La alternativa era doble: regresar a casa para comer o hacerlo en cualquier parte y continuar con lo que tenía entre manos.
La primera opción implicaba lidiar con los hijos de Lenin y con la incontinencia verbal de su padre. La segunda, adelantar en lo posible y sacar algo en claro del lío en que se había metido su inesperado compañero y en el que se estaba metiendo él mismo.
Optó por lo segundo.
—¡Encima va y me dice que le realquile la habitación! —refunfuñó en voz alta.
—¿Cómo dice, señor?
Tenía a una mujer al lado, justo esperando para cruzar al otro lado de la calle Pelayo. Era mayor, más o menos de su edad, enlutada de pies a cabeza. Su cara era bondadosa.
—Nada, perdone —se excusó—. Hablaba solo.
—Yo también lo hago —le dijo ella—. Cuando no se tiene a nadie, ¿verdad?
Echaron a andar y aceleró el paso.
¿Y si Lenin seguía apostado frente a la casa de Wenceslao?
Volvió sobre sus pasos y se dirigió a la calle Ferlandina.
¿Cómo había entrado el secuaz de Jacinto José Rojas de Mena en el piso? ¿Le había abierto Wenceslao? ¿Lo estaba registrando, aprovechando que no había nadie?
Algo no le cuadraba, pero se resistía a ir más allá.
Llegó al número 9 de Ferlandina en menos de diez minutos. El geranio seguía en el mismo lugar. Fue a la acera de enfrente y miró la ventana. Nada. Esperó cinco minutos, sin perderla de vista, con el mismo resultado. Luego fue a la puerta del edificio y, para su sorpresa, la encontró entornada.
Se coló dentro y subió a la primera planta. El timbre era muy agudo, o quizá rebotase por paredes vacías. Redondeó su acción dando golpes con los nudillos.
Silencio.
De nuevo en la calle, caminó hasta el bar del día anterior. El chico joven que había llamado «meado de vaca» a su vaso de leche se quedó muy sorprendido al verle. Miquel se sentó en la misma mesa. No podía ver la ventana del piso de Wenceslao, ni la puerta de la calle, pero dejó de importarle.
—¿Se puede comer algo?
—Sí, sí, señor —asintió el muchacho, muy serio.
—¿Qué tienes?
—Tortillita, calamarcitos, cocretas…
—Se dice croquetas —le corrigió.
El apabullamiento fue mayor. Volver a sentirse inspector de policía, de pronto, le gustó mucho.
—Ah.
—Tráeme un poco de todo, y pan, y agua para beber —le pidió.
—Sí, señor.
—¿Tienes algún periódico? —Le detuvo antes de que se fuera.
—El Mundo Deportivo, pero es de ayer.
Como en el bar de Ramón. Fútbol.
—Entonces nada.
Eso fue todo. Se quedó a solas con sus pensamientos, desordenados, caóticos. Un inglés muerto, el más que probable asesino trabajaba para uno de los nuevos elegidos de la nueva Barcelona, éste tenía una amante y era amigo del poderoso comisario Amador, un nazi andaba suelto, un falsificador se escondía. Demasiados cabos para la misma madeja.
¿Y si los cuadros estaban ya en poder de Rojas de Mena y por esa razón había hecho matar al inglés, para que no husmeara?
Si era así, Klaus Heindrich se iría con un buen dinero.
Mucho dinero.
—Entonces nadie volverá a ver esas diecisiete pinturas. —Suspiró.
¿Caso cerrado? ¿Podría volver Lenin a su vida?
Pero si era así, si el amante de Cristina Roig ya tenía los cuadros, ¿qué hacía su secuaz en el piso de Wenceslao?
No, si alguien iba tras Félix Centelles era para dar con el alemán; y siendo así, los cuadros seguían en su poder.
Movió la cabeza de arriba abajo para dar más énfasis a sus pensamientos.
—Su agua, señor. —La jarra y un vaso aterrizaron en la mesa—. La comida se la sirvo en un minuto.
Miquel miró la calle a través del ventanal del bar. En momentos así, de sosiego y reflexión, se sorprendía de la calma y serenidad de la gente, que aceptaba lo que ya era evidente: la instauración de la dictadura. Diez años eran diez años. Poco o mucho, según la perspectiva. Poco para olvidar. Mucho para pensar en la lucha. Ninguna resistencia es eterna. Las personas iban y venían, serias o riendo, hablando o en silencio. Por eso todavía se sentía extraño, con apenas dos años y medio de libertad. Extraño y aturdido. Extraño como el día del reencuentro urbano en julio del 47 y extraño como la mañana del 26 de enero de 1939, viendo cómo los catalanes salían a las calles para ver y celebrar la llegada de Franco y sus tropas victoriosas, tal vez hartos de hambre y frío, bombas y muertes.
Pero ¡Dios, cómo le habían dolido aquellos vítores y aquella bandera gigante colgada de la fachada de la iglesia de Pompeya! ¡Y el maldito fervor de este 31 de mayo, con Franco recorriendo en su coche descapotable las calles del puerto!
De haber salido bien aquel estúpido y loco complot…
—¿Y ahora por qué pienso en todo esto? —gruñó a media voz.
¿Era por la Navidad?
¿Tiempo de paz y amor?
Incluso hacía más de un año que no hablaba con Quimeta, desde que Patro y él salieron con vida de la trampa de Benigno Sáez y decidió buscar la tumba de Roger.
—¡Hay que joderse! —gruñó de nuevo.
Recuperó el ánimo con la comida. O al menos la predisposición a sentirse mejor. ¿De qué se quejaba? ¿Todavía le latía la culpa por estar vivo y ser feliz?
¿Era ésa la trampa de las Navidades?
La tortilla no era como la de la mujer de Ramón, pero las croquetas y los calamarcitos… ¿Cuánto hacía que no comía calamarcitos? Y no parecían del mercado negro. A lo mejor era que por todas partes había ya más cosas y menos restricciones.
Tenía que salir más con Patro.
No sólo al cine: a cenar, a recuperar otras alegrías.
Acabó de comer y llamó al chico. Decidió no ser más duro con él. Le pagó la comida y le dejó propina tras decirle que todo estaba muy bueno y que felicitara a la que había hecho las croquetas. El camarero le dijo que era su madre.
De nuevo en la calle, lo primero que miró fue la ventana del piso de Wenceslao.
El geranio estaba allí, inamovible.
Caminó hasta la puerta. Seguía entornada, sin cerrar. Se coló dentro y entonces observó que la cerradura estaba rota. Debía de estarlo ya en su primer intento, apenas media hora antes. Subió al piso, llamó al timbre y repitió el gesto con los nudillos.
Casi estuvo a punto de irse.
Pero dejó caer la cabeza sobre el pecho, abatido, y entonces la vio.
La mancha oscura, emergiendo por debajo de la puerta, como lava paciente que ganase terreno milímetro a milímetro.
Se agachó, aunque ya sabía qué era aquello.
Todas las manchas de sangre eran iguales.
La tocó. Fría. Ya espesa.
Wenceslao tenía que estar cerca de la puerta, sorprendido por su asesino nada más abrirle. Había caído allí mismo, unos segundos antes de que aparecieran Lenin y él y el asesino se dedicara a husmear por su piso.
En la puerta había una mirilla óptica. Trató de atisbar al otro lado pese a la deformidad de la imagen. Intuyó una forma humana caída en el suelo, en mitad de alguna parte, y reconoció los pantalones y los zapatos de Wenceslao.
Era imposible que la sangre hubiera llegado hasta el rellano.
¿Quién estaba entonces tras la puerta?
No tuvo más remedio que tumbarse boca abajo para tratar de ver por el hueco inferior. No lo consiguió. Se deslizó por los escalones y entonces sí, con el cuerpo más abajo que el nivel del rellano y la cabeza a ras de suelo, consiguió intuir la forma de una falda, unas piernas embutidas en unas medias gruesas y unos zapatos de mujer.
El secuaz de Rojas de Mena había asesinado también a la más que probable esposa de Wenceslao.
Se levantó más rápido de lo que era aconsejable y no esperó ni un segundo. Si alguien le veía allí y le describía al comisario Amador, sería el fin. Por una vez lamentó no llevar sombrero. Salió a la calle con las solapas del abrigo levantadas, con aire de conspirador, y se alejó nervioso, cada vez más alterado.
Después de matar a la pareja, su asesino se había ido a casa de su amo. Y allí estaba Amador.
¿Lo sabía el comisario?
¿Encubría los crímenes o eso era cosa de Rojas de Mena?
Y lo más importante: si Wenceslao conocía el paradero de Félix Centells, ¿se lo había dicho al gorila?
—No, los han matado nada más abrir la puerta. Ese hijo de puta ha ido a ver a su jefe para recibir instrucciones; de lo contrario, habría ido ya a por Centells.
Tenía la cabeza hecha un lío.
Porque no esperaba aquello.
Ahora todo eran conjeturas.
Un taxi dejó a dos hombres en la plaza de los Ángeles y lo aprovechó. Se sentía cansado. Quizá impotente. Cuando era inspector de policía los casos desmesurados, los que exigían paciencia y orden, le apasionaban. Eran como un veneno. Ahora le pesaban.
—Ya no eres policía —se dijo.
—¿Diga, señor? —Se encontró con los ojos del taxista.
—No, nada, hablaba en voz alta.
—Yo también lo hago a veces, no se preocupe. Todos estamos un poco majaras, ¿no? —Le sonrió el hombre.
No hubo conversación. Hizo el corto trayecto sumido en sus pensamientos y se bajó en su chaflán, Valencia con Gerona. La portera salió de su garita acristalada nada más verle.
—Señor Mascarell…
Sabía qué iba a decirle.
—Son del pueblo, parientes. Estarán un par de días.
—Ah, ya, bueno. —Se hizo la digna.
—Gracias.
—Pero dígales a los niños que no bajen la escalera como si fueran indios.
Miquel subió a su piso.
Los «indios» estaban silenciosos.
Falsas esperanzas. Nada más abrir la puerta aparecieron por el pasillo y esta vez le tocó a él ser objeto de sus risas, ya con toda confianza y sin miedo o respeto por su cara avinagrada.
—¡Abuelo, abuelo!
Por lo menos ya no le llamaban «yayo».
Su madre y Patro aparecieron por detrás.
—¿Está Agustino? —preguntó tratando de que Pablito y Maribel no se colgaran de él y le derribaran al suelo.
—¿No estaba con usted? —Se alarmó Mar.
—Nos hemos tenido que separar para seguir dos pistas distintas. Creía que ya habría terminado con la suya.
—Pero estará bien, ¿no?
—Claro —aseguró con cara de póquer, haciendo equilibrios.
—¡Niños, dejad al abuelo, que vais a tirarle! —les recriminó la mujer.
—Voy al retrete. —Fue rápido.
Patro fue tras él. En el pequeño espacio del retrete no cabía más que una persona, así que le esperó fuera. Cuando salió se encontró con su cara de recelo.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Cuenta.
—No, nada.
—Miquel, que te lo veo en los ojos.
—¿Qué les pasa a mis ojos?
—Cuando estás triste o preocupado parecen dos puestas de sol.
—¿Y cuando estoy feliz?
—Dos amaneceres. —Se cruzó de brazos acorralándole—. Va, cuenta. ¿Qué sucede?
No podía ocultárselo. Con Quimeta lo había hecho. Nunca hablaba del trabajo en casa. Su mujer vivía en una urna de cristal, a salvo de todo mal. Patro era distinta, más joven, más vital e intuitiva. Y además, «el trabajo» lo tenían en casa: Lenin y su familia.
—El asesino del inglés ha matado a dos personas más, una pareja.
Patro tragó saliva.
—Ahora sí te pido que lo dejes. —Fue terminante.
—Ahora…
—Les ocultamos aquí unos días, hasta que todo pase, y luego se acabó.
—No creo que esto se acabe así como así.
—¿Por qué?
—Porque he visto a Amador con el jefe del asesino, todo un pez gordo, y tan amigos.
Se encontró, primero, con sus ojos atemorizados. Después con su abrazo, fuerte, intenso, tan vibrante como protector.
—No te cruces con ese hombre otra vez, por favor, por favor, por favor… —le suplicó al oído.
Iba a besarla, pero no pudo.
—Abuelo, ¿jugamos? —Le arrancó de la paz la voz y la presencia de Maribel.