21

La enfermera cuadrada seguía en su lugar. No parecía tener mucho trabajo. Y, desde luego, a los moribundos ni tocarlos, que morirse era cosa suya.

—No les moleste en una hora o dos, que se han de contar muchas cosas del pueblo —le advirtió Miquel.

—Sí, señor.

Salieron de San Pablo. Ya había oscurecido y la noche, de nuevo, se presentaba fría. Los dos se subieron el cuello del abrigo.

Miquel tomó la iniciativa marcando el rumbo.

—Lo que no consiga Consue…

—Digna hermana tuya.

—Lo tomaré como un elogio.

—Lo es, lo es.

—La pierde su mal carácter, y lo avinagrada que está, pero en el fondo es un trozo de pan. Ya ha visto que el Satur le ha dado lástima. En el pasillo no paraba de decirme «Pobre hombre, pobre hombre». Por eso ha vuelto a meterse.

Ya no era un mal Humphrey Bogart. Ahora era un chulo. Antes de la guerra a Consue la hubiera detenido por mucho menos. Y, de pronto, era él quien se servía del sexo para recabar información. Iba cuesta abajo. Denigrado. Si perdía las proporciones…

—¿En qué piensa? —interrumpió su silencio Lenin.

—En nada. Vamos a casa.

—He oído lo del puerto y los Centells.

—¿Y?

—¿No va a buscar a ese hombre, Martín, el manco?

—¿A esta hora? —Le mostró el reloj—. La gente normal suele tener un horario y luego adiós. Hay que saber cuándo parar o te acabas convirtiendo en un esclavo de lo que haces.

—Yo lo decía por resolver el lío cuanto antes, ahora que vamos por buen camino…

—¿Buen camino? ¡Por Dios, Agustino, no tenemos nada!

—¡Caray, con todo lo que ha descubierto hoy! —Movió la mano derecha de arriba abajo en señal de admiración—. Yo es que no quiero que termine harto de mí.

—¿Harto de ti? Nooo…

Lenin captó su intención.

—Encima con guasas.

—Necesito un poco de calma, eso es todo. —Miquel suspiró arrepentido de su arrebato—. Antes he jugado con tus hijos y me han dejado muerto.

—¿En serio? ¿A que son majos?

—Todos los críos lo son.

—Ah, no, que algunos son insoportables, se lo digo yo. —Vio que era mejor no discutir y cambió rápido de tercio—. ¿Así que iremos mañana a ver si encontramos a Martín Centells?

—Mañana a primera hora iré al Ritz.

—Irá solo, porque yo en un lugar así no puedo entrar.

—Pensaba ir solo.

—¿Por qué es tan importante descubrir qué hizo el inglés?

—Porque saber a quién vio, cuándo y cómo, nos desbrozará el camino. Los círculos no se cierran hasta que se habla con todos los implicados. Tengo una vaga idea de lo que pudo suceder, por qué Rojas de Mena supo de su existencia y mandó matarle. Pero una vaga idea no es la certeza total.

—Está claro que los cuadros los tiene el ricachón.

—Yo creo que el ricachón, como le llamas, sigue buscando a Heindrich. Si no, su secuaz no habría matado a Wenceslao.

—Entonces Wenceslao le habrá dicho lo de los Centells y para mañana estarán muertos si no vamos antes a alertarles.

—Wenceslao nos dijo que no sabía nada, salvo que Félix estaba vivo, que él sólo ponía el geranio en la ventana por indicación de Saturnino. Era un enlace. Y conozco un poco cómo van las cosas para saber que decía la verdad. Pura lógica. El camino hasta Félix Centells pasaba por él y por esa razón el asesino lo encontró, pero nada más. Le mató para que no fuera alertando al personal si lo dejaba vivo o para no dejar rastros. ¿Por qué te crees que fui a buscar a Saturnino? Félix Centells puede estar oculto bajo tierra, y somos pocos los que podemos hallarle en su laberinto. Pienso que Martín y Conrado Centells están a salvo de momento. Por eso necesito cuadrar antes lo relativo al inglés.

—¿Y cómo es que el Satur ese sigue vivo si forma parte del engranaje?

—No lo sé —admitió Miquel—. Puede que nadie sepa que está en el hospital. Si no llega a ser por Sebas, tampoco lo sabríamos nosotros.

—Yo creo que la gente mata cuando persigue algo y lo ha conseguido —opinó Lenin.

—O cuando se protege y no quiere dejar rastros —insistió Miquel.

Lenin le dio una patada a una piedrecita que salió disparada y por poco no impactó en un taxi aparcado en la calle.

—Qué complicado es ser policía, oiga.

—Bienvenido a la realidad.

—Conmigo y los míos lo tenía más fácil. Pero con asesinos… ¡Qué gente! ¿Cogemos ese taxi?

—Tú y los taxis.

—Ya lo pago yo.

Se envaró de golpe.

—¿Has robado otra cartera? —le preguntó muy serio.

—Que no, que aún tengo parte de lo de ayer.

—Lenin, déjalo ya, ¿de acuerdo?

—¡Si no he hecho nada! Lo que pasa es que lo de ayer fueron un poco más de noventa pesetas.

—No te creo. —Se sintió furioso.

—Es la verdad.

—¿Por qué ibas a mentirme?

—Porque si le digo que saqué trescientas igual se me enfada más.

—¿Qué más da que sean noventa o trescientas, por Dios?

El taxi se había marchado. Caminaban solos por la calle, y encima era un tramo oscuro, con dos descampados a la derecha. Edificios que no habían sido reconstruidos todavía después de las bombas.

Los dos hombres salieron del segundo.

Miquel se dio cuenta del peligro cuando Lenin hizo un inútil conato de echar a correr, nada más verlos. No lo consiguió porque uno de ellos le puso la zancadilla muy rápido.

Mientras él caía al suelo, el otro sujetó a Miquel.

—Tú quieto, abuelo.

Sintió ira.

De pronto, todo el mundo le llamaba abuelo.

—Vaya, mira a quién tenemos aquí —habló el que acababa de derribarle.

Lenin reculó por el suelo, arrastrando el trasero hasta que se hizo un lío al pisar el faldón del abrigo y quedó atrapado. Su cara denotaba el pánico que sentía.

—Cosme, yo…

—¡Cállate!

Lo que no había logrado él lo consiguieron los dos hombres.

Lenin cerró la boca.

—Oigan… —quiso intervenir Miquel.

El que lo sujetaba le enseñó una navaja. Movió la cabeza de lado a lado.

—Chist, chist, chist… —cuchicheó en su oído.

El llamado Cosme dio vueltas en torno a Lenin. La calle seguía estando vacía. Los coches que circulaban por la calzada ni les miraban, y si lo hacían, optaban por no detenerse.

—El gran Agustino Ponce —aplaudió su agresor—. ¿Has visto, Mariano? ¡Y por estos barrios, de paseo, como si tal cosa!

—Esperad, yo…

La patada de Cosme le dio de lleno en el estómago.

Lenin se dobló sobre sí mismo, gimiendo y llorando.

—Gol —dijo Mariano sin el menor énfasis.

Miquel se revolvió un poco. Sólo un poco. La navaja se le incrustó en el flanco.

—No… se meta… —le advirtió Lenin desde el suelo—. Por favor, señor…, no se meta…

—Soy policía —les previno un tanto ilusoriamente.

—¡No le… hagáis… caso! —suplicó Lenin—. Lo fue… pero ya no… Si queréis algo, es… conmigo.

—Fíjate, ahora es un héroe —dijo Cosme.

—Increíble —asintió Mariano.

—Os juro que… os pagaré. —Siguió retorciéndose de dolor—. Necesito…

—¡Necesitas cara dura, mierdecilla! —Volvió a patearlo una, dos, tres veces.

Miquel cerró los ojos.

—¿Lo llevamos al descampado? —preguntó Mariano señalando a su derecha.

—No. —Cosme se encogió de hombros—. Total…

La paliza duró unos diez o quince segundos. Cosme solo. Patadas, puñetazos y más patadas, en el vientre, la espalda, la entrepierna. Lenin ya ni gritaba, sólo gemía de forma ahogada con cada impacto.

Miquel ya no pudo más.

—¡Vais a matarle! —Se desesperó.

—¿Y qué? —Cosme dejó a su víctima y pegó su nariz a la de él, respirando con fatiga—. ¿Alguien va a llorarle?

—Por favor —suplicó Miquel.

Cosme regresó junto a la piltrafa humana en la que había convertido a Lenin. Le registró. Le vació los bolsillos. Se mofó de la cantidad encontrada, los restos de las trescientas pesetas tras los taxis y comidas del día anterior. Miquel pensó que le tocaba el turno, pero no fue así. Mariano se lo dijo:

—Tranquilo, abuelo. No somos ladrones, pero si va con un estafador… Tenga cuidado.

La navaja dejó de incrustarse en su flanco.

Cosme y Mariano se apartaron.

—Buenas noches. —Se despidió el primero.

Echaron a andar, como si tal cosa, despacio, dándoles la espalda, seguros y tranquilos. Miquel se arrodilló junto al malherido. Pensó que estaría inconsciente, pero no. Lenin entreabrió su único ojo medio sano.

—¿Se… han ido?

Su cara ya no se parecía a la del líder comunista. Más bien era una máscara sanguinolenta. Un ojo cerrado, el labio inferior partido, la nariz desviada hacia la izquierda, la boca inundada por la sangre… Lo peor, sin embargo, era lo que no se veía, el cuerpo.

—Mierda, Lenin, mierda. —Lo enderezó Miquel.

—Le… apuesto algo a… a que le he roto… el pie con la… nariz o las… costillas —quiso bromear.

—No seas burro.

—Eso… por tacaño… —le soltó—. Por no… querer… coger un taxi.

—No te muevas, voy a buscar uno.

—A buenas… horas… mangas… verdes…

Lo apoyó en un árbol y salió a la calzada. Pasaron tres coches. A lo lejos vio la luz de «libre» que señalizaba su objetivo y empezó a levantar los brazos. A su espalda, la voz de Lenin le llegó envuelta en jadeos, porque ni así estaba dispuesto a callar.

—Menudo… barrio…, oiga… Para que… luego digan… de los… míos…