29

Algo no encajaba.

El secuaz de Rojas de Mena había llegado hasta Wenceslao, y luego… ¿nada?

¿O es que Amador había atado ya los cabos sueltos? Soto en comandancia, un nazi tratando de escapar…

No tenía más que esperar al jueves por la noche y detener a los fugitivos.

Sólo que entonces, como decía Martín, los cuadros saldrían a la luz pública, y si de lo que se trataba era de que se los quedara Rojas de Mena…

Dudas y preguntas.

Como siempre.

Tenía que volver al hospital, para apretarle las tuercas a Saturnino Galán… si seguía vivo y Consue no había acabado con él la noche anterior.

Qué locura.

Se metió en un taxi y temió que el conductor le notara la guerra mental, los fuegos artificiales de su cabeza. Siempre que estaba cerca del final de una investigación, cuando le quedaban pocas piezas para cerrar un caso, le sobrevenía un punto de taquicardia que conseguía controlar. Lamentablemente, en todo aquello, lo que menos parecía era estar cerca del final.

Había algo, un muro, una pared, que le impedía llegar al desenlace.

Pero ¿qué?

Bajó en la entrada del hospital de San Pablo. Primero buscó un teléfono público. Lo encontró después de caminar unos cincuenta metros. Era un bar pequeño, lleno por la hora, con gente comiendo en las mesas y hablando en voz alta, la mayoría obreros de unas construcciones cercanas. El humo de los cigarrillos era espeso y, antes de pedir las fichas y llegar al teléfono, ya se puso a toser.

Nuevo intento.

—Hotel Ritz, ¿dígame?

—Con la habitación de la señorita Patricia Gish, por favor.

Nueva espera.

El teléfono se descolgó al segundo zumbido.

Se le tensaron todos los músculos.

—¿Diga?

—¿Señorita Gish?

—Sí, soy yo, ¿quién es?

Hablaba bien el español. Con apenas un ligero acento. Su voz era agradable, dulce incluso. Miquel intentó parecer tranquilo, pero también convincente.

Patricia Gish acababa de perder a su novio.

—Señorita Gish, ¿está sola?

—Sí, ¿por qué?

—Usted no me conoce, pero yo… bueno, tengo algo que perteneció al señor Peyton.

El silencio se apoderó del hilo telefónico.

No hubo reacción al otro lado.

—Se trata de su cartera —continuó Miquel.

—¿Quién es usted? —El tono se endureció.

—Por favor, no tema. —Suavizó la cadencia de sus palabras—. Estoy de su lado, sé lo que hacía él, sé lo de los Monuments Men y también sé que tal vez usted pueda estar en peligro.

—¿Yo?

—Depende de las preguntas que haga o de si se mete en problemas.

—¿Cómo es que tiene esa cartera?

—Es una larga historia. Por favor, confíe en mí. Podríamos quedar en algún lugar.

—Venga aquí.

—No, ya he estado en el Ritz y no quiero jugármela de nuevo. También yo corro peligro, ¿entiende? Ha de ser en otra parte, usted y yo, solos.

—No sé quién es. ¿Cómo puedo… —buscó la palabra adecuada— fiarme de…?

—A Peyton le mataron. No fue un suicidio.

El segundo silencio fue mayor que el primero, y mucho más dramático. Puso otra ficha en el orificio del aparato para evitar que se interrumpiera la conversación en el momento más inesperado.

—Su novio no se cortó las venas. Usted sabe que eso no tiene el menor sentido.

—Sí. —Fluyó su voz como un susurro por el auricular.

—Déjeme decirle algo: no puede confiar en la policía. Ellos están encubriendo el asesinato.

—Señor… —Parecía aturdida.

—Este caso se ha complicado mucho, y usted está sola. Créame si le pido que no haga nada, ni hable con nadie más, hasta que lo haga conmigo. ¿Ha visto al comisario Amador?

—Sí.

—¿Qué le ha dicho él, que Alexander se cortó las venas y ya está, sin más opciones?

—Sí.

—¿Qué le respondió usted?

—Que eso era imposible. Pero…

—Señorita Gish, sé quién le mató, sé quién tiene los cuadros. He de verla.

—¿Cómo sé que no es una trampa?

—No lo sabe. Sin embargo, crea en su instinto y en lo que le dicte su corazón. En la cartera de su novio había una foto de ustedes dos. Él le mandó un telegrama. Creo que usted también pertenece a los Monuments Men, o a las Monuments Women, no sé si existe eso. Klaus Heindrich embarcará mañana en un barco llamado Ventura con rumbo a Brasil llevándose las diecisiete pinturas que están en su poder. Eso si los que mataron a su novio no lo impiden antes, que es lo más probable tal y como están las cosas. ¿Quiere que la muerte de Alexander sea inútil?

El llanto fue ahogado.

Pero audible.

Un viento impregnado de calor y dolor que irrumpió en la línea abrasándolo todo, hasta llegar a él.

—Lo siento, señorita Gish. —Intentó parecer muy sincero.

—¿Cómo se llama usted? —Consiguió hablar ella.

—No, por teléfono no, se lo ruego. Quedemos en un lugar público y animado, cerca de su hotel si quiere. ¿Conoce el Zurich, en la plaza de Cataluña?

—Lo encontraré.

—¿En una hora?

—Escuche, ahora van a traerme los papeles para poder llevarme el cuerpo de Alex a casa. No puedo irme sin más. He estado removiendo cielo y tierra todo el día para adelantar los trámites, con las autoridades, el consulado, la policía, y si me voy…

—Entiendo.

—Deme dos horas. Les diré que tengo algunas gestiones que hacer después de las firmas.

—Dos horas. —Cruzó los dedos Miquel.

—¿Cómo le reconozco?

—Yo la reconoceré a usted. No creo que haya cambiado mucho desde que se hizo esa foto, y siendo pelirroja… Su color de pelo no es nada frecuente aquí.

—Dígame cómo es, por favor.

—Sesenta y cinco años, mayor, gastado, abrigo barato, cabello entrecano… —Puso una tercera ficha en el teléfono.

—¿Me traerá la cartera?

—Todavía no. —Calculó las posibilidades que tenía de hablar con Saturnino, sacarle el resto de la verdad, ir a casa a por la cartera y volver a salir corriendo para llegar al Zurich a la hora prevista—. No la llevo encima, pero podemos ir a buscarla.

—Está bien —se rindió Patricia Gish.

—¿Es muy importante para usted ese catálogo?

—Resume el trabajo de muchos años. Eso y los papeles de Alex.

—Gracias —convino Miquel—. Sé que en estos tiempos es muy difícil confiar en alguien, y más en un país extraño donde la persona a la que ama ha sido asesinada.

—Alex lo hacía. —Miquel creyó intuir una sonrisa al otro lado—. A veces creía que todo el mundo estaba de nuestro lado, que la bestia había muerto. —El tono volvió a endurecerse—. Pero la bestia nunca muere del todo, ¿verdad, señor?

—Siempre queda un Klaus Heindrich. —No agregó los nombres de Amador y de Rojas de Mena—. Y en esta España de hoy no hay más que un lado, el de los vencedores y los verdugos.

—Dos horas —se despidió Patricia Gish—. Intentaré llegar incluso antes si puedo.