Le gustaba despertarse por sí mismo. Le gustaba hacerlo cuando se lo pedía el cuerpo, perezosamente. Le gustaba prescindir del odiado despertador que durante toda su vida laboral le había puesto en pie al amanecer por muy inspector que fuese. Le gustaba cada vez más desde que había salido del Valle de los Caídos, donde cada mañana podía ser la última y apenas dormía. Y le gustaba mirar a Patro a su lado, quieta, niña, un ritual repetido y no por ello menos hermoso y ansiado.
Todos los días, menos esa mañana.
Y quizá las próximas.
Primero fue un golpe, después un ruido, finalmente una voz.
Miquel abrió los ojos.
—¡Pablito, que vas a despertar al yayo y a la tita!
El cuchicheo de Mar era todo menos eso, un cuchicheo.
El yayo y la tita.
Volvió a cerrar los ojos y se subió el embozo de la sábana, pero ya estaba despierto, y de mala manera. Así que los abrió de nuevo y miró a Patro.
Despierta como él y con una maliciosa sonrisa en su rostro.
—Encima lo encuentras divertido. —Carraspeó.
—Yayo.
—Tita.
—Cascarrabias.
—Oh, sí. Yo.
Patro movió su cuerpo y lo pegó al de él, cubriendo la breve distancia que les separaba. Miquel le pasó un brazo por detrás de la cabeza y sintió su calor, la dura contundencia de sus formas. Siempre recordaba aquel día de enero de 1939, cuando la vio por primera vez, desnuda, amenazándole con tirarse por la ventana si daba un paso más.
Jamás había olvidado la escena, ni sus ojos.
Tanta belleza manchada por la guerra.
—El período… —No quiso emplear la palabra «regla».
—Nada.
—Vaya.
Patro alargó el cuello y le besó la mejilla.
—Voy a levantarme —dijo.
—Espera. —La retuvo a su lado.
—¿Con dos fieras salvajes por casa?
—Un minuto. Ya sabes que me gusta estar así por las mañanas. Es lo mejor del día. Y, si rompen algo, que lo rompan. Tampoco tenemos tanto.
—Bueno. —Siguió pegada a él.
Las erecciones matinales siempre eran por ella o por ganas de orinar. En el primer caso, hacer el amor por la mañana era como gritarle a la vida. En el segundo, a veces tenía que saltar de la cama para aliviarse a tiempo.
La de esa mañana era un compendio de las dos cosas.
Patro lo notó.
—Fiera —susurró.
—Te quiero.
—Yo también.
—Yo más.
—Crío, que eres un crío.
—Ya sabes lo de la edad…
—Sí, lo repites siempre, pesado: que se tiene la edad de la persona a la que se ama. —Chasqueó la lengua—. Pues yo no estoy nada mal para ser una anciana de sesenta y cinco años. —Soltó una bocanada de aire y agregó—: Y ya ha pasado el minuto.
No pudo retenerla. Apartó el embozo y saltó de la cama, desnuda como siempre, invierno o verano.
—¡Qué frío, por Dios! —Se estremeció.
Nunca pensaba en los hombres que la habían visto así, ni en los que la habían poseído en los años del hambre. Pero en momentos como ése hubiera querido matarles, por ser capaces de mancillar algo tan bello por unas monedas. También solía pasar por su mente, de pronto, la película de su vida con ella. Efectos de la edad. Ya no era el hombre del 36, y tampoco el del 39, cuando resolvió su último caso como inspector de la República y mató a aquel hombre. Quizá el último disparo republicano de la Barcelona libre. Muertos Quimeta y su hijo, era otro.
¿Seguiría en aquella pensión de la calle Hospital, solo, de no haberse encontrado con Patro?
¿Se habría pegado un tiro?
¿Tan valiente hubiera sido?
Patro salió de la habitación y él siguió en la cama unos minutos más. La aparición de la dueña de la casa reactivó las voces de los asaltantes de su intimidad. Alegría y felicidad. Al otro lado de la ventana, Barcelona continuaba su camino bajo la implacable dictadura, a la espera de tiempos mejores. Allí, pese a que Lenin seguía estando en peligro de muerte, había risas y paz, como en todos los lugares con niños.
Tal vez a Patro le conviniese ser madre, sí.
La naturaleza llamaba.
Pronto cumpliría treinta años.
No quiso pensar en ello. Todavía no. Imitó el gesto de Patro: saltar de la cama y vestirse lo más rápido que pudo, sin ir al fregadero a lavarse. No con aquella caterva rondando por todas partes. Se afeitaría y punto. Cuando salió al exterior no vio a nadie. Caminó hasta la cocina y luego llegó al comedor. Allí estaban todos, en torno a la mesa, desayunando. Los dos niños se lo quedaron mirando, expectantes.
—Venga, decidle buenos días al yay… al abuelo —les apremió su madre.
—Buenos días, abuelo —dijo Pablito.
—Buenos días, abuelo —le secundó Maribel.
—¿Por qué no me llamáis Miquel? —se irritó él.
—Hombre, inspector, es que Miquel… —Abrió por primera vez la boca Lenin.
—No hay milagros —espetó.
—¿Milagros?
—Pedí que hoy te quedaras afónico y nada —lo remató.
—¡Muy buena, sí señor! —Se echó a reír Lenin como si la cosa no fuera con él—. Desde luego, ¡quién le ha visto y quién le ve, inspector! Aún le recuerdo cuando…
—Cállate, Agustino.
Se calló.
Miquel se sentó en una silla. No era la suya. La suya la ocupaba Pablito. Mar rompió el inesperado silencio con una explosión de agradecimiento y ternura.
—¡Ay, señor, qué bien hemos dormido! ¡Qué cama! Le juro que nunca me había sentido tan bien.
—Me alegro —fue educado.
—¿Por dónde empezaremos hoy, jefe? —Volvió a la carga Lenin como si nada.
—Empezaremos por cerrar la boca.
—¡Qué carácter! —Se cruzó de brazos haciéndose el ofendido.
—Tengo mal despertar —le advirtió—. Y no me llames jefe.
Por el momento, fue suficiente. Consiguió desayunar con calma. Lenin se tragó lo suyo casi sin respirar. Después dijo que iba a «arreglarse». Mar y Patro regresaron a la cocina, tan amigas. Pablito y Maribel seguían masticando, con toda su parsimonia, pasándose el bulto de la comida de un lado a otro de la boca.
Le miraban fijamente.
—¿Tengo monos en la cara? —les preguntó Miquel.
El niño ni se inmutó.
—¿Tienes pistola?
—No.
—Pero si eres policía…
—No soy policía.
—Papá dice…
—Tu papá se equivoca. Come y calla.
—¿Cómo es que no tienes hijos?
—Tuve uno.
—¿Dónde está?
No le contestó. Podía mirar a Lenin y fulminarlo, aunque le durara poco. Pablito tenía la piel más curtida que su padre. Tanto él como su hermana eran minúsculos.
Se preguntó cómo sería el mundo que les aguardaba.
Cuando acabó de desayunar, los dos niños seguían a lo suyo. Dejó que su madre les reprendiera, recordándoles la suerte de poder comer caliente en una casa tan bonita, y fue a afeitarse. Lo hizo con calma, para no cortarse con la cuchilla. No sabía qué era peor, si quedarse en casa con los pequeños o salir a la calle con la verborrea de Lenin.
Acabó en su habitación, con el armario abierto, cogiendo unas pesetas de la caja metálica que se había llevado de casa de Rodrigo Casamajor. Sí, seguían gastando lo mínimo; pero, aunque era mucho, aquello no duraría para siempre. Si se quedaban con la mercería de la señora Ana…
Cuando guardó la caja vio su viejo abrigo colgado de la percha.
El del invierno del 47 al 48.
Lo cogió y salió al exterior. Lenin ya le esperaba, vestido con la misma ropa del día anterior.
—Toma. —Le echó el abrigo—. Ponte esto o vas a helarte.
—¡Caray, jef… inspector! —Se le dilataron los ojos por el asombro—. ¡Esto es de primera!
—Por lo menos irás un poco abrigado.
—Es el mejor regalo…
—Es un préstamo —le cortó.
—Ah —frenó su entusiasmo.
—Pero si ya no te lo pones —le susurró al oído Patro apareciendo por detrás de él.
—Venga, andando. —Se dirigió hacia la puerta.
—¡Que se va papá! —gritó Mar.
Ni que se fueran a la guerra. Aparecieron todos. Pablito y Maribel para abrazarle y besarle. Mar como buena esposa y madre protectora. Patro para desearle suerte a él.
Su mirada final no tuvo desperdicio.
Luego bajaron la escalera los dos, en silencio, al menos hasta que llegaron al vestíbulo vacío, porque la garita de la portera estaba desierta.
—Inspector.
—¿Qué?
—Usted no me realquilaría ese cuarto, ¿verdad? Se ganaría una familia cojonuda.
Aún no habían dado un paso por la calle y ya le pesaba.
—Anda, cállate, Lenin. —Empleó su apodo de guerra una vez más.