Mientras se dirigía al Ritz pensó en si se estaba volviendo huraño y cascarrabias o si era cosa del malestar que le producía todo aquel lío en el que se había metido con calzador por culpa del inefable Lenin. No supo sacar nada en claro y tuvo que aparcar sus sentimientos en cuanto atravesó la puerta del sacrosanto templo de la elegancia hotelera barcelonesa. El engalanado portero sólo le miró de reojo. El lío podía multiplicarse por diez a partir de ese instante. El simple hecho de tropezarse con el comisario Amador sería decisivo para que su cabeza rodara.
Así que caminó tenso, con los ojos muy abiertos.
Con la llave de la habitación 413 visible en la mano.
Nadie le dijo nada.
Caminó hasta el ascensor y se puso de espaldas al resto del mundo. Con un dedo hizo girar la llave y la especie de guirnalda que estaba unida a ella, como si fuera un molinillo. Tuvo la suerte de hacer el viaje solo.
—Vuelve a casa —se dijo a sí mismo en voz alta—. En unos días, todo olvidado. Y al diablo con los cuadros, los nazis, los…
El caso llevaba tres muertos.
El primero, un inglés dispuesto a sacrificar la vida por rescatar unas obras de arte. Un sacrificio… ¿inútil?
Lo sería si él abandonaba.
—Mierda —dejó ir.
Salió al pasillo de la cuarta planta. Por la mañana las asistentas arreglaban las habitaciones, así que buscó a la que se ocupaba de aquélla. La encontró limpiando la 401, con el carrito en el exterior. La mujer enderezó la espalda al verle aparecer, y más cuando Miquel, con voz grave, le dijo:
—¿Hay alguien en la 413?
Mencionarle la habitación del «suicidio» la puso nerviosa.
—No, no señor, está vacía.
—¿Puede venir un momento?
Seguía pareciendo un policía. Y si no, lo reflejaba su voz. Ni por un instante la criada le puso la menor objeción. Tampoco le dio tiempo. Caminó hasta la habitación 413 con la llave en la mano seguido por ella. Y, si tenía la llave, era porque abajo, en recepción, se la habían dado. Era una mujer de rostro pálido, cabello muy negro, rasgos andaluces y cuerpo firme. Vaciló un par de segundos frente a la puerta abierta, así que él la cruzó primero.
Todo estaba en orden, la cama hecha, ningún rastro del paso por allí de Alexander Peyton Cross.
—Entre, por favor.
Le obedeció llena de respeto.
—Lo siento. —Intentó tranquilizarla Miquel.
—No… no importa —sacó fuerzas de flaqueza.
—Tarde o temprano habrá otro cliente, y usted tendrá que limpiarla y hacer la cama, ¿verdad?
—Sí, sí señor, pero no creo que olvide nunca lo que vi. Siempre estará ahí, ¿sabe? —Señaló la puerta del baño.
—Así que le encontró usted —lo confirmó.
—Me encargo de esta planta, sí señor.
—¿El muerto estaba en la bañera? —Abrió la puerta él mismo.
—Lleno de sangre, sí. —Se puso blanca de nuevo y juntó sus manos a la altura del pecho, apretándoselas con fuerza.
—¿Mucha sangre?
—Mucha, sí señor.
—¿Llenó la bañera de agua?
—No.
—¿No?
—Pues… no, estaba dentro y nada más, sólo eso.
Miquel se acercó a la bañera. Cogió el tapón del desagüe y lo incrustó en el orificio. Encajaba perfectamente. Se aseguró de que no tuviera pérdidas y abrió el agua.
Ni una gota se filtró por el desagüe.
Los suicidas solían llenar las bañeras, con agua caliente, para dejarse ir.
El asesino no había pensado en eso.
Miquel se incorporó.
—Siento hacerle pasar por esto y tener que formularle tantas preguntas —se excusó de nuevo.
—Bueno, hoy es la segunda vez ya. La señorita me ha hecho las mismas preguntas.
—¿Qué señorita? —Intentó no parecer ansioso.
—La novia del muerto.
—¿Está aquí?
—Creo que llegó anoche, supongo que para el papeleo y todo eso, llevarse el cadáver… No sé. Estaba muy afectada la pobrecilla. Se notaba que se querían mucho.
—¿Sabe su nombre?
—No.
—¿Cómo es ella?
—Pues… —Hizo memoria—. Alta, muy guapa, cabello rojo…
—¿Pelirroja?
—Sí, eso.
—¿Inglesa?
—Hablaba español bastante bien, pero tenía un acento de fuera, eso seguro, aunque no sé si era eso que dice usted.
—¿Sabe si se hospeda aquí?
—Sí, pero no sé la habitación. Desde luego, en esta planta no está. Pregunte en recepción.
Hora de dejar en paz a su primer objetivo. De momento, y gracias a sus nervios, parecía no sospechar de que un policía no supiera lo de la llegada de la novia del muerto.
Porque la criada acababa de describirle a la mujer de la fotografía que Peyton guardaba en su cartera.
—¿Conoce a la telefonista?
—Sé que se llama Amalia. A la que atiende por la noche no.
—¿Le importa que la llame desde aquí?
—No, no señor, hágalo.
Era un riesgo añadido, pero mejor hacerlo desde la habitación, a salvo. Miró en la hojita de información situada junto al aparato, encontró el número y descolgó el auricular. Nada más discarlo escuchó la agradable voz de una mujer un tanto velada por la duda.
A fin de cuentas, llamaba desde la habitación 413.
—Telefonista, ¿diga?
Recuperó su voz más firme y autoritaria.
—Amalia, buenos días y perdone que la interrumpa. Soy el teniente Crespo, estoy en la habitación de los incidentes.
—Diga, señor.
—Ya sé que le han preguntado antes, pero necesito unas confirmaciones.
—Lo que usted diga, señor, faltaría más.
La criada seguía en medio del cuarto, inmóvil, sin saber qué hacer. Miquel prefería no perderla de vista, así que le hizo una seña para que se sentara en la cama.
Ella lo hizo en una silla.
—¿Cuántas llamadas realizó el señor Peyton?
—Nada más llegar me preguntó dónde y cómo podía enviar un telegrama a Londres.
—¿Cuándo fue eso?
—El viernes. Yo misma le tomé nota.
—¿Qué decía?
—Bueno, estaba en inglés y… Poca cosa. Que había llegado bien, que se alojaba aquí y que la esperaba. Era para Patricia Gish.
—¿Llamadas locales?
—Una a la comandancia del puerto y otras dos a números de Barcelona, todas el mismo viernes.
—Si hizo llamadas de noche, le atendería otra telefonista, claro.
—Sí, pero no hay nada registrado, señor. Nosotras pasamos los datos a recepción, para la factura. No me consta que el señor Peyton utilizara el teléfono de noche.
—¿Me puede dar los números de las tres llamadas?
—Se los di ya a un comisario…
—Yo soy de otro departamento, por eso la molesto tanto.
—No es ninguna molestia, señor.
—Verá, el señor Peyton era inglés, y eso tiene que ver con relaciones exteriores, líos de consulados…
—Claro, claro. —Pareció revisar algo, quizá un listado, porque por el auricular se escuchó movimiento de papeles—. En la comandancia me hizo pedir por el señor Carlos Soto y le pasé la llamada. Los otros dos números los marcó directamente él, así que no sé a quién se dirigió. Si quiere tomar nota.
Miquel sacó su pluma y un papel del bolsillo. Anotó los dos números que le dio Amalia. Buscó por su cabeza alguna pregunta olvidada y no encontró ninguna.
Tenía más de lo que esperaba.
—Gracias. —Se despidió de la mujer.
—No hay de qué, señor.
Se levantó y la criada hizo lo mismo. Miquel la invitó a salir con un gesto de la mano. Una vez en el pasillo, también se despidió de ella.
—Ha sido muy amable.
—Vaya con Dios, señor.
No tomó el ascensor para regresar al vestíbulo del hotel. Prefirió hacerlo por la escalera. Al llegar abajo caminó despacio, sin llamar la atención, hasta la puerta de la calle. En la esquina de Roger de Lauria con la avenida de José Antonio Primo de Rivera, la eterna Gran Vía manipulada por la nueva nomenclatura de las calles, el solitario portero del Ritz parecía un general de cinco estrellas, atento a las entradas y salidas del hotel.
Miquel se detuvo a su lado.
—¿Recuerda usted al señor que se mató el sábado por la noche?
—Sí. —Frunció el ceño.
—¿Le llamó algún taxi?
—Ya le dije al…
—Responda, por favor. —Endureció el tono.
—El sábado por la mañana, temprano.
—¿Adónde fue?
—Me enseñó un mapa de Barcelona. Iba a la calle Entenza con Consejo de Ciento. Como no hablaba muy bien español, yo mismo le di la dirección al taxista.
—¿Volvió a verle?
—En mi turno no, señor.
—Una pregunta más. ¿Ha visto entrar o salir esta mañana a la señorita Gish, la novia del muerto?
—Ha salido hará cosa de una hora, temprano, pero se ha ido a pie.
—Gracias. —Movió la cabeza de arriba abajo dando por terminado el interrogatorio.
Al engalanado portero no le faltó más que saludarlo militarmente.
Miquel echó a andar por la calle Lauria, como si se dirigiera a la Central de Policía.
No tomó el taxi hasta llegar a la esquina de la calle Caspe.
Y no se puso a temblar hasta uno o dos minutos después, comprendiendo lo mucho que se la había jugado.