15

Para cuando detuvo un taxi, en la misma plaza de Cataluña, el riesgo de perderle había dejado de contar. Miquel se subió al de atrás.

—Siga a ese taxi —pidió.

El taxista le obedeció sin abrir la boca.

De momento.

Lo hizo un minuto después, largo, tenso, tras observarle un par de veces por el retrovisor y apurar al máximo un cruce antes de que el guardia urbano diera paso a los que circulaban en perpendicular.

—Creía que los policías tenían coches con sirenas —dijo.

Miquel contuvo el sarcasmo.

La gente le veía y seguía pensando que era inspector, como si llevara un anuncio pegado a la frente o mantuviera un sello indeleble que le identificaba.

—Tenemos un montón de coches estropeados y no hay dinero para arreglarlos. —Soltó lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Si es que las cosas están mal, ya se lo digo yo a la parienta.

—Oiga, ¿cómo sabe que soy policía y no un marido celoso siguiendo al amante de su mujer?

—Caray, jefe, no le veo yo de marido celoso.

—Porque soy viejo.

—Porque no tiene pinta, así, tan tranquilo…

—No le pierda de vista, ¿quiere?

—No se preocupe. Toda la vida he esperado esa frase, «Siga a ese taxi». Para una vez que me la dicen, le juro que voy a cumplir. Ya empezaba a pensar que eso sólo pasaba en las películas americanas.

—Ya ve.

—Yo, cuando he visto subir al hombre ese al taxi de mi compañero, ya he pensado que menudo mastodonte era, ¡y con esa cara de palo!

Salía de las garras orales de Lenin y le tocaba un taxista hablador.

Optó por no darle palique.

Y de momento fue suficiente.

El taxi del inesperado personaje subió por el paseo de Gracia hasta el cruce con la avenida del Generalísimo. Una vez en ella torció a la izquierda y, ya en Vía Augusta, tomó la derecha. El único semáforo que casi le detuvo fue superado por la rápida intervención de Miquel.

—Pase, pase, yo pago la multa si le sorprenden.

Abandonaron Vía Augusta por Balmes y siguieron subiendo por media Barcelona, acercándose a la falda del Tibidabo. Al final de Balmes los dos taxis giraron de nuevo a la izquierda, para rebasar la plaza de la Bonanova y adentrarse por el paseo del mismo nombre.

Pasaron por delante de la casa de los Cortacans, la misma en la que él había matado a Pascual Cortacans la mañana del 26 de enero de 1939.

No había estado allí desde entonces.

—¿Se encuentra bien, jefe?

—Sí, ¿por qué?

—Está un poco pálido.

—Mucho trabajo.

—Seguro que sí, que mire que corre cada uno por ahí…

Ya no rodaron mucho más, apenas doscientos metros. El taxi al que seguían se detuvo frente a una mansión señorial, en la parte derecha, y su ocupante bajó de él. Miquel hizo que el suyo se parara a unos veinte metros.

Esperó.

Cuando el hombre desapareció de su vista, pagó la carrera e hizo lo propio.

—Suerte, jefe —le deseó el taxista.

—Gracias.

—Por lo menos no ha habido tiros —bromeó.

Miquel caminó por la acera y pasó por delante de la casa. Era regia, elegante, dos plantas cuidadas y con un hermoso jardín envolviéndola. Una auténtica maravilla. Ya no se veía ni rastro de su perseguido. En la calle había aparcado un coche negro, no menos sobrio. Un Citroën Pato, con su largo morro. No le prestó más atención aunque era el único de los alrededores.

Caminó unos metros más, por entre solares y casas regias, y se dio la vuelta, para volver a pasar por delante de la mansión. El tráfico del paseo de la Bonanova era ya relativamente constante, señal de que la ciudad crecía imparable dispuesta a absorber las zonas antes consideradas lejanas. Observó que, aunque esporádicos, circulaban taxis, algo que seguramente necesitaría para regresar.

Un cartero se acercaba por la misma acera, recto hacia él.

Aguardó a que pusiera el correo en el buzón de la cancela de la casa y le abordó cuando se apartó de su visual.

—Menuda villa. —Se hizo el anciano hablador.

—Y que lo diga.

—¿Quién vive ahí?

—Los Rojas de Mena.

Hizo lo posible para no cambiar de expresión.

—No me suenan —mintió—. ¿Ricos?

—¿No ve ese palacete? De morirse, digo yo.

—Vaya, vaya.

El cartero se deslizó por su lado, con el cuerpo encorvado por el peso de la bolsa llena de cartas, dispuesto a seguir con su trabajo.

—Buenos días.

No se atrevió a pasar más veces por delante de la verja de entrada. No se veía a nadie en las ventanas, pero conocía las normas de la precaución. Cruzó al otro lado y se parapetó detrás de un árbol. Caminar le agotaba menos que quedarse de pie, inmóvil, sin hacer nada. Dio algunos pasos cortos hasta que optó por apoyarse en el árbol para descansar.

A los quince minutos le dolían los pies.

A los veinte pensó en sentarse en el bordillo.

A los treinta una nube oscureció el sol de la mañana y fue como si la temperatura descendiera varios grados.

Finalmente, a los treinta y cinco, cambió el panorama.

Se abrió la puerta de la casa y primero apareció un hombre, elegante, traje de buen corte, en torno a los cincuenta o cincuenta y pocos años. El abrigo, que hacía juego con el sombrero, lo llevaba colgado del brazo.

El que salió inmediatamente detrás sí llevaba puesto el abrigo.

Miquel lo reconoció sintiendo una descarga eléctrica en el espinazo y un frío gélido en la cabeza.

Un hombre de unos cuarenta años, ya sin cabello en la parte superior de la cabeza. Ojos duros, de acero, mandíbula recta, barbilla hundida formando un plano de 45 grados con la papada y nariz prominente. Elegante, muy elegante.

Amador.

El comisario Amador.

«Si vuelvo a verle una tercera vez, será la última, Mascarell».

Se parapetó tras el árbol. Después de la descarga y el frío, llegó el sudor. Jamás había tenido miedo. Rabia sí. Miedo no. Ni en el Valle. Ahora, feliz con Patro, con una vida recuperada, la figura de su peor enemigo sí le llenaba de algo parecido al pánico, o quizá a la precaución extrema. Aquellas dos bofetadas, la de julio del 47 y la de mayo del 49, apenas medio año antes…

«Si vuelvo a verle una tercera vez, será la última, Mascarell».

Habían ganado la maldita guerra y todavía les odiaban.

Asomó la nariz para ver qué estaban haciendo.

El hombre elegante estrechaba la mano del comisario. Sonreían. Incluso le palmeó el brazo con la otra mano. Había en ellos la familiaridad de la complicidad. Una vez cumplido el ritual, Amador subió al Citroën Pato aparcado frente a la mansión. No llevaba conductor. Eso implicaba algo personal, algo que no merecía ser compartido por ningún subalterno. Lo puso en marcha y arrancó.

El dueño de la casa se quedó en la acera, esperando.

No lo hizo más allá de un minuto, por eso no llegó a ponerse el abrigo. Una criada abrió la cancela de la mansión y por el jardín apareció un nuevo automóvil, éste mucho más lujoso, gris, probablemente un Packard americano o algún modelo parecido. Lo conducía el tipo alto y cuadrado al que acababa de seguir hasta allí.

Iban a marcharse.

Cuando Jacinto José Rojas de Mena, porque estaba seguro de que era él, subió al coche, Miquel salió de detrás del árbol.

El automóvil se alejó, despacio.

Ningún taxi.

—Maldita sea…

Bajó a la calzada. Circulaban bastantes vehículos por la zona que conectaba el viejo Sarriá con la parte alta de Barcelona. Pasó un taxi ocupado. A lo lejos vio uno libre.

El vehículo de Rojas de Mena estaba ya a más de treinta metros.

—Vamos, vamos…

Levantó la mano para que el taxista le viera y aguardó impaciente que llegara a su altura. Cuando lo hizo se precipitó adentro como un toro. El taxista le observó con las cejas alzadas.

—¿Ve aquel coche negro?

—Sí, señor.

—Pues sígalo, rápido.

Aceleró de inmediato, sin hacer preguntas. En julio del 47, en las mismas circunstancias, le había dicho a un taxista que su perseguido acosaba a su hija. Un rato antes le había dejado entrever a otro que era policía.

Esperó la pregunta, pero el taxista no la hizo.

Discreto.

No era de los que corrían, más bien todo lo contrario, pero tuvo suerte: el conductor de Rojas de Mena tampoco le pisaba mucho al acelerador. Coche elegante, conducción serena. Los ricos no tenían prisa. Llegó a estar a menos de diez metros de ellos y, aunque se quedaron cortados en un cruce, los recuperaron luego.

Fue un trayecto de unos quince minutos.

El presunto asesino de Alexander Peyton Cross paró en la esquina de la calle Calabria con Infanta Carlota. Salió del puesto del conductor y le abrió la puerta a su jefe. Jacinto José Rojas de Mena se apeó. Tampoco ahora se puso el abrigo. Mientras su coche se alejaba con el subalterno al volante, él caminó apenas unos metros y se metió en un portal.

Miquel pagó su carrera y echó a correr.

Su perseguido aún no había desaparecido escaleras arriba. Esperaba el ascensor con calma, abrigo y sombrero en la mano. Miquel se puso a su lado. El portero no le preguntó nada, como si interpretara que iban juntos. El camarín, de los lentos, madera vieja, llegó al vestíbulo unos segundos después. El hombre que acababa de estrechar la mano del comisario Amador entró el primero.

—Voy al ático, ¿y usted? —le preguntó cortés.

—Yo al penúltimo —dijo Miquel al azar.

Subieron en silencio, sin comentarios estúpidos. Jacinto José Rojas de Mena se miró en el espejo y se pasó la mano por la sien derecha. Olía bien, porte impecable. Luego se tocó el nudo de la corbata para centrarlo aún más.

El ascensor se detuvo.

—Buenos días —se despidió Miquel abriendo las puertas.

—Buenos días. —Le correspondió su compañero de viaje.

Cerró la puerta metálica del rellano. El otro hizo lo mismo con las del camarín. Mientras el aparato ascendía un piso más, Miquel se pegó a la pared más alejada del hueco de la escalera. Escuchó los pasos de Rojas de Mena por encima de su cabeza y cómo abría una puerta.

Al cerrarse, subió a toda velocidad.

En el ático sólo había una vivienda, así que no tuvo que preguntarse su paradero. Pegó la cabeza a la madera y escuchó una leve y difusa conversación, quizá mantenida allí mismo, en el recibidor, o en el pasillo.

Una voz de mujer melosa y sensual.

—Creí que no vendrías…

Y la del recién llegado, segura, dominante.

—He tenido un par de problemas, cariño.

—¿Y cuándo no?

—Venga, no empieces, Cristina. Estoy aquí, ¿no?

—No empiezo, pero… ¿qué, lo haces, te corres y te vas?

—Ven aquí…

No hubo más.

Miquel no utilizó el ascensor, parado en el rellano del ático. Bajó a pie un piso y entonces sí lo llamó. Cuando se metió en él, no lo hizo solo. Una mujer abrió una de las dos puertas de la planta y, al verlo, la cerró a toda prisa.

—¡Ay, espere, gracias!

Descendieron los dos juntos, y esta vez no pudo evitar el ritual.

—¡Qué frío que está haciendo!, ¿verdad?

—Sí, sí, señora.

—Yo creo que más que otros años.

—Es posible. —Tuvo una idea—. La señorita Cristina, la del ático, no se llamará por casualidad Martínez, ¿verdad?

—No, Roig. Cristina Roig. —Se lo aclaró—. ¿La conoce?

—La he visto un momento…

—Muy guapa, aunque…

—¿Sí?

—No, nada. —Levantó la barbilla con dignidad.

Llegaron al vestíbulo. El portero saludó a su vecina. Era un hombre con cara de piedra tallada.

Ya en la calle, Miquel se despidió de su fugaz acompañante.

Cristina Roig, guapa, aunque…

De momento era suficiente.