27

Martín Centells se quitaba el grueso tabardo, con la habilidad de valerse con una sola mano desde hacía años, cuando el camarero ya estaba allí saludándole.

—¿Qué tienes hoy, Quique?

—Una sopita de pescado de las buenas. Y de segundo sardinitas, pero de las que anoche estaban en el mar tan tranquilas, que las ha pescado mi suegro.

—Pues sea —asintió el recién llegado.

—¿Usted va a comer, señor? —le preguntó Quique a Miquel.

—Lo mismo.

—¿De beber?

Pidieron agua los dos, y al quedarse solos se hizo el silencio entre ellos. Martín Centells parecía tranquilo, pero le traicionaban sus ojos mitad inquietos mitad asustados. Lo disimulaba con su seriedad. Se inclinó sobre la mesa, puso su brazo sobre ella y, aunque los parroquianos más próximos estaban a un par o tres de metros, bajó la voz al decir:

—De acuerdo, ahora dígame lo que cree saber.

Miquel apuró la cerveza. No tomaba alcohol, pero le gustaba aquel sabor amargo. La disfrutó antes de ordenar sus ideas y tratar de ser lo más claro posible con el único hombre que sabía el paradero del falsificador más deseado de Barcelona.

—Voy a contarle cuatro historias, una a una, por separado. —También él se inclinó sobre la mesa, uniendo ambas manos en el centro—. Después le tocará a usted, ¿le parece bien?

—Adelante.

—Primera historia. Un inglés llamado Alexander Peyton Cross llega a Barcelona la semana pasada. Es un Monuments Man, es decir, un miembro de un grupo encargado de recuperar las obras de arte que los alemanes expoliaron durante la guerra mundial, sobre todo cuadros. Peyton le sigue el rastro a un oficial nazi llamado Klaus Heindrich, que, lo más seguro, está oculto en Barcelona y posee diecisiete pinturas muy valiosas de algunos grandes pintores. Pinturas que valen millones. —Se lo aclaró para ser más preciso—. Peyton lleva una cartera con documentación y un catálogo que perteneció a Hitler. Un catálogo con los cuadros que el Führer coleccionaba como si fueran cromos. Entre la documentación, hay algunos nombres, y uno de ellos es el del más famoso falsificador barcelonés conocido: Félix Centells. —Su hijo tragó saliva al oír el nombre de su padre—. También están los de un empresario adinerado y coleccionista, Jacinto José Rojas de Mena, y un tal Ventura, sin apellido. Desde la habitación de su hotel en el Ritz, Peyton hace una llamada telefónica a Carlos Soto, ignoro el motivo, y otra a dos coleccionistas de arte, el ya citado Rojas de Mena y Santiago Coll Prats. ¿Mi teoría? Que Peyton quiso estar seguro de que Heindrich no les había vendido los cuadros a ellos. —Se tomó un respiro antes de agregar—: Y aquí, sin saberlo, firma su sentencia de muerte, porque la noche del sábado un secuaz de Rojas de Mena le asesina en su habitación, aunque la realidad acabe disimulándose como un suicidio. Por si eso fuera poco, el mismísimo comisario Amador, flagelo de la dictadura en Barcelona, resulta ser amigo de Rojas de Mena, así que, o bien la policía lo encubre, o bien no se investiga y se mira para otro lado para no tener que revolver entre la mierda. —Hizo una última pausa en su primera exposición—. Lo malo de todo esto, la guinda, es que la cartera de Peyton, con el catálogo y la documentación, ha desaparecido justo antes de su muerte, por lo cual su asesino no la encuentra en la habitación.

—La cartera… —Pareció perderse Martín Centells.

—Sigo con ella —asintió Miquel—. Segunda historia. ¿Por qué Peyton ya no tiene esa cartera? Pues porque, mientras presencia un accidente, un ladronzuelo de poca monta se la ha robado del taxi. Es muy bonita, y parece contener algo valioso, máxime siendo su dueño un inglés. ¿Dólares? ¿Libras esterlinas? ¿Documentos que vender en el mercado negro? El ladrón se queda muy frustrado cuando descubre que el contenido es de lo más vulgar: ese catálogo y un montón de papeles en inglés, además de la llave de la habitación del Ritz, unas tarjetas con el nombre del dueño… Esa misma noche, llama al hotel para decir que se la ha encontrado en la basura y ganarse una recompensa; pero al aparato no se pone Peyton, sino su asesino, que se encuentra con la sorpresa de que lo que está buscando tras matar a Peyton le cae del cielo. Quedan en un sitio al día siguiente y el ladrón, taimado, llega antes a la cita y lo observa todo desde la distancia. El inglés, por supuesto, no acude, y en su lugar hay algunos sospechosos, uno de ellos real. Aunque lleva la cartera en una bolsa, el asesino lo descubre en su retirada y le sigue. El ladrón se da cuenta, le da esquinazo y deja la cartera a buen recaudo en casa de su hermana. No se limita a desaparecer. No es tonto. Empieza a intuir que se ha metido de cabeza en algo raro. Va al Ritz y ve cómo sacan el cadáver de Peyton. También escucha los rumores, lo del suicidio. Entonces cae en la cuenta de que el hombre con el que habló por teléfono no tenía acento inglés y ata cabos. Le entran sudores fríos y busca ayuda. ¿A quién? Pues no se le ocurre nada mejor que ir a ver a un viejo inspector de policía, republicano, retirado, que quince años atrás le perseguía y que ahora, por nuevas circunstancias, incluso ha compartido celda con él.

—Usted.

—Ese policía comienza a investigar. —Ni siquiera respondió a lo evidente—. Descubre cosas, como lo del nazi suelto, los cuadros, que el secuaz trabaja para Rojas de Mena, que es amigo de las altas instancias… Entre los papeles del muerto ha reconocido un nombre: Félix Centells, el mejor falsificador que ha existido… y existe. Así que el viejo pies planos busca a Félix, como en sus mejores tiempos, con la única diferencia de que ahora están del mismo lado. —Hizo una pausa para que eso quedara bien claro—. Han pasado muchos años desde la guerra, pero los contactos siguen por ahí, escondidos. Logra encontrar a Saturnino Galán, que conocía a Centells. Se está muriendo en un hospital, así que ya nada le importa. Le habla de Wenceslao y el geranio, que es la forma que tienen los Centells, abuelo, padre e hijo, de saber que alguien necesita documentos. El viejo policía busca a Wenceslao, le encuentra y habla con él: el hombre le jura no saber dónde se esconde Félix y el policía le cree. Wenceslao le pide que vuelva luego, o al día siguiente, y cuando regresa ya es tarde, porque lo ha matado el mismo secuaz que asesinó al inglés. ¿Cómo lo sabe el pies planos? Pues porque lo ve en la ventana, le sigue, y llega hasta la casa de Jacinto José Rojas de Mena, que casualmente está con el comisario Amador.

Los nombres no parecían impresionarle. Los hechos sí.

—¿Por qué matar a Wenceslao si no sabía dónde estaba mi padre? —habló ya sin tapujos Martín.

—No lo sé. ¿Un sádico? ¿Se le fue la mano? ¿Mejor no dejar cabos sueltos? Da lo mismo. Los hechos son los hechos. ¿Sigo con la tercera historia?

—Sí.

No pudo hacerlo. La comida aterrizó en ese instante. Dos platos de humeante y aromática sopa, la jarra de agua y dos vasos.

—¡Que aproveche! —les deseó Quique.

Tomaron las cucharas, pero el único que probó la sopa, de momento, fue Martín Centells.

—La tercera historia comienza con un «Érase una vez el mejor falsificador de documentos de Barcelona». Un as huidizo en la paz y un prófugo más en la derrota, aunque tan inencontrable como entonces. Félix Centells finge morir en la guerra. Ideal para que se le deje tranquilo. Su hijo y su nieto mantienen la mentira. ¿Dónde puede estar oculto? En su misma casa, o en la de su hijo, en un sótano o tras un tabique falso. Tampoco es el único. España entera debe de estar llena de topos que no ven el sol pero que prefieren eso a la muerte. De todas formas, hay que vivir, y el dinero es el dinero. Cuanto peores son los problemas para salir de España, más se puede pagar por papeles falsos. Por lo tanto, Félix sigue con lo suyo. No va a pasarse años sin hacer nada. Incluso disfruta de su talento. Hay muchos republicanos que quieren escapar, pero también otras personas que han llegado a España huyendo de la guerra. Personas con posibilidades económicas. Así es como se monta su nuevo entramado: contactos por la calle, bares, lupanares, con los oídos prestos a captar una voz o cualquier necesidad, y una vez detectado un cliente… el geranio en la ventana de Wenceslao. Conrado, el nieto, lo ve, pasa por delante regularmente, se lo dice a su padre, y éste… ¿Qué hace? ¿Busca al cliente que ha captado la voz de socorro, con lo cual Wenceslao queda al margen y hace que nadie conozca el escondrijo de Félix? Es lo más lógico. Cuanta menos gente, mejor. ¿Me equivoco? El nexo final…

—Ya veo que Saturnino no se lo contó todo.

Miquel evitó traicionarse.

Satur.

El muy…

Probó la sopa, para que no se le notara la contrariedad. Estaba realmente buena.

—Coma si quiere. Ya ha dicho bastante —le dijo Martín Centells.

—¿No quiere que siga?

—Por mí…

—Falta algo muy jugoso, ¿no cree?

—¿Qué es?

—Resulta que usted trabaja en aduanas, y Carlos Soto en la comandancia del puerto. ¿No es ideal para alguien que quiera escapar en barco con papeles falsos?

Se puso rojo.

Él también siguió sorbiendo la sopa.

—Ha dicho que eran cuatro historias, y van tres —le hizo ver.

—La última historia es la del nazi, Klaus Heindrich —continuó Miquel—. Según lo veo yo, está en Barcelona, tiene en su poder diecisiete obras de arte de reducido tamaño, fácilmente transportables en un baúl o una maleta grande si se trata de lienzos. Quizá sepa que le siguen la pista o quizá no, da lo mismo. Lo que quiere es salir de España y marcharse a otra parte, donde tenga amigos y esté más seguro. Probablemente Sudamérica. Klaus se convierte en cliente de Félix Centells. A lo peor, ya está lejos. A lo mejor, no. ¿Qué sabe de él Rojas de Mena? Sólo lo que le ha dicho Peyton. Si Peyton está seguro de que Heindrich sigue en Barcelona, Rojas de Mena tiene una oportunidad. El dinero obra milagros. Ya sabe quién es Félix Centells, lo más seguro es que Amador se lo haya dicho. Si da con él, dará con Heindrich. Es cuestión de días, o de horas. El secuaz mata a Peyton, llega hasta Wenceslao… ¿Y si el nazi se ha ido ya? Lo mismo: Centells es el único que conoce su nueva identidad, porque la ha creado él mismo, y tanto usted como Soto también su destino.

Dejó de hablar y, ahora sí, atacó la sopa con regularidad, antes de que se le enfriara.

Martín Centells evaluó la situación.

Tampoco era estúpido.

—A Wenceslao le mataron ayer, y a mí nadie ha venido a verme —refirió.

—Ya le digo que hay muchos cabos sueltos, muchas preguntas sin respuesta, puntos oscuros y, de momento, sin lógica. Pero lo que le he contado no sólo son hechos, sino la situación del caso ahora mismo.

Otra pausa, menor.

—¿Y usted se ha metido en esto…?

—Por ayudar a un amigo, sí.

—¿El ladrón de la cartera? —No pudo creerlo.

—Sí. —Engulló las tres últimas cucharadas—. Y, como hemos quedado, le toca a usted.