Tenía los ojos cerrados, pero ya estaba despierto.
Aquel silencio…
No se oía a los niños. No se oía nada. Únicamente la respiración de Patro, a su lado, así que en cuanto los abriese la vería a ella en la penumbra, como cada mañana, como siempre desde que estaban juntos.
¿Qué mejor forma de empezar una jornada?
Lo hizo.
Entreabrió los párpados.
En lugar de ver el rostro dulce de Patro, con lo que se encontró fue con la carita de Maribel casi pegada a la suya. No menos dulce pero diferente.
Miquel dio un respingo.
Se medio incorporó y localizó a Patro al otro lado de la niña.
—Será posible… —masculló envolviendo sus palabras en un susurro.
Podía levantarse, rodear la cama, meterse bajo las sábanas y las mantas por el lado de Patro, abrazarla como solía hacer todas las mañanas y recibir el calor de su cuerpo desnudo.
Pero ¿cómo se acaricia a la mujer que amas y deseas con una niña al lado, por dormida que esté?
Volvió a dejarse caer boca arriba.
¿Cuándo había invadido Maribel su espacio? ¿Lo sabía Patro? ¿Por qué diablos estaba allí la hija de Mar y de Lenin?
—Esto es demasiado —repitió lo de hablar en voz alta para sí mismo.
Dejó transcurrir unos segundos, tal vez un minuto o dos, antes de levantarse de la cama. Ya de pie, las miró de nuevo a las dos.
Patro y Maribel.
Patro y una niña de apenas cuatro años.
Miquel se estremeció, y no por el frío.
Si Patro estaba embarazada, esa misma escena sería normal en muy poco tiempo. La misma, exactamente; sólo que en lugar de una desconocida intrusa, sería su hija.
Su hija.
¿Era justo ser padre a los sesenta y cinco años?
¿Era justo tener un hijo al que difícilmente vería crecer, salvo que viviera hasta los noventa o más?
¿Era justo que un hijo creciera sin un padre?
Eran demasiadas preguntas. O, a lo peor, era la misma. Ser o no ser. Tener o no tener. Lo malo era que ya no dependía de él, sino de la naturaleza y de su curso. Un embarazo no tenía marcha atrás, y menos en la España nacionalcatólica.
Salió de la habitación y fue al fregadero para lavarse. La casa continuaba sumida en el silencio. El agua fría le activó la necesidad de orinar y caminó hasta el retrete. Nada más iniciar la micción, y pese a la estrechez del lugar, apareció Pablito, a su lado.
No se cortó un pelo.
Le miró el sexo.
—¿Pero se puede saber qué haces? —Intentó ponerse de lado en aquel angosto espacio.
Como si nada.
—Papá lo tiene…
—¡Que te calles! —Le cortó la explicación.
La mirada fue de su sexo a los ojos.
—Bueno —dijo como si tal cosa.
—¿Quieres largarte de aquí?
—¿Qué le ha pasado a papá?
—Ya te lo contará él.
—Cuando no duerme con mamá, es porque están enfadados. Pero en la otra cama, más que enfadado, parece muerto.
—No está muerto.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Respira?
—Sí.
—Entonces no está muerto.
Acabó de orinar como pudo, se anudó de nuevo el pantalón del pijama y se cobijó en su habitación seguido por la mirada de Pablito.
Patro ya estaba despierta. Acariciaba la frente de Maribel.
—Miquel —susurró en voz muy baja al verle aparecer.
—No me lo digas. —Le puso una mano por delante a modo de pantalla—. Es una monada.
—Sí, y con ese padre…
—Es lo que hay. —Se quitó el pijama y empezó a vestirse tratando de dominar su furia.
El día empezaba con mal pie.
—Cuando ha venido a dormir con nosotros me ha dicho que siempre lo hace entre papá y mamá, uno a cada lado, porque así se siente segura, y que como papá no estaba y tenía un lado vacío, ha pensado que lo mejor sería estar con nosotros. —Patro suspiró—. ¿No es maravilloso?
—Casi le toco el culo a la niña en lugar de tocártelo a ti, mira lo maravilloso que es.
—¡No seas así!
—Patro, si es que…
—Vamos, ven.
La obedeció, como un corderito. Llegó hasta ella, se sentó a su lado y se inclinó para darle un beso. Fue como si lo hiciera con testigos, a pesar de que Maribel seguía dormida como un tronco. Patro le acarició la mejilla como siempre solía hacer.
—Anoche pudieron haberte golpeado también a ti.
—Eran chorizos legales. Ésos tienen un código. Lo que me extraña es que Lenin no esté muerto o en la cárcel. Es asombroso que pueda vivir así.
—Creo que es de los que caen de pie siempre, y siguen andando aunque tengan un tobillo torcido. —Patro lo dijo casi con admiración—. ¿Cuántas veces le encerraste?
—No lo recuerdo.
—Y lo bueno es que te aprecia.
—¡Oh, sí!
—Acudió a ti en busca de ayuda.
—Tenía que haberle dado una patada en salva sea la parte.
—¿Tú?
—Sí, yo, ¡qué manía tenéis todos con eso de que soy una buena persona!
Llamaron a la puerta con los nudillos. Miquel pensó en Pablito.
—¿Qué?
—¿Está ahí mi Maribel? —preguntó la voz ansiosa de Mar.
—Sí, está aquí, dormidita, tranquila —anunció Patro.
—Gracias. Lo siento. Ay, si es que por las noches…
—Ahora salimos —habló de nuevo Miquel.
Mar se retiró.
El segundo beso fue rápido. Uno y otra se incorporaron. Miquel acabó de vestirse y Patro recogió su bata. Cuando salieron de la habitación y llegaron a la cocina, se encontraron con Mar preparando algo de desayunar y a Pablito con las manos extendidas hacia la lumbre recién prendida.
—Siento lo de Maribel —se excusó su madre con cara de pena—. Eso es que les ha cogido cariño, porque, si no, no lo habría hecho.
—¿Cómo está Agustino? —se interesó él.
—Duerme, y creo que respira bien. Las medicinas siempre le aplacan mucho.
—Pues debería darle cada día. —Miquel fue mordaz—. ¿No puede evitar que se meta en líos?
Se arrepintió al momento.
Mar se echó a llorar, con el rostro hundido entre las manos. Patro fue hacia ella para abrazarla. Lo mismo hizo el niño, asustado. La mirada que le lanzó Patro a Miquel hubiera atravesado la coraza del Potemkin.
—Vamos, calma, todo irá bien —la consoló.
—Si es que… —Mar habló entrecortadamente, sin dejar de sollozar—. Son ustedes muy buenos, mucho, y lamento causarles estos quebrantos… Pero Dios se lo pagará, ¿saben? Eso fijo.
A Miquel sólo le faltó oír eso.
—No meta a Dios en esto, señora, que aquí no tiene crédito.
Patro le hizo un gesto para que se callara y se fuera de la cocina. Tuvo que obedecerla. Los ojos de Pablito tampoco eran amigables. Había hecho llorar a su madre.
—Empezamos bien el día —rezongó Miquel.
Se dirigió a la habitación de Lenin. Metió la cabeza por entre la puerta y, para su sorpresa, se lo encontró con su medio ojo abierto, fijo en el techo.
—Inspector…
Tuvo que entrar. Su aspecto era tremendo, hinchado, ya tumefacto, con una intensa gama de violetas, ocres, amarillos, cárdenos y marrones en las manchas del rostro. Se acercó a él y evitó preguntarle cómo se encontraba, porque saltaba a la vista.
—¿Se nos cayó el Tibidabo encima anoche?
—Más o menos.
—No recuerdo nada, oiga.
—Los Menéndez te felicitaron el cumpleaños.
—Pero si no cumplo hasta… —Captó la ironía—. Oh, ya. ¿Los Menéndez?
—Eso dijiste. Cosme y Mariano.
—Jesús. —Se abatió de nuevo.
Por la puerta abierta se coló Pablito, que ya había consolado a su madre. Se acercó a su padre y se lo quedó mirando.
—¿Te duele? —le preguntó muy serio.
—No, no demasiado. Tropecé, ¿sabes?
—¿Como aquella vez?
—Sí, es que me caigo mucho.
El niño señaló a Miquel.
—Tiene el pito más pequeño que tú —anunció.
Miquel emprendió la retirada. La voz de Lenin le alcanzó en la puerta.
—Inspector… —musitó—, no creo que pueda acompañarle hoy.
—Pues mira que lo siento. —Salió del cuarto sin más.
Fue a su habitación, cogió la bolsa, extrajo la cartera, buscó la llave del Ritz y se la guardó en el bolsillo. De nuevo en la cocina, le hizo una seña a Patro. Se reunieron en el pasillo.
—¿Te vas?
—Sí.
—¿Sin desayunar?
—Lo haré en el bar de Ramón. No aguanto a más niñas dormidas, ni a más niños mirándome el pito o llamándome abuelo.
—No te enfades.
—No me enfado.
—Has estado brusco con Mar.
—¿Y qué quieres? Me siento… invadido.
Patro le besó en la boca. Más para hacerlo callar que como despedida.
—Cuídate —le pidió.
—Lo hago siempre.
—Sabes que te espero.
—Por eso me cuido.
Fue ella la que le abrió la puerta del piso.
—¿Tu vida anterior era siempre tan animada? —bromeó con tristeza.
—Más, pero sin Lenin en casa.
—¿Y cómo lo resistía Quimeta?
—Era una santa, como tú. Pero ya ves, se murió.
—Yo no me moriré.
—Te lo prohíbo. —Le dio el último beso.
—Anda, vete a trabajar.
—¿Tú también de coña?
Patro le empujó al rellano, pero él se resistió. Sentía una especial ansiedad, un nervio interior, desconocido. Si era miedo, lo tamizaba con rabia. Si era rabia, conocía de sobras la causa. Volvía a estar metido en un lío de proporciones épicas y no le quedaba más que apretar los dientes. La calma de Patro era ficticia; sus bromas, desesperadas. «Vete a trabajar». Incluso que acabase de mencionarle a Quimeta era extraño. Nunca lo hacía, y menos en circunstancias como aquélla.
Así que la abrazó, como si fuera a la guerra y no supiese cuándo volvería a verla.
El mismo diálogo que acababan de mantener era más propio de dos adolescentes tontos.
Enamorados.
Algo tan extraño…
Mientras la besaba apareció aquella voz.
—¿Hacéis cochinadas?
—La madre que los parió… —Gimió mirando al inevitable Pablito, digno hijo de su padre, quieto como una estatua a su lado.
Se apartó de Patro y comenzó a bajar la escalera. Mientras se cerraba la puerta del piso la oyó a ella explicándole que cuando dos personas se daban besos era porque se querían y…
Aterrizó en el bar de Ramón sin darse cuenta de que había llegado a él. Pura inercia. Se encontró allí y de pronto reaccionó. El sonriente dueño ya caminaba en su dirección, con la sonrisa habitual colgada de oreja a oreja.
—Maestro…
—Ramón. —Le frenó en seco—. Tengo un día atravesado, así que hoy no estoy para palique.
—Bueno, hombre, bueno. ¿Se ha peleado con la parienta?
—No.
—Yo cuando me peleo con la mía…
—¡Ramón!
—Me callo, me callo. ¿Quiere El Mundo Deportivo para ver cómo anda la cosa y así se entretiene?
La última mirada fue mortal.
¿Cuántos Lenin había esparcidos por el mundo?
—Le sirvo y silencio, descuide. —Se retiró el hombre, más rápido de lo que debía de haberlo hecho en años.