16

El taxi le dejó en la calle Pelayo, delante mismo de La Vanguardia. La muchacha de la recepción era joven y parecía vital. Le regaló una sonrisa, algo hermoso siempre. Miquel le hizo la pregunta:

—¿Agustín Mainat, por favor?

—Sí, ¿de parte?

—No me conoce. Me llamo Miquel Mascarell. Dígale que soy un amigo de su padre.

La sonrisa no menguó, pero se fijó con menos entusiasmo en su rostro. Le pidió que esperara y desapareció por la puerta que conducía a la redacción. No tardó en regresar.

—Sale enseguida —le informó.

Miquel esperó. De una mesita tomó el periódico del día. Como era costumbre casi usual, en la variada portada aparecían seis instantáneas, y en ellas no faltaban uniformes y sotanas. Una imagen de varios ministros en una misa para celebrar la festividad de Santa Bárbara. Una segunda del capitán general de Barcelona pasando revista a unas tropas. Una tercera de Jerusalén y el pequeño incendio declarado en la basílica del Santo Sepulcro. Una cuarta tomada en Karachi, Pakistán, con los tenistas de un torneo. Una quinta con dos personas sentadas a la puerta de la Administración General de Loterías en Madrid, y la sexta con una multitud congregada frente a la jaula del elefante en el zoo de Barcelona, con motivo de los festejos promovidos por la sociedad El Arca de Noé.

El periódico ya costaba cincuenta y cinco céntimos.

Ni siquiera se habían esperado al año nuevo para subir el precio un diez por ciento.

—Hoy cuesta cinco céntimos más —le dijo la joven como si le leyera el pensamiento.

Iba a preguntarle el motivo justo cuando apareció Agustín Mainat.

La última vez que le había visto, allá por 1938, era un chico de unos trece o catorce años. Ahora estaba ya en los veinticinco. Su padre, Rubén, era redondo, calvo, ojos de águila y bigote frondoso. Agustín no se le parecía en nada, alto, delgado, con el insultante atractivo de la juventud.

—¿Mascarell? —Le tendió la mano mientras fruncía el ceño.

—¿Me recuerda? —Le correspondió.

—Vagamente, pero de eso hace…

—Una eternidad.

—Usted era amigo de mi padre.

—Sí.

—Claro, claro, el policía.

—La última vez que vi a Rubén fue en enero del 39, aquí mismo, en esa salita. —Señaló a su izquierda—. Esperábamos la entrada de las tropas, pero él… al pie del cañón.

—Le fusilaron en abril.

Lo acusó.

Aunque era lo lógico.

Lo ilógico era que él siguiese vivo.

—Yo estuve preso ocho años y medio.

—Lo siento.

Miquel intentó recuperarse.

—¿Podría hablar con usted cinco minutos?

Agustín Mainat le echó un vistazo a su reloj.

—Estoy escribiendo un artículo, pero… sí, sí, no importa. Pase.

La misma salita. Otro tiempo. Otro Mainat.

—La primera vez que vi su apellido en La Vanguardia me quedé… petrificado. Luego me di cuenta de que el nombre no era Rubén, sino Agustín.

—Siempre quise seguir sus pasos, ya ve.

—Mi hijo en cambio no quería seguir los míos.

—Entiendo. —Le bastó con el hecho de que hablara en pasado—. Siéntese, por favor. No volverá a ser policía, ¿verdad?

—No, claro.

—¿En qué puedo ayudarle?

Tomó aire, ordenó sus ideas y se confió a él.

—Un conocido está metido en un lío y le estoy ayudando a salir de él. Lo único que necesito es cierta información que sólo un periodista puede darme.

—De momento estoy en cine y espectáculos, no sé.

—Agradeceré lo que sea. ¿Le suena de algo el nombre de Jacinto José Rojas de Mena?

—Hombre, hasta ahí llego. ¿Cómo no va a sonarme? ¿Usted no lee La Vanguardia?

—Sí, la leo, pero no…

—Suele aparecer en los ecos de sociedad.

—Esa parte la paso.

—Bueno. —El periodista sonrió—. Pues, para empezar, déjeme decirle que si su conocido tiene problemas con él está listo. Y le daré un consejo: no se meta. Máxime si ha salido de prisión.

—¿Tan importante es?

—Yo diría que, ahora mismo, es uno de los diez hombres más influyentes y posiblemente ricos de la nueva Barcelona.

—¿Una ascensión rápida y fulgurante?

—Ni más ni menos. Por lo que sé, prestando atención aquí y allá o pillando comentarios al vuelo, comenzó a medrar al poco de acabar la guerra. Su mujer es una dama de la alta sociedad, muy de misa. También ella suele aparecer en fotografías de actos benéficos, roperos, recolectas… Rojas de Mena está muy metido en las altas instancias. La mitad de lo que se construye en Barcelona, y mire que se construye, tiene que ver con alguna de sus empresas, porque anda por todas las ramas.

—¿Algo que ver con cuadros?

—¿Bromea?

—No.

—Es coleccionista, y de los buenos.

—Vaya —asintió.

—¿Sabe lo que significa ser coleccionista cuando se está forrado? —Agustín Mainat hizo un gesto de evidencia.

—Lo imagino.

—Ese hombre puede comprar lo que quiera sin pestañear, porque encima los coleccionistas, de lo que sea, piensan únicamente en su pasión. El director de La Vanguardia fue a una cena en su casa hace unos meses y se lo comentó al jefe de redacción y él a nosotros. Su mansión es un museo, y se dice que en el sótano, a prueba de bombas, es donde están sus más preciados tesoros y… probablemente más de uno ilegal, eso fijo.

—¿Quién es su mujer?

—Manuela León Rivadaura, de los Rivadaura-Enrich. Tienen una hija, Enriqueta, aunque todos la llaman Queta. Ella es la mano derecha de su padre en los negocios. Piel dura, según parece. Rondará los treinta y sigue soltera, fiel a papá. —Hizo una pausa—. Todo esto, más o menos sabido hace unas semanas. Si en ese tiempo ha habido algún cambio…

—¿Le suena el nombre de Cristina Roig?

—Una actriz no muy buena, pero muy guapa, sí. Hace como tres o cuatro años que apenas si se la oye nombrar.

—Es la amante de Rojas de Mena.

La cara de Agustín Mainat reflejó su sorpresa.

—¿En serio?

—Sí.

—El muy… —Movió la cabeza de lado a lado en un gesto de resignación—. No tiene mal gusto el hombre. Quizá por eso el otro día me llegó la información de que va a rodar una nueva película.

El hijo de Rubén Mainat parecía una buena persona.

Habían fusilado a su padre.

—Escuche…

—No me llame de usted, se lo ruego.

—Bien, entonces… Necesito confiar en alguien, ¿sabes?

—¿Lo del conocido no es verdad?

—Sí, sí lo es, pero el lío crece por momentos.

—¿De qué se trata? —El periodista se inclinó sobre la mesa.

Habían pasado los cinco minutos.

—Si tienes trabajo, puedo volver luego, o por la tarde.

—Siga, no importa. Ha despertado mi curiosidad.

—Lo llevas en la sangre, como tu padre —reconoció Miquel.

—Ser periodista es una droga —se lo confirmó él.

Miquel también se inclinó sobre la mesa. Allí hacía calor, pero no se quitó el abrigo. La complicidad con los ojos del joven se acentuó. Por un momento pensó en su hijo, enterrado tan lejos, en el Ebro.

Por un momento.

—Si me prometes no mencionar mi nombre pase lo que pase, me gustaría contarte una historia.

—Mientras no haya matado a nadie…

—No. —Soltó un pequeño bufido.

—Es broma. Adelante.

Miquel ya no perdió ni un segundo.

—El domingo, un inglés apareció muerto en el Ritz —comenzó a decir.

—¿El que se suicidó?

—No se suicidó: lo mataron.

—¿Cómo lo sabe? —Mostró su expectación.

—Es mejor no entrar en detalles de momento. —Abrió las dos manos en señal de calma—. Ese hombre se llamaba Alexander Peyton Cross y pertenecía a los Monuments Men. —No esperó a que le preguntara qué era eso—. Son personas que tratan de recuperar las obras de arte expoliadas por los nazis durante la guerra, y que siguen escondidas por media Europa, en cuevas, sótanos o ya en colecciones privadas. Vino a Barcelona siguiendo un rastro, probablemente a un oficial alemán llamado Klaus Heindrich. Según creo, ese tal Heindrich puede estar en posesión de diecisiete cuadros de grandes pintores. La otra opción es que esos cuadros estén ya en poder de Jacinto José Rojas de Mena, aunque mi instinto me dice que no es así, que es él quien va detrás del nazi para conseguirlos.

—¿Sólo es su instinto?

Miquel pensó en el tipo que había atendido la llamada de Lenin en el Ritz, y que luego le había seguido desde el Zurich, y que un rato antes estaba en el piso de Wenceslao para acabar apareciendo junto a Rojas de Mena en su casa.

—Klaus Heindrich puede estar oculto en Barcelona, por eso Peyton estaba aquí. En medio de todo este lío aparece el nombre de un famoso falsificador de documentos, Félix Centells. Eso encajaría con la primera teoría: que Heindrich busca la forma de salir de España con los cuadros.

—¿Quién mató al inglés?

—Aún no lo sé —mintió con aplomo—. Pero estoy seguro de que le asesinaron. Si la policía ampara la falsedad del suicidio, es porque hay alguien muy poderoso manipulando los hechos.

—¿Rojas de Mena?

—Supongo. Sería lo más lógico. Hoy le he visto con el comisario Amador.

Agustín Mainat silbó.

Los ojos se le abrieron un poco más.

—Esto parece una bomba. —Suspiró.

—Lo es. Por un lado, al régimen no le conviene la noticia de que en España se mata a súbditos ingleses, así que un suicidio es mucho más conveniente. Y por el otro, si la propia policía miente en lo que respecta al suceso, es porque hay intereses muy específicos en torno a él.

—Como diecisiete obras de arte millonarias.

—Exacto.

Se quedaron callados unos segundos. Agustín Mainat tamborileó la mesa con los dedos de su mano derecha. Su mirada se perdió por un instante en algún lugar impreciso.

—Tengo otro nombre, Ventura, y junto a él la frase «Friday out».

—No sé qué puede significar.

—Lo imaginaba.

Siguiente pausa, más breve.

—Oiga, para no ser policía…

—Una cosa lleva a otra. —Se encogió de hombros—. Pero ya ves el resultado: nombres demasiado peligrosos, dinero, un crimen… Me consta que nada de esto podrá escribirse.

—¿Cómo ha llegado a descubrirlo todo?

—Mi conocido se encontró con uno de los catálogos de Hitler. Los Monuments Men los usan para buscar lo sustraído.

—¿Se lo… encontró?

—Sí. Y con anotaciones donde aparecían los nombres de Heindrich, Rojas de Mena, Félix Centells, Ventura…

—Curioso.

—Anecdótico. —Quiso corregirle—. Está muy asustado y teme por su vida.

—¿Podría ver ese catálogo? Tal vez la noticia arranque con eso. Encima si perteneció a Hitler… Imagínese.

—Lo intentaré. Y aunque no puedas publicar nada, si averiguas algo o te llegan más noticias sobre Peyton, te agradecería que…

—De acuerdo. ¿Dónde le encuentro?

Le anotó sus señas, y le dio el número de teléfono del bar de Ramón, por si acaso.

—Te he robado demasiado tiempo. —Se puso en pie.

—Para nada. —El tono del periodista fue sincero—. Es una historia apasionante: nazis, cuadros, un inglés muerto, altas instancias metidas en el ajo… ¿Qué edad tiene?

—Sesenta y cinco.

—Un desperdicio de talento, con lo necesarios que serían policías como usted.

—Soy un residuo, Agustín.

—¿Casado? —Señaló su anillo.

—En segundas nupcias, hace muy poco.

—Supongo que la vida sigue. —Le acompañó a la puerta.

—No sé si en línea recta, pero sí, sigue —asintió Miquel dejándose llevar.