28

Martín Centells parecía estupefacto.

—¿Hace todo esto por… un amigo? —insistió.

Miquel interiorizó la pregunta.

Y, de pronto, se oyó a sí mismo decir:

—Primero sí. Creía que sería algo más sencillo. Optimista yo, como si la experiencia no me dijera que nada es sencillo, y menos si hay un crimen de por medio. Ahora, sin embargo… —Plegó los labios en un gesto amargo—. Ahora se trata de que odio el fascismo, el de aquí y el que empujó Europa a la guerra en el 39. Lo odio y me repugna que diecisiete obras de arte en poder de un nazi con las manos manchadas de sangre acaben en un país sudamericano o en el sótano de un asesino, sólo para sus ojos.

—¿Me habla de ética en estos tiempos?

—Llámelo así, si quiere. Pero también puede ser rabia, desesperación, la punta de orgullo que no podrán arrebatarnos. Personalmente tampoco me queda mucho, así que la ética cuenta.

—¿No teme que llame a la policía?

—¿Con su padre vivo y escondido? No. Además, el comisario Amador le despellejaría vivo, y a su hijo Conrado, antes de acabar con él. ¿Le conoce?

—No.

—Es un sádico, de los que creen que han sido demasiado buenos con los vencidos y que todavía quedamos muchos rojos vivos.

Apareció Quique. Ya traía las sardinitas. Las depositó en la mesa con el orgullo del que sabe que está cumpliendo con el más sagrado deber de un ser humano: alimentar como es debido a los demás.

—¿Qué les parecen?

—Eres el mejor —dijo Martín.

—¡Hala, a disfrutar! ¿La sopa bien?

Asintieron con la cabeza, se llevó los platos de sopa vacíos y volvió a dejarlos solos. El hijo de Félix Centells abrió la veda atacando la primera sardina.

—Vayamos por partes —reanudó la conversación—. Primera historia, la del inglés. Lo único que sabía yo de ella es que ese hombre llamó a Carlos Soto y le preguntó por un barco, el Ventura.

Miquel dio un respingo.

—¿Ventura es el nombre de un barco?

—Bandera brasileña. Parte el viernes con destino a Curitiba, en el sur de Brasil.

—Entonces es evidente que Klaus Heindrich viajará en él.

—Espere, llegaremos a eso después. —Le detuvo Martín.

—Si la policía interrogó a la telefonista del Ritz, como he hecho yo, a la fuerza han de tener ya el nombre de Soto en la lista.

—Carlos está enfermo, en su casa. Le he telefoneado al irse usted.

—¿Quién le ha dicho que está enfermo?

—Su mujer.

—¿Y si le están vigilando?

—¿Quiénes, la policía o el que mató al inglés?

—Creo que ahora mismo no hay diferencia.

Martín Centells comprendió la dimensión del embrollo.

—Mataron a Wenceslao y, según usted, deberíamos estar en peligro todos, sin embargo… —Abrió las manos en un gesto explícito.

—Ya le he dicho que hay piezas sueltas. A lo mejor el secuaz de Rojas de Mena se ha encallado. Pero, desde luego, no van a estarse quietos ni a parar. Si ese barco sale el viernes, queda tiempo. Por si eso fuera poco, lo que se han montado ustedes no deja de ser sofisticado, por llamarlo de alguna forma. El negocio perfecto: un falsificador, un aduanero y alguien en la comandancia del puerto. Habría que aplaudirles.

—¿Voy con su segunda historia?

—Adelante.

—Wenceslao era un intermediario. No sabía nada. Le mataron, pero no pudo revelar dónde está mi padre. La pista que seguía el que le asesinó desaparecía con él. Si Saturnino sigue vivo en el hospital, la única conexión de su comisario con todo esto es esa llamada que el inglés le hizo a Soto.

—¿Cuando ha hablado con su mujer la ha notado nerviosa o preocupada?

—No.

—De acuerdo, siga.

—Tercera historia. Supongamos que Félix Centells sigue vivo, como usted insiste en asegurar, y está oculto en alguna parte. ¿Cree que yo le delataría?

—¿Y él, dejaría morir a su hijo y su nieto por protegerse?

Martín llenó los pulmones de aire. Comía las sardinas de forma pausada, manejándose relativamente bien con su única mano. Ya no estaba nervioso, sólo mantenía la cautela. Movimientos lentos, trabajo mental, contención…

—Ha de confiar en mí —dijo Miquel.

—No le conozco.

—Con todo lo que le he contado, tiene de sobras para fiarse. Soy su única esperanza.

Otra sardina.

Miquel devoraba las suyas sin apenas quitarles las espinas.

—Es en la parte final de la historia donde usted se equivoca, señor Mascarell. —Su resistencia tocó fondo—. La persona para la que mi padre falsificó documentos hace unos días es una mujer, española. Embarcará en el Ventura rumbo a Brasil, sí, pero va a hacerlo con su novio, también español.

Miquel acusó el golpe.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Tengo una foto de Heindrich, con uniforme. —Recordó la imagen del alemán en la ficha encontrada en la cartera de Peyton—. Es rubio…

—El novio de esa mujer es moreno.

—Eso no significa nada. ¿Usted le ha visto?

—No, únicamente la foto, para el pasaporte.

—¿Y ella?

—Muy guapa. Espectacular, diría yo. Morena, ojos grandes, boca generosa… Fue la que aportó los datos de ambos. Mire, cuando alguien quiere irse no hay muchas preguntas que hacer.

—¿Pagaron bien?

—Generosamente, diría yo.

—¿El contacto lo hizo Saturnino?

—Sí. Ella empezó a dar voces, discretamente, sabiendo más o menos dónde dejarlas ir, y para eso está él con su pequeña red. Cuando mi hijo vio el geranio en la ventana, fue a verle y los puso en contacto.

Si Saturnino Galán no estaba muerto, lo mataría.

Contuvo su ira para no perder el hilo del interrogatorio.

—¿A qué hora sale ese barco?

—El viernes al amanecer.

—¿Cuándo embarcarán ellos?

—El jueves por la noche, con el resto de la carga.

—¿Equipaje?

—Sí, claro. Hablaron de maletas y un baúl.

—¿Cómo se llama esa mujer?

—María Fernanda Aguirre.

—¿Y el novio?

—Eduardo Llagostera.

—¿Son los nombres que le dijo ella o le enseñó algún papel?

—No, son los nombres que me dijo ella.

—¿Y los de los nuevos papeles?

El interrogatorio era ahora rápido, incisivo. Centells se dio cuenta de ello. Detuvo la respuesta, tomó el vaso de agua y lo apuró. Miquel tenía la boca seca, así que hizo lo mismo.

Todavía quedaban sardinas en los platos.

—Señor Mascarell, ¿qué pretende hacer? ¿Detenerlos?

—No puedo detener a nadie.

—Aunque diera la alarma, en plan anónimo, esos cuadros se quedarían en España. Un botín para el régimen. Así que, si tiene razón, se irán en el Ventura. O eso o se destapa todo y mi padre, mi hijo y yo, además de Soto, acabamos en la cárcel.

—O muertos.

—Ya está bien, ¿no? —Se incomodó con ira.

—Estoy intentando ayudarles —dijo Miquel.

—No, usted ayuda a ese amigo y ahora, además, va de justiciero. ¿Un nazi, cuadros? ¿Por qué no vive y deja vivir?

—Porque el mundo no puede funcionar así, Centells. Bastante mal nos ha ido. Si cerramos los ojos cuando podemos hacer algo…

—¿Hacer qué, maldita sea?

—Piénselo: Jacinto José Rojas de Mena no va a dejar que esos cuadros salgan de España.

—¿Y si ya los tiene él y lo único que hacen la mujer y ese hombre es largarse con el dinero?

—Mi instinto me dice…

—¿Su instinto de policía de hace un montón de años?

—Sí.

—¿Por qué está tan seguro de que el nazi los tiene?

—Porque Peyton puso en alerta a Rojas de Mena sin darse cuenta, y él, aun con Amador cerca, es imposible que haya dado con Heindrich en tan poco tiempo. Peyton sabía lo del Ventura. No sé cómo, pero lo sabía, y dudo que se lo contara a Rojas de Mena.

Martín se llevó una mano a los ojos. Le dolían. Miró el plato de sardinas y de repente pareció dejar de tener hambre. Por la calle la gente ya no llevaba los paraguas abiertos. Sólo habían sido cuatro gotas.

—¿Cuáles son los nombres de los nuevos documentos? —repitió la pregunta que había desatado aquella agria discusión final.

El hijo de Félix Centells se rindió.

—Yolanda Baruque y Bertomeus Moraes.

—¿Tiene sus señas?

—No.

—¿No?

—Fue ella la que vino siempre. Primero a contactar, después a traer las fotografías, y finalmente a recoger los papeles.

—¿Cuándo se los entregó?

—Hace una semana.

—¿No había ningún barco antes?

—Para Brasil, no. Y quería ir expresamente a ese país y a esa ciudad, Curitiba.

—¿Cómo distingue si alguien le dice la verdad y no es una trampa?

—Porque la necesidad se detecta. Si es muy urgente, a veces investigamos antes. Mi hijo es bueno haciendo eso. Pero encima ella pagó al contado, por adelantado, y como le he dicho, fue mucho dinero. A un republicano, mi padre se lo haría gratis. A un desconocido que no da razones, le cobra un buen precio.

—¿Le habría falsificado papeles de saber que él es un nazi?

—No. —Ni siquiera tuvo que pensárselo—. Mi padre sigue teniendo el corazón rojo.

Habían terminado de comer.

Y, de pronto, un inesperado cansancio les invadía a los dos.

—Yo de usted me escondería hasta que ese barco hubiera zarpado —le previno Miquel.

—También pueden cogerle a usted. Si va por ahí haciendo preguntas…

—Morir por morir, moriría con la boca cerrada —afirmó—. Hace quince años hubiera detenido a Félix Centells con gusto. Hoy más bien le admiro y le respeto. Quién sabe, tal vez algún día necesite yo también papeles falsos.

—Tengo una pregunta. —Frunció de pronto el ceño Martín.

—Hágala.

—¿Sabe cómo dio el inglés con la pista del tal Heindrich en Barcelona?

—No.

—¿Un nazi escondido, seguramente cauto, y de repente aparece alguien que le ha encontrado?

—Supongo que esa gente tendrá contactos. El nazi, el nombre de su padre… Muerto él, quizá no lo sepamos nunca.

Les envolvió un breve silencio hasta que, una vez más, Quique surgió fantasmal a su lado frotándose las manos con entusiasmo.

—Vaya —dijo al ver el plato de Martín—. ¿No estaban buenas?

—Estoy lleno. Y hoy he comido antes.

—¿Un coñac, café…?

Dijeron que no con la cabeza.

—Pónmelo en mi cuenta —manifestó el aduanero.

Quique volvió a dejarlos solos.

—Gracias —asintió Miquel.

—Si dice que me está ayudando… Es lo menos.

—Le he contado la verdad de todo.

—La verdad en estos tiempos no cuenta mucho —replicó Martín con pesar.

—A veces, lo justo.

—¿Cómo es ese hombre, el que mató a Wenceslao?

Se lo describió, paciente, con detalle. Instintivamente, Martín miró por la ventana del bar. Miquel estuvo a punto de preguntarle cómo había perdido el brazo.

No lo hizo.

Qué más daba.

¿Quién no había salido herido de la guerra, de forma visible o invisible?

—He de irme. —Dio por terminada la charla.

—¿Va a seguir investigando?

—Sí. —Miquel se puso en pie—. Tenga en cuenta algo: si Amador sabe que Félix está vivo, puede que luego vaya a por él igualmente. Así que tengan cuidado.

—Hace mucho que le digo a mi hijo que se vaya de este país —suspiró Martín.

—¿Por qué no lo hace?

—Es joven. Tiene esperanzas.

Una hermosa palabra.

—Sí, es joven —asintió con la cabeza.

Se tendieron la mano. Se la estrecharon.

—Cuídese.

—Usted también.

Miquel salió de La Barca sintiendo los ojos de Martín Centells fijos en su espalda.