11

De nuevo hicieron el trayecto andando, Ramblas arriba hasta la calle Pintor Fortuny. Todos los intentos de Lenin por mantener una conversación, del tipo que fuese, chocaron contra la voluntad de Miquel de no abrir la boca.

—Hace frío, he de cuidarme la garganta —fue su mejor excusa.

Lenin acabó hablando solo.

El caso era no callar.

La calle Ferlandina era pequeña, pero la conocía de sobras. Comenzaba en la Ronda de San Antonio y desembocaba en la plaza de los Ángeles. El número 9 era una más de las muchas casas viejas de todo el barrio, no muy alta, no muy digna, no muy nada de nada. Un esqueleto con restos de vida en su interior. No había portería y la puerta permanecía cerrada, así que se quedaron mirando el edificio desde la calle. Las ventanas del primer piso no sólo estaban cerradas a causa del frío, sino que tenían las persianas bajadas, como si dentro no hubiese nadie. A causa de ese frío, tampoco se asomaba ninguna persona por las superiores.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lenin.

—Esperar.

—¿Aquí, a la intemperie?

—Vete a mi casa y nos vemos luego.

Su compañero dijo algo entre dientes y siguió a su lado, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, golpeando el suelo con los pies para entrar en calor.

Pasó un minuto.

—¿Y si ese tal Félix Centells no quiere colaborar?

—Entonces no habrá mucha más tela que cortar.

—¿Qué habría hecho antes de la guerra, cuando tenía recursos?

—Lo mismo que ahora.

—Yo no entendía cómo le gustaba a alguien ser poli. —Esbozó una sonrisa malévola—. Todo el día persiguiendo sombras…

—No seas burro, va.

—Mejor lo mío.

—¿Quieres discutir ahora sobre ética, el bien, el mal…?

—Yo sólo digo…

Una mujer apareció en la puerta, saliendo del edificio. Miquel estaba atento, a pesar de la tela de araña que siempre tejía Lenin en torno a sus discusiones. No pudo impedir que cerrara el portal, pero sí que echara a andar calle arriba.

—¿Señora?

—¿Sí? —Unió sus dos espesas cejas en una mirada de preocupación.

—Busco a Wenceslao.

—Es el piso primero.

—Sí, pero parece que no está. Tiene las persianas bajadas del todo.

—Pues no sé. Va y viene, sin horarios. De todas formas no es que hable mucho con él o su mujer.

—¿Cómo es?

—¿No le conoce?

—No, me han dado sus señas por un asunto.

—Pues… mediana edad, un poco calvo, bajo, la nariz chata, por lo del boxeo…

—¿Sabe dónde podría encontrarle?

—No, no, lo siento.

No pudo retenerla. Tampoco tenía más preguntas. Se quedaron en mitad de la calle. El bar más cercano estaba a unos quince o veinte metros, y desde su interior no se veía bien la casa. Lo malo era que esperar a la intemperie…

—Oiga, que nos va a dar un telele —le advirtió Lenin.

—Vete a ese bar. Si en media hora no he vuelto, me relevas.

—No quiero dejarle aquí solo.

—Pues voy yo y te relevo en media hora si no ha aparecido ese tipo.

—Está bien, voy y me tomo algo caliente. Pero quince minutos, ¿eh?

Miquel se quedó solo.

Llevaba la bolsa, por precaución, así que se apoyó en la pared frontal, la de los números pares, y sin sacar la cartera de su interior la abrió para coger los papeles manuscritos.

Examinó aquella última página.

Los nombres seguían revoloteando por su cabeza: Félix Centells, Klaus Heindrich, Jacinto José Rojas de Mena, Ventura.

«Friday out».

«Viernes fuera», o «Salida viernes».

Alexander Peyton Cross había escrito allí los últimos indicios del caso y de su vida.

Ventura. ¿Quién era Ventura?

Lenin regresó a los veinte minutos, frotándose las manos y tiritando. Lo más probable era que en el bar estuviese calentito, y el choque con el exterior fuese un golpe para su organismo. Le brillaban los ojos, así que más que «algo calentito» le imaginó con uno o dos vasos más de vino.

Entre taxis y comidas, cada vez estaba más claro que las noventa pesetas iban a durar poco.

¿Y entonces qué, otro candidato con el yugo y las flechas en la solapa?

—¿Nada?

—Ya ves.

—¿Siempre es así de lento y aburrido?

—¿Investigar? Sí.

—Lo que digo. Menudo aburrimiento.

—Agustino, una pista, por pequeña que sea, lleva a otra, y esta otra a otra más. Y así, poco a poco, es como se resuelven las cosas. Los grandes delitos nunca son fáciles. Los responsables siempre llevan la delantera.

—No era como trincarnos a nosotros, vaya.

—Digamos que era diferente.

—Ya veo que tiene usted mano para estas cosas.

No supo si lo decía en serio, para halagarle, o le tomaba el pelo.

—Me voy al bar. Vigila bien y no te distraigas.

—No se preocupe.

—No robes ninguna cartera.

—¡Cómo es!

—¡Oh, sí, cómo soy!

Miquel caminó hasta el bar, se metió dentro y, al recibir la oleada de calorcito, se desabrochó el abrigo. Había una mesa libre. Quizá la misma que acababa de ocupar Lenin. Se sentó en una de las sillas, de cara a la puerta, y pidió un vaso de leche caliente.

El camarero, un chico joven, regresó a la barra y gritó:

—¡Un meao de vaca!

Miquel se resignó.

Volvió a examinar los papeles, ahora sacándolos y poniéndolos sobre la mesa. Los nombres bailaron en sus ojos y rebotaron por su mente. Le echó un vistazo a la ficha del tal Klaus Heindrich. Capitán, Estado Mayor, nacido en 1899 en Munich, condecorado tres veces… Los informes de los otros dos oficiales nazis eran parecidos, pero ellos no tenían sus nombres escritos a mano en la última página de los papeles de Peyton. De todas formas los memorizó: Franz Luther y Hans Linemayer. Con sus uniformes, sus gorras y sus rasgos arios, los tres parecían hermanos.

Klaus Heindrich era rubio, o al menos los pocos cabellos que se veían a ambos lados de la cabeza, casi tapados por la gorra de capitán, tenían ese color en la fotografía en blanco y negro. Su mirada era directa, penetrante, ojos casi transparentes, orejas pegadas al cráneo, nariz afilada, labios delgados, un hoyuelo en la barbilla, al estilo del nuevo actor americano que empezaba a hacer furor, Kirk Douglas.

—¿Estás en Barcelona con esos cuadros, hijo de puta? —le dijo a su imagen.

Llegó la leche.

—Si te llevo a comisaría, no te voy a dar meados de vaca, sino de verdad —le soltó quisquilloso.

El chico se puso más blanco que la leche.

—Yo…

—Vete.

Desapareció como un viento racheado.

Más que quisquilloso… estaba furioso. Y no sabía si era por Lenin, que le sacaba de sí con tanta perorata, o si era por lo más natural: el hecho de estarse metiendo de cabeza en un lío tremendo, que ya hubiera sido bastante complicado en sus años buenos, así que ahora, a su edad…

Se imaginó a Patro, en casa, feliz con los dos niños.

Si estaba embarazada, aquello sería como un ensayo.

Bebió un sorbo de leche, otro. Trató de concentrarse en la lectura de aquellas páginas, traduciendo lo que podía aquí y allá con su pobre, pobrísimo inglés, y se rindió a la evidencia de que allí no había mucho más.

Alexander Peyton Cross se había llevado el resto a la tumba.

¿Quién era su asesino? ¿Por qué le había matado? ¿Precaución? ¿Miedo? ¿Y si el responsable no era más que un secuaz a sueldo?

Eso implicaba más riesgos.

Y él, con Lenin.

Ordenó sus ideas mientras se acababa el vaso de leche. Klaus Heindrich era un nazi con diecisiete obras maestras. Las obras tenían que estar en Barcelona, con él o ya en manos de un coleccionista. Jacinto José Rojas de Mena era un tipo rico y candidato a culpable. Ventura, un misterio. Félix Centells, un falsificador. ¿Quién necesitaba papeles falsos? ¿Por qué? ¿Los había hecho ya tiempo atrás y Peyton quería saber el nuevo nombre del nazi o la persona a quien estuviese persiguiendo?

Pasó media hora.

Y un poco más.

Y otro poco más.

Salió a los cuarenta y cinco minutos, tras pagar el vaso de leche sin dejar propina. El chico había desaparecido, así que se lo abonó a una mujer de mirada aprensiva. Lenin caminaba de un lado a otro de la acera, pisando fuerte para darle un poco de vida a sus congelados pies. Ya estaba oscureciendo, tan temprano como en todos los días de invierno, y las escasas luces conferían a la calle un aspecto de abandono. Nada que ver con las zonas más populosas, donde la Navidad estallaba con todo esplendor.

—Ya era hora.

—Lo siento, se me ha ido la cabeza examinando los papeles de Peyton.

—¿Y si no viene el tal Wenceslao?

—Si vive aquí, vendrá.

—¿Y si lo hace tarde?

—Tocará esperar. Ya que estamos…

—Las parientas estarán preocupadas.

—Te lo he dicho: márchate. Ya sigo yo.

—¿Y dejarle solo? Sí, hombre.

—¿Crees que me pueda pasar algo?

—Yo le he metido en esto. Además, soy su compañero.

—Anda, vete al bar, ya te relevo.

Lenin no le hizo caso. Demasiado rato sin hablar.

—¿Por qué no se pone sombrero, como todo el mundo?

—Todo el mundo no lleva sombrero.

—Casi.

—Pues yo no llevo y ya está.

—Un sombrero hace señor, da dignidad. En cambio, una gorra hace obrero.

—Tú no llevas nada.

—Es que la perdía cuando corría. Si me paraba, me trincaban. Y si no… me tocaba comprar una nueva. Acabé pasando.

—Increíble. —Miquel movió la cabeza de lado a lado.

—¿Increíble qué? —se extrañó Lenin.

—Vete al bar. Pareces un carámbano.

—No le diré que no, la verdad.

Dio un paso, dos, tres.

Luego se detuvo.

Miquel iba a resignarse cuando comprendió el motivo de que se hubiera detenido.

Un hombre bajo, un poco calvo, de unos cuarenta años, con la nariz muy chata, caminaba justo de cara a ellos por la otra acera.

Miquel fue el primero en reaccionar.

Lo alcanzó casi en el portal de su casa.

—¿Wenceslao?

El hombre se detuvo. Primero miró a Miquel receloso. Luego a Lenin, que apareció a su lado. Su primer instinto casi le llevó a salir corriendo. Miquel lo evitó rápido.

—Venimos de parte de Saturnino.

—¿Saturnino? —repitió el nombre todavía tenso.

—Saturnino Galán, sí.

—¿Han estado en su casa?

Como prueba, no estaba mal.

—No, en el hospital, ya lo sabe.

Se tranquilizó, pero sólo un poco.

—¿Qué quieren?

—Que ponga un geranio en la ventana.

La tensión se hizo dureza, en sus facciones, en su cuerpo. Llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta, y debió de cerrarlas de golpe.

—Wenceslao. —Miquel imprimió carácter a su voz—. Es urgente. Necesito a Félix.

Fue suficiente. Wenceslao sacó la mano derecha del bolsillo y la levantó, como si el nombre del falsificador pesara o no pudiera pronunciarse. Los ojos se le empequeñecieron.

—De acuerdo —se limitó a decir.

—¿Cuándo vuelvo?

—Pruebe mañana, pero no se lo aseguro.

—Oiga…

—No —le cortó—, oiga usted. Esto va así, ¿entiende? No sé dónde está. No sé si quien tiene que ver el geranio pasará por aquí hoy, mañana o el otro. No sé nada. Yo sólo hago de intermediario. Ni siquiera conozco al enlace. Félix no ha sobrevivido tantos años por ser inconsciente o un iluso. Lo toma o lo deja.

—Lo tomo. —Se rindió él.

—Bien. —Pasó por su lado y abrió el portal con una gruesa llave.

La puerta se cerró con estrépito.

—Simpático —dijo Lenin.

—Alejémonos un poco.

Caminaron unos veinte o treinta metros. Esperaron dos minutos y regresaron.

En la ventana del primer piso había una maceta con un geranio medio seco.

—Ya podemos irnos.

—¿A casa?

—Sí.

—La puta de oros, ya era hora.

—Tú habla así y ya verás cómo salen tus hijos.

—Soy un buen padre, ¿sabe?

No dijo nada. Movió la cabeza de un lado a otro, por si pasaba un taxi, pero no vio ninguno. De pronto se sentía cansado. Necesitaba a Patro.

Aunque con su piso invadido por la familia Ponce…

—¿Vamos en tranvía?

—No.

—Bueno.

—Mejor lo cogemos en la Rambla. Anda, lleva tú la bolsa.

La idea de llegar a casa en unos minutos los animó a ambos. Aceleraron el paso. Los pocos coches que circulaban por la calle lo hacían a velocidad muy reducida por lo estrecho de las aceras y las personas que transitaban por el medio de la calzada. Lenin soltó un ruidoso estornudo.

—Lo que faltaba —rezongó.

—Salud —dijo Miquel.

—¿No dice Jesús?

—No. Yo digo salud.

—Genio y figura, ¿eh?

—¿Es que también vas a opinar sobre eso?

—Lo comento, nada más.

—Cuando te detenían, lo hacías todo menos hablar.

—¡A ver!

Pasó un taxi, pero estaba ocupado. Las personas que se cruzaban con ellos por la calle a veces les miraban. Cara y cruz. Iba a ser su tercera Navidad con Patro. La tercera en libertad. Las del 39 al 46 las tenía grabadas a fuego en la memoria. Siempre que pensaba en claudicar, en dejarse llevar, para reunirse con Quimeta, surgía en él la rabia, el deseo de no rendirse. Y eso que jamás hubiera imaginado un presente como el que estaba viviendo. Ni en sueños.

Sí, no sólo era Lenin y su verborrea o el lío de los cuadros. También era el síndrome de la Navidad.

Todo el mundo se volvía bueno.

El olvido.

—Si es que, cuando se busca un taxi, nunca aparece uno —exclamó Lenin.

Pasaron por delante de un escaparate lleno de comida. La abundancia. Adiós a la cartilla de racionamiento. Pensó que su compañero hablaría de ello.

Pero no.

—¿Y si ese Wenceslao ha salido para ir a ver al tal Félix? —Cambió el sesgo de sus pensamientos.

—No, no creo. Lo que dice tiene sentido.

—Pues entonces hay que ver lo que se cuida ese hombre, el falsificador.

—Me da en la nariz que está tan oculto que ni ve la luz del día.

—Entonces ¿por qué no se falsifica un pasaporte y se da el piro?

—¿Adónde? ¿Y con qué? Esto es una trampa, Lenin.

—¿No se irían usted y su mujer si pudieran?

Miquel pensó en su hermano, en México.

Jamás volvería a Barcelona.

Si Patro estaba embarazada, echarían al mundo un bebé que crecería sin libertad, bajo el peso de una dictadura.

¿Irse?

No lo había pensado.

—El asesino del inglés es el que tiene los cuadros, ¿verdad? —reapareció la voz de Lenin.

—Nunca des nada por supuesto, aunque parezca evidente, y eso no es nada evidente.

—Pues para mí empieza a estar claro.

—¿Para qué quería la cartera si ya le había matado?

—Por si había datos comprometedores en ella, o para que no relacionaran esos cuadros con el móvil del asesinato —respondió Lenin.

—Bien pensado —reconoció—. Aún serás un buen policía.

—¿Yo? —Se estremeció su compañero—. Le ayudo y ya está, pero de ahí no paso.

Había algo de orgullo y dignidad en su tono.

—Ahí hay un taxi —dijo Miquel levantando la mano derecha.