19

No había tenido más remedio que pasar por el bar de Ramón. Era el más cercano y el único de confianza. Lenin caminaba ahora por la calle zampándose un glorioso bocadillo de tortilla. Tenía hambre, porque le daba unos mordiscos de primera división. Pero ni con la boca llena dejaba de hablar.

—Simpático, el Ramón ese.

—Mucho.

—Y se ve que le quiere, ¿eh?

—Mucho.

—Es que usted es un gruñón, pero de puertas afuera. Se hace querer, sí señor.

La mirada que le lanzó era de todo menos amorosa.

—¿Por qué está mosca, hombre? —Se disgustó Lenin.

—¿Pero tú no ves el lío en que me has metido con lo de esa dichosa cartera?

—Le juro por mis hijos que…

—No jures, y menos por tus hijos. Llevamos dos días y tres muertos.

—¿Cómo que tres? —Se atragantó.

—¿Por qué te crees que ha salido corriendo ese chico? Nuestro hombre ha matado al Wenceslao y a su mujer.

Abrió la boca, y la tenía llena de pan y tortilla a medio masticar.

—¡No joda!

—Eso, tú grita y acabamos en chirona por soltar palabras soeces.

—¿Cómo sabe usted que los han apiolao?

—Porque he vuelto a casa de Wenceslao y por debajo de la puerta ya asomaba la sangre. He mirado por la mirilla óptica, por debajo de la puerta, y allí estaban los dos cadáveres, un hombre y una mujer.

—Me deja…

—Ahora resulta que el contacto es un chico que tiene que ver con las aduanas del puerto.

—Ya ve.

—¿Tú crees en las casualidades?

—No sé. ¿Qué quiere decir?

—Imagínate que eres Heindrich y tienes en tu poder diecisiete cuadros que caben en un baúl, o en una maleta, sin los marcos, claro. A pesar de tener una nueva identidad, ¿vas a irte en avión, en tren?

—¡En barco!

—Ésa es mi teoría, pero…

—¿Pero qué? —Arrancó otro buen pedazo al bocadillo.

—Nada. Las cosas, por orden. De momento vamos a por tu hermana.

—Ah, sí, ¿para qué la quiere?

—¿Te has olvidado del Saturnino?

—¡Huy, es verdad! Mire que es usted cumplidor, ¿eh?

—¿Por qué acabas la mayoría de frases con un «¿eh?»?

—¿Ah, sí? No me he dado cuenta. —Vio pasar un taxi vacío cerca y lanzó una furtiva mirada en dirección a su compañero—. ¿Vamos a pie?

—¿El señor quiere ir en taxi?

—Ya sabe que le colaboro.

—¿Has vuelto a robar una cartera? —Miquel se detuvo en seco.

—No, no, palabra.

—¿Para qué quieres ir en taxi si ya estamos a mitad de camino?

—Era para tomarme una cervecita rápida, o una malta, o lo que sea, porque así, a palo seco… —Agitó lo poco que le quedaba de bocadillo.

Miquel apretó el paso y consiguió que se callara unos minutos.

Lenin remató el bocadillo.

—No me ha contado qué ha hecho.

—No.

—¿No quiere compartirlo conmigo? Ha seguido al asesino, digo yo.

Pensó en callar, silenciar lo de Jacinto José Rojas de Mena y el comisario Amador, la amante y sus deducciones. Pero, si hablaba él, a lo mejor Lenin dejaba de hacerlo. Y, a veces, contar en voz alta las cosas le ayudaba a verlas en perspectiva.

Se oía a sí mismo, su cabeza ronroneaba como un gato en brazos de su dueño.

Se lo contó.

Del asombro, Lenin pasó al desconcierto y la inquietud. Por fin empezaba a darse cuenta de que todo aquello les venía un poco grande a él y a un ex policía republicano que estaba en el punto de mira de la legalidad vigente.

La legalidad de una dictadura que sometía a los vencidos.

—¿Por qué sigue investigando si la cosa está tan jodida? —quiso saber su compañero.

—Ya puestos… —Se encogió de hombros.

—Puro sabueso, ¿eh?

—¿Tienes algo mejor que hacer?

—No es lo mismo esto que estar paseando con mi Mar y los niños por el parque, qué quiere que le diga. Y usted, con su señora…

—La próxima vez que sueltes un «¿eh?» yo te suelto un capón.

—Sí, hombre.

Se apartó de un salto porque Miquel levantó la mano derecha.

Y se echó a reír, inocente.

Dieron una docena de pasos más.

—¿Sabes por qué creo que sigo en esto? —preguntó Miquel de pronto. Y sin esperar a que Lenin le respondiera continuó hablando—: ¿Has oído hablar de lo que hicieron los nazis en la guerra?

—Matar gente.

—Me refiero a los campos de exterminio.

—¿Lo de las cámaras de gas y los hornos crematorios?

—Sí.

—¿Pero eso es verdad?

—¿Tú qué crees?

—Pensaba que era propaganda, como los de aquí con nosotros: que si quemamos iglesias y matamos curas, que si éramos la horda roja… ¿Qué van a decir? Yo es que eso de que los judíos iban como corderos al matadero no me lo creo. Y como tampoco es que salgan las noticias en el periódico o las digan por radio… Más bien son rumores, uno que dice, otro que sabe, otro más que asegura haber estado allí y se libró…

—Esos hijos de puta asesinaron a muchas personas, mujeres y niños incluidos. —Su rostro se inundó de sombras—. Hubo un juicio en Nuremberg, hace poco, pero ahí sólo estaban los líderes. Se les condenó a todos, a muerte o cárcel. ¿Qué hay de los Klaus Heindrich que escaparon y están escondidos, y encima con las manos llenas, como lo de esos cuadros? ¿Qué clase de justicia va a atraparles, si todavía mueren los Alexander Peyton que van tras ellos?

—Es usted el Llanero Solitario.

—No seas burro.

—En serio. ¿Ve lo bien que va el ser menos listo? Usted sabe cosas, y cuanto más sabe uno, más se le complica la vida. Yo en cambio… —Caminó mirándose las puntas de sus gastados zapatos—. Aquí nos las hacen pasar canutas sin que a nadie del exterior le importe, los americanos echaron esa bomba y como si tal cosa, y ahora me dice que lo de los alemanes es cierto. Pues sí que… Menudo mundo, ¿no?

—Menudo mundo, sí.

—Bueno, si usted es el Llanero Solitario, yo entonces debo de ser su ayudante, Toro, el indio.

—Lo de indio te cuadra.

—Disfruta metiéndose conmigo, ¿eh?

Le soltó el capón prometido. Y fue más rápido que él, porque le acertó de lleno en el cogote.

—¡Eh, venga ya! —Lenin se echó a reír de nuevo, ni mucho menos enfadado.

Entonces, de pronto, Miquel sintió una infinita pena.

Por todo.

Pero especialmente por Lenin, el chorizo de toda la vida, el ratero de antes y de ahora, el inocente, el resultado de unas circunstancias, de una guerra, de un país inculto atrapado entre militares y curas, una tierra llena de diferencias y odios. Pena por un destino marcado y sin esperanzas.

Eso último le hizo mucho daño.

Sin esperanzas.

¿Las tenía él con Patro?

¿Vivirían de espaldas a todo, encerrados en su piso, en su habitación, cerrando los ojos para atrapar la poca felicidad que les quedaba?

—¿Qué le pasa? Se le ha puesto cara de funeral —dijo Lenin.

—Nada, y perdona por el golpe.

—Eso hace camaradería, no se preocupe.

—Estamos cerca —se limitó a decir sin muchas energías.

Para esa hora, oscureciendo ya, la calle Robadors estaba bastante animada. Las mujeres en sus puestos, los paseantes todo ojos, los clientes valorando a unas y otras, algunos marineros riendo y un par de residentes, pese al frío, asomados a sus ventanas viendo el espectáculo. Por la falta de luz, la casa parecía más gris y fea que la mañana anterior. Subieron a la primera planta y no vieron ningún aviso, ninguna cinta atada al pomo de la entrada. Lenin llamó y se anunció:

—¡Consue!

Nadie abrió la puerta.

—¿Un servicio a domicilio? —Se extrañó Miquel.

—Venga.

Volvieron a la calle y el hermano de la prostituta caminó hasta uno de los bares, El Puerto. Consue estaba allí, acodada en la barra, con su pecho por delante, el escote abierto hasta lo indecible y el desparpajo de su oficio. Hablaba con un hombre de mal aspecto y peor estofa.

—Si está trabajando, no le gusta que la molesten. —Se detuvo Lenin al otro lado de los cristales de la puerta.

—Llámala.

—Que no la conoce, y tiene un pronto…

—Llámala.

—Bueno, pero se las apaña usted con ella, ¿eh?

Lenin entró en el bar. Miquel esperó en el exterior. La vio discutir con él, de forma airada. Cuando el presunto cliente se apartó de su lado, la disputa fue mayor.

Pero logró sacarla a la calle.

—¡Maldita sea! —Se encaró con Miquel—. ¿Qué pasa? ¡No están los tiempos como para perder clientes, que ya lo tenía medio adobado!

—Te necesitamos dos horas.

—¿A mí, para qué? —Se inquietó sin perder su tono aguerrido.

Miquel le enseñó un billete de veinticinco pesetas.

—Haber empezado por ahí. —Se calmó extendiendo la mano.

—Después de que te diga qué has de hacer. —Cerró la suya él.

—¿Qué he de hacer? Pues alguna guarrada, supongo.

—No es ninguna guarrada, pero el tipo está en un hospital, muriéndose. Es su última voluntad.

—Una vez uno se me quedó en la cama. —Lo proclamó como si fuera un trofeo de guerra, pero en sus ojos reapareció la desconfianza—. ¿No tendrá nada contagioso?

—No, tranquila. ¿Llevas bragas?

—Sí, claro.

—Quítatelas.

—Entonces subamos un momento a casa. No voy a llevarlas en la mano. ¿O quiere guardármelas en el bolsillo?

—Subamos.

Lo hicieron. Mientras subía aquellos escalones, Miquel soltó un pequeño bufido de admiración hacia sí mismo. ¿Era el mismo policía de antes de la guerra? Más parecía un Humphrey Bogart barato, a la española. Una faceta suya que no conocía.

La influencia de Lenin era perniciosa.

Si no hubiera coincidido con él aquella noche en la Central…

Cuando entraron en el piso, Consue empezó a desnudarse.

—Coño, que estoy aquí —protestó su hermano.

—Pues no mires.

—Mira que eres puta. —Chasqueó la lengua.

—No me digas.

—Ya que estamos, ponte algo provocativo, pero que sea fácil de quitar, por si acaso —dijo Miquel—. No creo que puedas encamarte con él.

—¿Un trabajo manual? Entonces ¿para qué quiere que me quite las bragas?

—Para lucirte, Consue. —Miquel imitó a Lenin y se puso de espaldas—. Necesitamos algo más de ese moribundo y tú eres el cebo.

—La madre que os parió a los dos —farfulló ella mientras se echaba por encima una colonia apestosa.