10

El lugar era discreto, cerca de la estación de Francia. No llegaba ni a restaurante, pero era más que un bar. El cristal exterior ofrecía «comidas baratas», pero lo que le hizo entrar fue el aroma que lo envolvía. Pasaron del frío exterior, pese al sol, al calorcito interior, cargado de aire casero. Una mujer oronda los atendió sin dejar de mirar a Lenin. Miquel dedujo que a las mujeres orondas les gustaban los flacos como Lenin. Hasta le llamó «guapo».

A él, nada.

Pidieron sopa y unas alubias con butifarra, los dos. De beber, al «guapo» se le iluminó la mirada con la posibilidad de un vinito. Eso le animó más de lo que ya solía estar. Luego, mientras esperaban, Miquel le contó a su compañero lo averiguado en el museo, sin ocultarle nada.

Lenin fue abriendo los ojos con desmesura.

Al terminar, expresó lo que sentía con un lacónico:

—¡Hostias!

Por menos, cualquier guardia podía detenerle.

—Esto es serio, Agustino.

—Y que lo diga.

—Alguien está buscando esos cuadros.

—Valen una millonada, ¿a que sí?

—Dicen que el arte no tiene precio.

—Y una mierda. Valen una millonada —insistió.

—Eso no es como robarle noventa pesetas a un desgraciado.

El vaso de vino para él y el de agua para Miquel aterrizaron en la mesa como paso previo a la comida. Lenin le devolvió la sonrisa a la camarera. Ella le guiñó un ojo y se dio la vuelta con donaire.

Lenin tomó un sorbo pequeño, pero lo hizo con cara de éxtasis.

—Buen vinito —ponderó.

—No te chispes.

—¿Con uno? Tengo buen cuerpo.

Se quedaron en silencio. La magnitud del tema se agrandó un poco más. Términos como «nazis», «Tercer Reich» o el asesinato del Monuments Man revolotearon por encima de sus cabezas hasta que la aparición de los platos de sopa les liberó de la tensión. Miquel estaba habituado a trabajar solo, a pensar y reflexionar. Con Lenin, eso era imposible.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber.

—La única pista es Félix Centells.

—¿El falsificador?

—Sí.

—¿Y se encuentra en estos tiempos a un falsificador así como así?

—No.

—Pues ya me dirá.

—Come y calla.

Acabaron la sopa y al instante la mujer les puso en la mesa los platos con las alubias y la butifarra, de un tamaño impresionante. Tenía buen pecho, y se había desabrochado un par de botones de la blusa, como si de pronto tuviera mucho calor. Se le veía la línea que separaba los dos senos.

—¿Qué tal la sopa? —Siguió dirigiéndose a Lenin.

—Buenísima —le dijo él.

—Pues esta butifarra… ya verás, ya.

—Creo que vendré por aquí más a menudo.

—Eso dicen todos.

—De verdad de la buena.

—Cuando quieras.

Volvió a irse, seguida por la mirada de su conquista.

—Agustino, que tienes mujer.

—Es un juego, hombre.

—Ya.

—Pura inocencia.

—¡Qué cara más dura!

Atacaron el segundo plato.

Cuando salieron, veinte minutos después, con generosa propina por parte de Lenin, que pagó la comida, los efectos de lo ingerido y de los dos vasitos de vino se hacían notar.

—Lo bien que vendría ahora una siestecita, digo yo. —Se estiró Lenin.

—Pues dices mal. —Miquel levantó la mano para llamar la atención del taxi que se acercaba por su izquierda.

El bar de Lucas estaba por la parte baja del Raval, a espaldas de las Atarazanas. La guerra había cambiado muchas cosas, aunque más la larga posguerra, interminable, dura, triste. Barcelona era la misma ciudad en apariencia, pero al mismo tiempo seguía costándole reconocerla. Sin embargo, en algunos detalles, podía cerrar los ojos y creer que seguía en el 36, antes de la guerra. Los barrios añejos eran los que más se libraban del peso de los nuevos tiempos. Las mismas calles sucias y estrechas, las mismas personas, más viejas y gastadas, la misma sensación de abandono y deterioro, eternos.

Por segunda vez les tocó un taxista concentrado en la conducción, no en darle a la lengua, y hasta Lenin, no menos concentrado en su digestión y en los efectos del vino, cerró la boca.

A su entrada en el bar de Lucas la presidió el silencio.

Dos hombres en la barra, taciturnos, perdidos. Otros tres en una mesa, jugando a cartas.

Y Lucas detrás del mostrador.

Se reconocieron.

—Coño, inspector.

—Hola, Lucas.

—Tiempo.

—Sí.

—Bueno, me alegro.

—Yo también.

Estaba todo dicho.

—¿Saturnino sigue vivo?

—¿El Satur? Claro, que yo sepa, aunque ha llovido mucho y ya no viene por aquí.

—Lucas, que ya no soy poli.

—Lo imaginaba.

—He de hablar con él.

—Le digo que no viene por aquí, en serio. —Lucas miró a Lenin—. El que sí lo hace de higos a brevas es su primo, el Sebas. Se le vino del pueblo hace unos tres o cuatro años.

—¿Dónde le encuentro?

—Está de acomodador aquí cerca, en el cine Ramblas.

—Gracias.

—No hay de qué.

Salieron de nuevo y Miquel enfiló las Ramblas.

—Es usted todo un personaje. —Trotó Lenin a su lado.

—Antes me tenían miedo. Ahora creo que es lástima.

—Me da la sensación de que se juzga demasiado severamente.

—Lo que me faltaba.

—¿Qué?

—Que te pongas filósofo.

—¿Qué se cree, que no le doy a la cabeza? Pues lo hago mucho. Si no se reflesiona

—Reflexiona.

—Es lo que he dicho, ¿no?

El cine Ramblas tenía una taquillera mofletuda, mejillas sonrosadas como alas de mariposa, boca en forma de corazón y un primoroso peinado a lo Lana Turner. Metida en su cubículo parecía una atracción del Tibidabo. Uno introducía una moneda y ella se movía. Le habló a través del cristal, inclinándose para que le oyera bien.

—He de ver a Sebas.

—Está dentro.

—Ya lo sé. ¿Puedo pasar un momento?

—Está trabajando.

—Sólo será un minuto.

—Es que aquí nadie puede entrar sin pagar.

—¿Tengo aspecto de querer colarme?

La mujer ya no dijo nada. Se limitó a sostener su mirada.

—Deme una entrada. —Se resignó Miquel.

Se la dio y el inspector esperó el cambio de las veinticinco pesetas. Con ella en la mano atravesó la puerta exterior del cine. Lenin se quedó en la calle. Sebas aguardaba paciente en la segunda puerta. Nada más verle sacó la linterna de su bolsillo y sonrió, por si caía una propina mejor de lo habitual. Extendió la mano, pero la entrada no llegó a su poder.

—¿Sebas?

—¿Sí? —Frunció el ceño.

—Necesito hablar con tu primo Satur.

—Oiga, yo… —Se puso nervioso.

—No le veo desde antes de la guerra y no soy policía, tranquilo. Acabo de salir de la cárcel. —Fue explícito—. Además, a quien busco en realidad es a otra persona. Espero que él me ayude a localizarla.

No acabó de convencerle, pero estaba atrapado en su puesto de trabajo, sin escapatoria salvo que se negara a hablar o le mintiera.

—Es que…

—Por favor.

Apareció una pareja por la puerta. Muy joven ella, algo mayor él. Muy guapa ella, cabello engominado y bigotito a la moda él. Se sonreían con mimo.

—Espere —le dijo Sebas.

Recogió sus entradas, conectó el chorro de luz de la linterna y les precedió por el acceso a la sala. Miquel esperó, observando los carteles de las películas. Por entre la cortina entreabierta vio la pantalla y la que estaba en proyección. El héroe Victor Mature se enfrentaba al villano Richard Widmark en El beso de la muerte.

A Patro le gustaría.

Sebas reapareció casi al momento, como si la pareja se hubiera sentado en la última fila, la de los amantes, la de los enamorados, la de los que no tenían casa para besarse y jugar a la vida.

Ya no tuvo que rogarle.

—Satur está en el hospital —le dijo—. Tiene algo malo. Ni siquiera creo que dure.

—Lo siento. ¿Qué hospital es?

—El de San Pablo.

—Gracias. —Movió la cabeza en un gesto respetuoso.

Regresó a la calle sintiendo los ojos del acomodador fijos en su espalda y se reunió con Lenin. Pasó por su lado y levantó la mano para detener el tercer taxi del día.

Las noventa pesetas iban a durar poco.

—Oigan, qué frío hace, ¿eh? —Fue lo primero que les dijo el taxista.

—Al hospital de San Pablo, por favor —le pidió Miquel.

—¿Al hospital? Mala cosa. Si es que hay direcciones que asustan, ¿verdad? Espero que no tengan un pariente enfermo. Con este frío… Yo la última vez que estuve en uno pillé una infección…

Miquel se hundió en su asiento. Lenin no. Se puso a hablar con el taxista. Tal para cual. En los siguientes minutos repasaron prácticamente sus historiales clínicos. Sólo les faltó quedar para tomar un café. Cuando llegaron a su destino, Miquel fue el primero en apearse, dejando bien a las claras quién pagaba.

—Mira que te gusta hablar —refunfuñó en cuanto el taxi se alejó de allí.

—Esa pobre gente, todo el día sentados, conduciendo. Hay que darles palique, hombre. Por caridad.

—¿Caridad?

—Hay que ver cómo es.

Tuvieron que preguntar tres veces antes de dar con el ala en la que estaba internado Satur. Lo peor fue recordar su apellido: Galán. Cuando por fin desembocaron en el lugar, se encontraron con un baluarte impresionante en forma de enfermera cuadrada. A su lado, Lenin era minúsculo.

—¿Cuál es la habitación de Saturnino Galán, por favor?

—¿Son familiares directos? —los taladró ella.

—No, pero…

—Lo siento.

Miquel se arriesgó.

—¿Quiere que le enseñe la placa?

El baluarte se vino abajo. Como si le mentaran la muerte. Temblaron sus ojos y su pecho subió y bajó con miedo. Su voz sonó distinta, llena de un súbito respeto.

—Por este pasillo, la última sala a la izquierda.

Mientras caminaban por el pasillo, Lenin le susurró:

—Zalamero, lo que se dice zalamero, no es, ¿eh?

La habitación la compartían cuatro enfermos, a cual más decrépito. Daba la impresión de que los cuatro eran terminales. Los separaban unas tenues cortinitas blancas que, en ese momento, no estaban corridas. A Miquel le costó reconocer a Satur.

Un pequeño saco de huesos, sin carne, con los ojos extraviados y el desconcierto de la muerte asomando por su semblante, tan sorprendido como aterrado.

Se acercó a él.

Y esperó a que el enfermo le mirara.

—¿Inspector? —vaciló.

—Hola, Satur.

—No he hecho nada. —Se estremeció.

—Lo sé.

—Joder, le imaginaba muerto. —Su respiración era insegura, se agitaba al hablar.

—Todo el mundo cree que los demás murieron en la guerra y resulta que estamos todos vivos.

—Y ha vuelto a las andadas, ya veo.

—No, te equivocas. Salí hace poco.

—¿De la cárcel?

—Sí.

—Vaya.

La voz de Lenin apareció en su oído, muy queda.

—Yo le espero en el pasillo, que me estoy poniendo malo.

Miquel ni se volvió. Siguió concentrado en Satur, sobre todo para no perderle en un suspiro.

—He venido para pedirte un favor —le dijo al moribundo.

—¿A mí?

—He de encontrar a Félix.

—Murió —dijo demasiado rápido.

—No, no murió. —Se lo rebatió con seguridad.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé y punto. Mira… —Intentó ser lo más convincente posible—. Necesito papeles, ¿entiendes?

—¿Usted? —se asombró Satur.

—He de irme de España. Me han indultado, pero no puedo quedarme aquí. Tarde o temprano…

—Claro, claro.

—Por favor, Satur. Félix Centells era el tipo más escurridizo del mundo, y ahora debe de serlo más.

El enfermo tosió, no muy fuerte, no muy alto. Lo acompañó con un gesto de dolor, como si un millar de agujas le pinchase el pecho. Tenía los dedos de la mano derecha amarillentos de tanto fumar y los dientes manchados, negros.

Los que le quedaban.

—Usted… me jodió la vida dos veces —lamentó.

—Saliste bien librado. La segunda, gracias a mi declaración.

—Cagüen… Dios…

—Ayúdame.

—Al Félix nunca le trincó.

—No.

—¿Sabe? —Soltó una bocanada de aire más moribundo que él—. Me estoy muriendo.

—Quizá…

—Me estoy muriendo —insistió—. ¿Por qué debería ayudarle, maldita sea?

—¿Qué te haría feliz?

—¿Habla en serio?

—Tú dilo.

—Una mujer. —Fue rápido.

—¿Aquí?

De pronto le brillaban los ojos.

—De noche hacen la vista gorda, no les preocupamos porque tenemos ya un pie y medio en el otro barrio. Y de día… casi. —El brillo se acentuó—. ¿Usted puede traerme a una? Me basta con una paja, o una chupadita. La última.

—De acuerdo.

—¿En serio? —La mano de dedos amarillentos, la que no estaba conectada al gota a gota, se aferró a él.

Miquel volvió la cabeza.

—¡Lenin! —llamó.

Su compañero asomó la suya por la puerta de la habitación.

—¿Tu hermana haría un servicio aquí? —le preguntó.

—A ella, mientras le paguen…

Miquel volvió a mirar a Satur.

—Ya lo ves. Y es un pedazo de hembra. Se llama Consue.

—¿Cuándo? —Se pasó la lengua por los labios resecos.

—Esta misma tarde, mañana… He de pillarla antes.

—Entonces vuelva con ella.

—No puedo esperar, Satur.

—¿Se cree que nací ayer?

—Te doy mi palabra de honor.

Eso le hizo sonreír, dolorosa y cansinamente.

—Honor…

—Puedo preguntar a otros y te quedas sin puta.

Cinco segundos de silencio.

—¿Me jura que…?

—Te lo juro.

Y la rendición.

Satur cerró los ojos, acompasó su respiración, agitada por la ansiedad de lo prometido, dejó caer de nuevo su mano, desfallecida.

—Vaya a la calle Ferlandina, número 9, primer piso. Pida por Wenceslao. Sólo dígale que ponga un geranio en la ventana.

—¿Eso es todo?

Saturnino Galán se había quedado sin fuerzas.

O eso o las guardaba para la visita de su última mujer.

Mantuvo los ojos cerrados y gimió.

Fue su despedida.