14

A pesar del frío, fueron caminando hasta la calle Ferlandina. Miquel evitó pasar por delante del bar de Ramón y bajaron por la calle Gerona para tomar Aragón hasta paseo de Gracia. Cuando Lenin desapareciera de su vida, quedarían las preguntas, y Ramón era tan o más pesado que él. Como antaño, en sus tiempos de policía, caminar le ayudaba a pensar, reflexionar, ver cada problema en perspectiva.

Claro que una cosa era hacerlo en silencio y otra muy distinta con su compañero dispuesto a conversar de lo que fuera, por insólito que resultase.

—Dicen que, si nieva en diciembre, hace más calor en verano.

—¿Quién dice eso?

—No sé, los viejos. Yo creo…

Lo detuvo en seco antes de que se disparara.

—Agustino, ¿quieres salir de este lío?

—Sí, por supuesto.

—Pues déjame pensar.

—Hágalo en voz alta, hombre, y así le ayudo, que dos cabezas pensantes piensan más que una.

Esta vez le bastó con la mirada.

Fija.

Con cara de mala uva.

—Mire que es raro. —Se resignó Lenin sin agregar su característico «¿eh?».

Siguieron caminando y esta vez sí logró concentrarse. Le costó, temeroso de que volviera a abrir la boca, como cuando cae agua de un grifo mal cerrado y se espera la caída de la siguiente gota. Pero finalmente las preguntas fluyeron por su ánimo.

Una a una.

¿Quién sabía que Alexander Peyton Cross estaba en Barcelona? ¿Le seguían desde su lugar de partida o todo se había desarrollado aquí? ¿Habló con alguien y eso abrió la caja de los truenos a su llegada a la ciudad? ¿Cuándo se produjo esa llegada? Si llevaba días, ¿dónde estuvo y con quién? ¿Por qué matarle? ¿Para quitarle de en medio y punto? ¿Se había acercado demasiado? ¿Pudo asesinarle el nazi escondido, un coleccionista de arte, alguien más, como el tal Ventura? ¿La cartera era simplemente la prueba de que el Monuments Man estaba cumpliendo una misión? ¿Quería recuperarla el asesino para destruirla y en paz? ¿Había algo más escondido en ella y en todo aquello?

No estaba mal.

En la mayoría de sus casos, las preguntas eran mucho menos abundantes.

—Habrá que ir al Ritz —dijo.

—¿A qué?

—A preguntar —le reveló—. Los porteros tienen ojos y oídos, las telefonistas reciben llamadas o las hacen, y las criadas que encuentran muertos en las bañeras también ven cosas que a veces ni siquiera saben que han visto.

—¿Y cómo se meterá en ese hotel de lujo? ¿Por la cara? ¿Alquilará una habitación?

—Tenía que haber cogido la llave de la habitación de Peyton.

—¿Va a meterse en su cuarto? —Se asombró Lenin.

—Si tienes una llave, es que eres cliente. No creo que recuerden a todos sus huéspedes, y menos con los cambios de personal según las horas.

—Qué huevos tiene —ponderó—. Y parece mentira.

—¿Qué es lo que parece mentira?

—Pues cómo lo vive usted. Estará retirado, pero sigue siendo bueno. Se mete en lo que hace hasta los tuétanos. Si tengo otro hijo le pongo Miquel, se lo juro.

—Mejor te cortas el pito.

—Huy, no, que sirve para muchas cosas. —Se lo protegió poniendo las manos por delante.

El abrigo le sobraba por todas partes. Parecía un alfiler protegido por una tienda de campaña, pero algo era algo. Miquel intentó no reírse.

No servía de nada estar de mal humor.

Llegaron a la calle Ferlandina sin intercambiar muchas más palabras, por extraño que pareciera. Miquel con sus preguntas mentales y Lenin feliz con su abrigo. Cuando atisbaron la ventana del primer piso del número 9, descubrieron la maceta con el pobre geranio aplastado por la falta de sol en la estrecha calle.

—No ha habido contacto —lamentó Miquel.

—¿Subimos?

—No. Habrá que volver luego, o esta tarde.

Ya estaban casi debajo de la ventana. Al otro lado del cristal vieron la figura de un hombre.

Su rostro apenas si se intuyó un instante.

—¡Espere! —exhaló Lenin.

—¿Qué pasa?

Su compañero ya no se encontraba allí. De un salto se había subido a la acera y tenía la espalda pegada a la pared. Su rostro estaba demudado. Los ojos le bailaban en las órbitas.

—¡Es él! —gimió envolviendo cada palabra en un tenso y violento susurro.

—¿Quién?

—¡Coño, quién va a ser! ¡El tipo ese, el que me siguió desde el Zurich y al que di esquinazo en Robadors!

—¿Estás seguro? —Se parapetó a su lado por inercia—. Apenas si le hemos visto de refilón.

—¡Yo no me olvido de una cara, inspector! ¡Y menos de una así! —Le sobresaltó cada vez más el peso de la nueva realidad—. ¿Qué estará haciendo ése en casa del Wenceslao?

—Lo mismo que nosotros: buscar a Félix Centells, ¿tú qué crees?

—¿Pero por qué? —No lo entendió.

—Quizá para dar con el alemán, que es el único que necesitaría un pasaporte nuevo.

—O sea, que no trabaja para él.

—Parece que no, aunque… Sólo son conjeturas, Lenin.

—¡Ay, la hostia, la hostia, la hostia…! —Levantó la cabeza, como si desde allí pudiera ver la ventana—. ¡Hay que largarse cuanto antes! —Sus ojos fueron de inmediato a la puerta—. ¡Si sale me verá, maldita sea!

—Espera, espera. —Le detuvo.

—Mierda, inspector, ¿qué? ¡Es cuestión de segundos!

—Déjame pensar.

—¡No hay tiempo!

Logró retenerle. La puerta de la casa quedaba a un par de metros. Miquel oteó el panorama arriba y abajo de la calle y acabó tirando de Lenin hacia la izquierda, la parte más alejada de la plaza de los Ángeles. Empujó a su compañero hacia el interior de la primera tienda que encontraron y se quedaron allí, ocultos frente a la entrada acristalada.

—Escucha. —Consiguió que Lenin dejara de mirar hacia el lugar por el que debía de aparecer el hombre—. Cuando baje, voy a seguirle. A mí no me conoce. Tú vas a quedarte aquí, y pasados cinco minutos subes y miras si Wenceslao está en casa. Si no está y ése se ha colado en la vivienda, le esperas. Más que nunca necesitamos dar con Félix Centells, porque ahora mismo es la única pista.

—Y ese tipo, el rico.

—¿Rojas de Mena? ¿Crees que puedo ir a verle y preguntarle si tiene diecisiete cuadros robados por los nazis? Necesitamos a Centells, aunque es probable que él no sepa dónde están sus clientes y se limite a hacer su trabajo.

—¿Va a dejarme solo? —dijo Lenin temblando.

—Es necesario.

—¿Y cuándo nos vemos?

—En casa, a la hora de comer, y si no aparezco, por lo que sea, por la noche.

—Preferiría ir con usted. —Se puso trágico.

—No seas burro… —Cambió el tono y le empujó hacia adentro, hasta que tropezaron con el cristal del escaparate—. ¡Ahí sale!

El hombre lo hizo en dirección contraria, hacia la plaza de los Ángeles.

—¿Recuerdas lo que te acabo de decir? —insistió Miquel.

—Sí, el piso, Wenceslao…

—¡Suerte!

No le dio tiempo a más. Abandonó su momentáneo refugio y se fue tras los pasos del gigantón, que le precedía a unos quince metros de distancia. Desde luego, si de algo tenía pinta era de gorila, de secuaz a sueldo, de buen servidor de alguien con más poder. Pudo verle bien, desde la otra acera, en el primer semáforo, y lo mismo en un instante en el que se volvió, tal vez para buscar un taxi.

Si se subía a uno allí, le perdería, porque difícilmente encontraría otro de inmediato dado el escaso tráfico de la zona.

—Vamos, llega a las Ramblas, o a Pelayo —suplicó Miquel.

El hombre era una roca, alto, cuadrado, con sombrero calado sobre los ojos, abrigo de talle bajo, manos como mazas y pies que debían de calzar al menos un 45. Si llevaba un arma en el pecho, desde luego no iba a detectarla desde tan lejos. La duda era si se había contentado con registrar el piso de Wenceslao o si le había acortado la vida.

Félix Centells pasaba a ser «el deseado», «el buscado».

Miquel se acercó un poco más a la espalda de su perseguido, que definitivamente enfiló el camino de las Ramblas.

Por lo menos no tenía la voz de Lenin pegada a su cerebro.