeñecía los ojos—. ¡Mire, oiga, llevo dos días sin verle el pelo!, ¿sabe? A ver, ¿qué quiere que le diga?
—¿Desaparece a menudo? —se inquietó.
—¿Y a usted qué le importa?
—Responda, ¿lo hace? —Fue paciente pero con un deje de autoridad.
—¿Está de broma? ¡Cada dos por tres! El día que se me harte el moño… ¿Y usted quién es?
—Su amigo Saturnino se está muriendo. Le traía un recado.
—¿El Satur? —Le cambió la cara un poco, aunque su nueva expresión no fue de pena—. ¡Vaya otro! ¡No seré yo quien le llore!
Campo minado.
Inútil.
—Volveré mañana —se resignó.
—No corra —le previno—, porque cuando vuelve suele estar borracho y entonces se pasa dos días durmiendo la mona. Eso si no está en la cárcel, santo Dios bendito. —Se santiguó con frenesí.
—Buenas tardes. —Inclinó la cabeza, educado.
La puerta se cerró con estrépito.
Caminó irritado, sin escoger un rumbo. Saturnino, Wenceslao, Isidro Fontalva…
Le quedaba sólo un día antes de que Heindrich se largara o Rojas de Mena actuara de una forma u otra.
Ahora sí tenía el tiempo justo para llegar al Zurich. Buscó un taxi y tardó en encontrarlo, porque por las estrechas calles de la zona apenas si había tráfico. Cuando se subió a él, fue apremiante:
—Al Zurich, en Pelayo con la plaza de Cataluña, por favor. Y tengo prisa.
El taxista se volvió para mirarle.
—¿Usted también, abuelo? —Se le ocurrió decir.