22

Lo difícil no fue meterlo en el taxi. Lo difícil sería luego sacarlo y conseguir que subiera a casa. El taxista se había mostrado reticente a recogerlos en cuanto vio a Lenin. Dijo que le dejaría el interior del coche perdido. Miquel le quitó el ya manchado abrigo al herido y lo hizo servir de «envoltorio». Después, el conductor se extrañó de que no quisieran ir al hospital. Miquel le mintió diciéndole que era médico y que lo atendería perfectamente en la consulta de su piso. La denuncia por el asalto la cursarían luego. Otra mentira, pero plausible. La suerte definitiva fue que, dada la hora, la portera ya hubiera abandonado la garita. Le costó subir a Lenin, sujetándole por debajo de los brazos, pero podía andar a pesar de los dolores y puso de su parte lo que le quedaba de fuerzas hasta coronar con éxito la odisea. Cuando se detuvieron frente a la puerta de la vivienda, llegó lo peor.

—Los niños… —gimió Lenin—. No quiero que me vean así.

—Espera aquí, quieto. —Le apoyó en la pared—. Entro y veo qué puedo hacer.

—Quieto me quedo. —Le costaba hablar, pero lo hacía.

Miquel abrió la puerta despacio, muy despacio, sin hacer ruido. No se oía nada, ni la radio. Antes de cerrarla apareció Patro, que tenía el oído fino.

—¿Miquel? —Se extrañó de su aire de conspirador.

—¿Y los niños?

—Ya duermen. Hoy han acabado agotados.

—Bien. —Soltó la tensión retenida—. Llama a Mar y ayudadme.

—¿Qué pasa? ¿Y Agustino?

—Ahí afuera, algo magullado.

No hubo que llamar a la esposa de Lenin. Les oyó hablar y también salió al pasillo. Miquel le puso las manos en los hombros, para afianzar sus palabras.

—No te asustes. Está bien, pero…

—¡Agustino! —Se precipitó hacia la puerta.

Cuando le vieron ya empezaba a resbalar hacia abajo, con las fuerzas al mínimo y las piernas de gelatina. No sangraba, tal vez porque al ser un montón de huesos con piel y poca carne no tenía demasiado de nada en su cuerpo. Mar le sujetó conteniendo el deseo de gritar, consciente de que estaban en mitad de la escalera.

—¿Qué te han hecho, por Dios? —gimió.

—Nada, un… malentendido… —Siguió con su humor negro y lo remató con otra frase lapidaria—: Menos mal que no me… no me quieres por guapo…

Entre los tres le llevaron a la habitación más pequeña de la casa, la que había pertenecido a la hermana muerta de Patro. En la que ocupaban ellos ya dormían Pablito y Maribel y no era cuestión de correr riesgos, aunque durmieran como troncos. Tendieron a Lenin en la cama y él soltó un profundo suspiro de alivio.

—¿Quién le ha hecho esto? —Patro miró a Miquel aterrorizada—. ¿Cómo es que a ti no…?

—No ha tenido que ver con el caso. —La detuvo él—. Nos hemos encontrado con unos… amigos suyos. Yo ni siquiera he podido hacer nada.

—¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? —Mar lloraba acariciando el rostro tumefacto de su marido.

—Los… Menéndez. —Se encogió de hombros levemente—. Ha sido… mala suerte.

—¿Cuándo hemos tenido suerte?

—Yo te tengo a ti, y a los niños, y tú también. —Movió una mano para pellizcarle la barbilla—. Eso es suerte.

—¿Qué hacemos? —continuó Patro—. ¿Por qué no habéis ido al hospital?

—¿Y qué les digo a los médicos? Ésos llaman a la policía a la más mínima.

—Pero aquí…

—Pensaba en el doctor Gómez, el de arriba.

—¿Y si hace preguntas?

—Las hará, pero es un buen vecino. Además, también estuvo preso al acabar la guerra. Si él nos dice que tiene algo mal por dentro, entonces sí, lo llevamos al hospital y que sea lo que Dios quiera. Quédate con Mar.

—No, ya voy yo. —Se arregló el pelo—. Siempre me dice lo guapa que soy y me mira encandilado.

—Eso no lo sabía. —Esbozó una sonrisa cansina.

Patro salió de la habitación. Miquel se quitó el abrigo. Mar seguía acariciando a su marido.

—Mira cómo te han dejado…

—Eso se arregla, mujer.

—¡Me matarás a disgustos!

—No seas… tonta.

—Mar, ve a buscar toallas y trae una jofaina de agua. Pon a calentar una olla con más, por si se necesita caliente —le ordenó Miquel.

—Sí, señor.

Se quedaron solos. Miquel se sentó a su lado, en la cama. El único medio ojo de Lenin se fijó en su cara seria.

—¿Sabe qué le digo? —Escupió un poco de sangre, ya en vías de coagulación—. Que tiene una cara más avinagrada que la mía.

—Los tienes cuadrados. —Bufó él.

—Esto no es nada. En un par de días… como nuevo. Anda que no me he… no me he llevado tundas yo. En la guerra…

—Si vuelves a hablarme de Durruti, te sacudo.

—Fueron… los mejores días. —Forzó una sonrisa—. Si no le matan… de buenas… a primeras…

—¿Por qué no dejas de hablar y descansas? Hemos ido a buscar a un vecino que es médico. Y cruza los dedos. Como tengas el bazo jodido o una costilla rota perforándote un pulmón o lo que sea que ponga en peligro tu vida, habrá que llevarte al hospital.

—Oiga, si me pasa algo, los niños…

Miquel sintió un sudor frío.

—¡Quieres callarte, pesado!

La reaparición de Mar le liberó del peso. Ella misma empezó a limpiarle la sangre del rostro. Quedaba lo peor: desnudarle, quitarle la ropa y examinarle el cuerpo. Florencio Gómez, el vecino, apareció casi de inmediato, vestido y con un maletín en la mano. Al ver a Lenin sus cejas subieron en ascensor hasta el límite de su cuero cabelludo.

—¡Santo Dios! —gritó—. ¿Pero qué le ha pasado a este hombre?

—Una paliza. —Fue sincero Miquel tendiéndole la mano—. Gracias, señor Gómez.

—No me las dé. —Le previno—. Como esté herido con arma blanca…

—No, no. Ha sido un encuentro desafortunado, nada más.

—¿Y por qué no le ha llevado al hospital?

—Por precaución.

Los dos hombres intercambiaron la mirada definitiva. Miquel serio. El doctor rendido. Ya no hubo más.

—Voy a examinarle. Ayúdenme a desnudarle, por favor.

Durante los siguientes minutos, nadie habló. Ni siquiera Lenin. Una vez desnudo, y más agotado por los gemidos de dolor que exhaló mientras le quitaban la ropa, el médico palpó su cuerpo centímetro a centímetro. En una procesión de Semana Santa con personas vivas en lugar de figuras o estatuas, Lenin habría podido perfectamente hacer de Cristo colgado de la cruz. Como tenía las costillas marcadas, no hubo problema alguno en descubrir cuáles estaban rotas.

—Dos, ésta y ésta —señaló el doctor Gómez.

Continuó el examen.

Acabado el cuerpo, pasó a la cara, ojos, oídos, labios… Cuando le colocó la nariz bien, sin decir nada ni avisarle, el chasquido de los huesos coincidió con el grito de Lenin.

—Ya está. —Dio por finalizado su examen el médico.

Se puso en pie y prescindió del herido. Se dirigió a ellos.

—Su amigo tiene suerte, señor Mascarell. Mucha suerte. Es pronto para descartar complicaciones, pero a primera vista no tiene por qué haberlas. Dos costillas rotas es un balance bastante positivo, dentro de lo que cabe. Un par de días de reposo, ver cómo evoluciona… Ahora voy a vendarle el torso. Lo que no tengo en casa son las medicinas que necesita, y mejor le iría empezar a tomarlas ya, sin esperar a mañana.

—Si me extiende la receta, voy a una farmacia de guardia —dijo Miquel.

—Será lo mejor.

—Gracias.

—No me las dé. —Miró a Patro—. Conozco a su mujer desde que era pequeña y siempre me ha parecido una persona valerosa. Usted y yo también hemos compartido experiencias parecidas. Los tiempos serán nuevos, pero nosotros hemos de ayudarnos, ¿no?

—Sí.

—Otra cosa es que hubiera estado herido por arma blanca o de fuego. Entonces me habría jugado la licencia.

—Lo entiendo.

Le extendió la receta y se dispuso a vendarle, con ayuda de Mar. Miquel y Patro salieron de la habitación. Ella intentó quitarle el papel de la mano al llegar al recibidor.

—Voy yo —dijo Miquel.

—No, déjame a mí. Tú llevas todo el día de acá para allá. Has de estar agotado. Y encima con el susto.

—¿Cómo voy a dejarte ir sola, de noche, en busca de una farmacia de guardia? No seas tonta.

—Hay una aquí cerca, y ya soy mayorcita.

—Que no.

Iba a ponerse el abrigo, pero ella fue más rápida. Primero le dio un beso en los labios, fugaz pero consistente. Le quitó la receta de la mano mientras lo hacía. Al separarse, ya descolgó su abrigo del perchero, junto a la puerta.

—¡Patro!

—Ve a ayudar al doctor. Vuelvo en diez minutos.

No logró impedirlo. Abrió y cerró la puerta dejando tras de sí su halo de ternura habitual y el embrujo de su intensa belleza. Miquel sintió el ramalazo de impotencia en su mente y en su estómago. De pronto sentía que quería vivir.

Vivir.

Los gemidos de Lenin mientras era vendado llegaron hasta él.

Regresó a la habitación, les ayudó en lo posible. Volvió a agradecerle a su vecino el auxilio prestado, le preguntó si quería cobrar algo, o al menos que le pagaran el material empleado, vendas y mercromina, y cuando éste se negó le acompañó a la puerta. Una vez solo, ya no volvió junto a Lenin y Mar.

Caminó hasta la ventana y se asomó a la calle, despreciando el frío.

El cruce estaba silencioso, vacío.

Un coche, otro más, y las ventanas del entorno casi cerradas al cien por cien.

Ojos en la noche.

Pasaron los minutos, cinco, diez.

Patro ya llevaba fuera veinte o más.

Se le aceleró el corazón al reconocerla, caminando con el paso vivo, sosteniendo un paquetito en las manos. La vislumbró por entre las ramas de los árboles, y luego en la calle, acercándose al portal. También vio al sereno, que quizá se la hubiera encontrado al salir y la esperase, solícito.

Cuando la puerta del edificio se cerró, Miquel respiró tranquilo e hizo lo mismo con la ventana, dejando el mundo al otro lado.

Otro día más en el paraíso.